«¡Hola!», decía la niña cada vez que pasaba frente a mí. Llevaba un rato dando vueltas a la escultura del tigre, montada en una pequeña moto de plástico rosa con ruedas blancas. Luego de algunos circuitos más, se detuvo a mi lado y empezó a balbucear algunas palabras. Su madre se acercó un poco sonrojada y dijo: «¡Valentina!, no moleste al señor»; y luego me pidió disculpas. Yo sonreí y le dije que no se preocupara. Aproveché el momento y le pregunté por la escultura del tigre.
Me contó algo como esto: en 1949, un tigre llegó de Segovia o de Zaragoza espantado porque los colonos y mineros estaban acabando la selva. Empezó a devorar vacas, cerdos y otros animales de los campesinos, razón por la cual decidieron cazarlo. Al cabo de algunas semanas de búsqueda, cinco hombres lograron matar a balazos al animal y lo llevaron envuelto en costales al parque principal del pueblo. Allí los recibieron como héroes y el alcalde hizo que la banda de música del municipio tocara toda la tarde en una fiesta improvisada.
Le dije que me parecía una historia interesante y que ahora sí entendía por qué estaba la escultura en el parque principal. Ella frunció el ceño y dijo que la gente no hacía sino hablar del tigre y que todos los alcaldes le mandaban a hacer pinturas y esculturas por todo lado. El problema con esto, según ella, es que en América no hay tigres, y en realidad se trataba de un jaguar, solo que a nadie le importa la diferencia, entonces la historia la siguen contando igual. Ella considera importante cambiar la escultura porque los jaguares están en vía de extinción y si la gente ve que era un jaguar, tal vez los empiecen a cuidar y valorar más. «Como está ahorita la escultura, no es un homenaje al tigre, sino a los cazadores», me dijo. Yo asentí con la cabeza, aunque en ese momento no logré entenderla del todo.
Se despidió de mí mientras se levantaba y jalaba la moto con la niña encima. «Adiós», me dijo Valentina agitando su mano.
Ese mismo día, Marcela, una de las gestoras culturales del municipio, y quien trabaja hace varios años en procesos audiovisuales, me llevó al corregimiento de Portachuelo, en donde, junto con una amiga, tienen un laboratorio de comunicación con jóvenes estudiantes del colegio del lugar. Desde el año 2018 les enseñan fotografía, video y periodismo escrito, con la intención de que adquieran herramientas para poder contarse a sí mismos y a las historias del corregimiento.

Al llegar, Marcela me dijo que la semana anterior habían hecho un ejercicio de memoria en el que invitaron a algunos adultos mayores del corregimiento, quienes les contaron a los jóvenes historias sobre la violencia que han vivido en las veredas de esa zona. Para darle continuidad a la actividad, ese día salimos a tomar fotografías de algunos de los lugares que se habían señalado en los relatos de la semana anterior.
Luego de identificar en un mapa los espacios que podíamos visitar por la cercanía en la que estaban, al fin salimos con las cámaras y el grupo de jóvenes a caminar. Atravesamos un cañaduzal y una planta de tratamiento de agua y llegamos a un lote pequeño en la cresta de una colina. Se trataba del primer cementerio del corregimiento. Uno de los jóvenes me contó que la gente empezó a enterrar los muertos ahí porque era muy costoso, y a veces peligroso, llevarlos hasta el pueblo. Ellos mismos les rezaban y hacían los rituales fúnebres hasta que de la parroquia del pueblo mandaron construir una capilla en el corregimiento y el cura hizo que trasladaran los cuerpos allá, en el lote contiguo. Ahora, el cementerio queda pegado a la capilla, «como Dios manda», me dijo el joven.
Cuando volvimos al colegio, me sorprendió ver que la mayoría de las fotos no eran de los restos de las antiguas tumbas, como pensé que iba a ser, sino de flores, árboles, insectos y pájaros; de los otros jóvenes sonriendo y posando para la cámara o de niños jugando. Eran fotos sobre la vida, no sobre la muerte.
Una chica aprovechó lo que vio durante la caminata y tomó fotos de un grupo de hombres que pasaron montando caballos de paso fino. Llevaban sombreros elegantes y miraban recios y altivos a la gente. Tenían la misma mirada de un entrenador de caballos que conocí cuando era niño. Nunca pude olvidar la crueldad con que los trataba y golpeaba una y otra vez, haciéndolos girar alrededor de un poste de madera hasta que caminaban como él quería.
Ahí entendí por qué la mamá de Valentina se había enojado conmigo en el parque. O bueno, tal vez no la entendía a ella, pero sí saqué mi propia conclusión: si a nadie le importa si se trata de un tigre o de un jaguar, es porque la escultura no es un homenaje al tigre, sino una celebración de la cacería, y eso es tan problemático como lo es el que un hombre sea reconocido y gane estatus porque logra domesticar un caballo a punta de golpes y montarlo como si fuera su amo y señor. Ya no estamos para «dominar las bestias», sino para protegerlas.
Ojalá y pinten la escultura del tigre con las manchas del jaguar, pensé.