La primera impresión que me dio Santo Domingo fue la de ser uno de esos pueblos en los que no pasa nada. Silencioso, de casas coloniales que aún se conservan casi intactas y con solo unos cuantos negocios alrededor del parque principal; parece un lugar detenido en el tiempo.
En una de las esquinas del parque está el Museo Tomás Carrasquilla, justo en la que fue la casa de este escritor. Al entrar, encontré al guía, Juan Camilo, en la sala de recepción que, según me contó, era la habitación donde «don Tomás» trabajó muchos años como el sastre del pueblo. Al fondo de la sala hay una ventana desde la que se ve el parque. Al tiempo que cosía, el escritor observaba con atención todo lo que ocurría en la calle, sacando de allí las historias y los personajes de sus novelas que luego se convertirían en el hito del movimiento costumbrista en la literatura.
Mientras Juan Camilo atendía una llamada telefónica, yo me quedé mirando por la ventana.

Sobre un andén, en una mesa con un parasol de un color irreconocible por la exposición al sol y a la lluvia, dos hombres con grandes sombreros y camisa de cuadros, se miraban a los ojos fijamente y se apretaban la mano el uno al otro, en un gesto que no se sabía si era el cierre de un negocio o el acuerdo de un duelo.
Un hombre abrazado a sí mismo y arropado con un poncho, dormía entre una de las jardineras del parque acompañado de una botella de aguardiente vacía; mientras en la jardinera de enfrente, un joven con una flor en una mano, brillaba sus zapatos en la bota del pantalón y miraba sin parar su celular.
Justo frente a un numeroso grupo de feligreses que acababan de salir de misa y conversaban en las puertas de la iglesia, un niño pateó con fuerza una pelota de caucho que salió volando hacia la mitad del parque, dio un rebote y golpeó a una niña que lamía un helado. Este cayó al suelo manchándole uno de sus zapatos blancos y desatando su llanto de inmediato. El niño corrió a recoger el balón y se acercó a pedirle disculpas a la niña que no paraba de llorar. El heladero llamó a los dos haciendo sonar las campanas de su carrito y le regaló una paleta a cada uno.
Al terminar su llamada, el guía se paró a mi lado y, tal vez adivinando mis pensamientos, me dijo que efectivamente se trataba de un pueblo tranquilo, pero que eso no quería decir que no pasara nada interesante. Resaltó que, aunque no haya escritores famosos en este momento, la gente sí tiene la espinita de que Santo Domingo es un pueblo con talento para la literatura y el arte, y cada quien desde su lugar y sus posibilidades hace lo que puede.
Él, por ejemplo, pertenece a El Aquelarre, un colectivo de artistas jóvenes. El nombre fue elegido, en parte, para reivindicar a las mujeres sabias que fueron perseguidas y tildadas de brujas en la Edad Media en Europa, y en América durante la colonización… Y también para incomodar un poco a la iglesia que, por lo menos en Santo Domingo, sigue teniendo mucha influencia.

El Aquelarre, junto con un grupo de músicos, hacen el Locofest, un festival de rock, rap y punk, y, paradójicamente, uno de sus principales apoyos lo reciben del párroco. El padre que hay ahora trabajó varios años en Cuba y tiene una mirada abierta frente a los cambios culturales, quiere a los jóvenes y sus propuestas, le gusta lo que hace El Aquelarre y no les pone problema por nada.
De la misma manera que el padre apoya al colectivo artístico con el festival, este lo apoya con otras cosas. La semana anterior, el sacerdote había hecho un homenaje a la virgen y les pidió que le ayudaran con una presentación cultural. Ellos lo hicieron, pero no exactamente como un homenaje a la virgen, sino como un homenaje a todas las madres, especialmente a las madres solteras. El padre hizo las oraciones a la virgen y El Aquelarre presentó unas canciones y leyó poesías a las madres y las mujeres… En vez de pelear con la Iglesia, decidieron convertirla en una aliada. No se piensan cambiar el nombre, pero sí quieren seguir trabajando de la mano con el padre.
Cuando terminé la visita al museo, pensé en lo errado que estaba al creer que en Santo Domingo no pasaba nada. Desde un proyecto cultural que une a la Iglesia con un «aquelarre», hasta esas pequeñas historias que acababa de ver en el parque, y que constituyen la vida de toda una comunidad, los personajes y los hechos interesantes siempre están ahí, solo es cuestión de observar con detenimiento.
Quise dar una ojeada más al parque buscando una última historia; a lo lejos pude ver a una mujer sentada detrás de una máquina de coser, observando fijamente lo que pasaba en la calle a través de su ventana.