El cementerio de El Tigre, en Vegachí, es un mirador natural. Se ven todas las casas del corregimiento y las montañas de la cordillera central que bajan hacia el valle del río Magdalena. El viento allí sopla suave y trae consigo los silbidos de los pájaros de la región y los aromas de las flores locales.
Todas las placas de los columbarios son iguales: letras negras escritas con una misma plantilla sobre un fondo blanco. A diferencia de otros cementerios, donde es fácil reconocer qué familias son más adineradas según las placas que mandan a hacer, o de qué equipo de fútbol era hincha la persona enterrada, la uniformidad de este lugar impide identificar tales diferencias… Finalmente la igualdad llega con la muerte.
La fachada del cementerio, sin embargo, es bien distinta. Su muro está construido con piedras de distintos tamaños pegadas por grandes capas de cemento, y cada una está pintada de un color diferente: rojo, amarillo, verde, morado o azul, y sobre cada una de ellas, hay una inscripción hecha a mano con el nombre de una persona: Juan Esteban Campos, Ezequiel Antonio Cataño, Orlando Londoño, y muchos otros de una larga lista. En algunas, hay inscritos varios nombres, pues eran personas que hacían parte de una misma familia.

Estos nombres, a diferencia de los columbarios, no son de personas que vivieron en el corregimiento, sino de personas víctimas de la violencia, asesinadas o desaparecidas que, en su mayoría, nadie en El Tigre conoció. Es un homenaje que Los Paisanos, un colectivo de niños y jóvenes, hace a estas víctimas para que no sean olvidadas por quienes seguimos vivos, y para contribuir a que estos hechos no vuelvan a repetirse para nadie, ni en la región ni el país.
Los Paisanos es liderado por Eida, una profesora con vocación de trabajo comunitario, que ha hecho lo posible para que el colegio en el que trabaja extienda sus brazos más allá del predio en el que se ubica y logre tener influencia en todo el corregimiento. Ella es de Bagadó, Chocó, y en parte, llegó a trabajar a Vegachí por ser también víctima de la violencia y haber sido desplazada dos veces de su pueblo natal.
No obstante, gracias a esto, la profesora Eida sabe que además de mirar al pasado para evitar que la historia se repita, es necesario mirar al futuro e imaginar y trabajar por otros mundos posibles. Por eso, Los Paisanos no se limita a realizar acciones de memoria, sino que canaliza los intereses y los gustos de quienes participan del colectivo, a través de la realización de murales, el apoyo a los ancianos, la creación musical, la administración de la biblioteca del corregimiento y otras actividades comunitarias.

Al conocer esta experiencia recordé que, en Lima, Perú, hay un monumento llamado El Ojo que Llora, hecho por la artista holandesa-peruana Lika Mutal. Es un laberinto hecho con piedras del tamaño de una mano, en cuyo centro hay una escultura de la que sale un pequeño chorro de agua y que se asemeja a un ojo que llora. En cada una de las piedras del laberinto está escrito el nombre de una persona víctima de la violencia política en Perú, junto con su año de nacimiento y su año de muerte o desaparición. Muchos de los familiares de las víctimas de este conflicto, viajan desde lugares lejanos a Lima a buscar en las piedras el nombre de su ser querido y rendirle un homenaje allí, en el único lugar que han encontrado para hacerlo.
No deja de ser inquietante ver que, en este continente, ya sea en una gran capital o en un pequeño corregimiento, compartimos hechos de violencia que han marcado nuestra historia y la vida de miles de personas, pero a su vez, llena de esperanza el saber que una gran artista o un pequeño colectivo de niños y jóvenes, justamente porque comparten este pasado, están sintonizados en trabajar por un mundo mejor, y en hacerlo piedra sobre piedra.