Poetas en el zaguán
Rubiela Ochoa tiene 83 años. Es delgada, se tiñe el pelo de granate e interrumpe sus conversaciones con una protesta: «Qué pereza ser tan vieja», y se mira la piel de las manos. En Maceo la conocen como Rubiela, la poeta.
Mis ojos
Ellos que fueron sol de un día;
y cual faros iluminaron mi camino incierto,
hoy se encuentran mustios y sombríos
como si una sombra gris opacara su existencia.
Los poemas parecen su catarsis. O mejor, un acto de soberanía frente a la vida ruin e injusta. «Los hombres me trataron muy mal desde niña, tuve que valerme por mí misma desde joven para sacar a mis hijos adelante, y míreme, a estas alturas y tengo que trabajar para sostener mi casa», dijo señalando las colchas de retazos y las fundas de los cojines de colores vivos que ella diseña, cose y vende a los vecinos del pueblo.
Habló con propiedad de José Asunción Silva y recitó dos poemas de memoria. Lo hizo de manera teatral. Se puso de pie en el zaguán de la casa, miró a un público invisible, estiró las manos hacia delante y: «Si en tus recuerdos ves algún día / Entre la niebla de lo pasado / Surgir la triste memoria mía / Medio borrada ya por los años…». La voz de la poeta es temblorosa, parece la de una abuela tierna y querendona, y eso, por supuesto, lo detesta.
Debajo de uno de los cojines de la sala había un libro de poesía en el que ella aparece como única autora: «Es la antología de mis poemas… mire», señaló uno de los poemas de las primeras hojas y agregó: «Este fue el primero que escribí y adivine de qué trata: pues, de las mujeres y sus sufrimientos». Rubiela ha sido invitada a eventos culturales por todo el Magdalena Medio y en algunos pueblos es conocida como Rubiela «la Poeta de Maceo». Todo eso lo contó con orgullo, como si fueran los únicos logros que le interesara recordar. Ha pertenecido, además, a grupos de mujeres lideresas, al Concejo Municipal de Cultura y ha sido monitora de literatura en la Casa de la Cultura.

El libro con los poemas de Rubiela fue editado por orden de un alcalde de Maceo hace más de diez años, según ella, se imprimieron cien ejemplares. No fue la única. En Maceo hay historias sobre amas de casa, peluqueras, profesores o mayordomos que escriben versos casi con la misma rutina con la que van a misa los domingos.
Eso, sin embargo, no se nota a simple vista. La primera referencia cultural del pueblo es la banda musical integrada por los estudiantes del colegio. Ensayan todas las semanas en el salón más ancho de la Casa de la Cultura y son los primeros invitados en las Fiestas del Cacao. Son importantes, claro, pero lo que dota de sentido a la cultura de Maceo es la poesía que brota casi sin proponérselo. Es como si los versos en Maceo tuvieran una función reivindicadora del ser campesino.
Serenata
Maceo es el pueblo más tranquilo del Magdalena Medio, «mansito», diría un profesor de escuela, y supongo que es porque está encaramado en la montaña, cerca de las nubes y lejos del río, porque hay poesía y más viejos que muchachos en las tabernas… no sé. Prejuicios, tal vez.
La primera vez que me vi con John Arroyave, el cielo estaba partido en dos por una línea recta: de un lado, las nubes grises y bajitas y del otro, el firmamento azul y lejano. Nos sentamos en la plaza central bajo las sombrillas amarillas hechas en fibra de vidrio. Nos rodeaban más perros callejeros que personas. Una canción carrilera llegaba desde un estadero que bordea la plaza. Sonaba a un volumen moderado que permitía hablar sin alaridos.
John tomó la iniciativa de la conversación: «¿De qué quieres que hablemos? ¿Del Proyecto F o del Dueto Atardecer?». Quiso decir, de su grupo de rock o del dueto de música colombiana que tiene con Ignacio, su papá. John tiene poco menos de veinte años y desde los cuatro quiere ser músico profesional. Esa tarde habló apurado pero cordial y con sentido del humor. Se había escapado de la estación de gasolina donde trabaja como bombero; dijo que la entrevista no serviría si no lo escuchaba cantar y tocar la guitarra, e hizo el gesto como si tuviera el instrumento entre las manos; así que me citó en su casa a las 7:00 de la. noche: «Estará mi papá. Prepárese para trasnochar».

Ignacio Arroyave tiene algo más de setenta años, la piel oscura; esa noche estaba descamisado en la sala de su casa, iluminado por un foco de luz amarilla. Tenía dos guitarras apoyadas en el brazo derecho de uno de los sillones de la sala. Las paredes estaban repletas de diplomas y repisas con los trofeos obtenidos en festivales musicales. Sus anécdotas parecen un rosario de aventuras increíbles. Las contó con voz recia. Antes de cumplir diez años, durmió en los calabozos de una cárcel con su hermano mayor. Ignacio fue la primera persona que manejó carro en Palestina, una vereda de una sola calle en Caracolí, fue vagabundo en Puerto Berrío y el primer presidente del sindicato de paneleros de Maceo, fue conductor de ambulancia, monitor de guitarra, profesor de salsa y asesor de alcaldes. Pero el dato decisivo en toda su historia de vida fue la música, de manera concreta, su primer instrumento: «Si mi mamá no me hubiera regalado un tiple cuando yo era casi un bebé, tal vez ni le estuviera echando el cuento», dijo.
Y mientras esa noche Ignacio resumía su vida, John —que estaba sentado en otro de los sillones de la sala— lo miraba hipnotizado con el admirado respeto que suele concederse solo a los ídolos de infancia. Lo interrumpió una vez para decirle: «Papá, pare de hablar y cantemos ya». Entonces ambos sonrieron, abrazaron las guitarras y empezaron una serenata privada de tangos, corridos, boleros y rock que confirmaría los rumores en Maceo: «Son los músicos más grandes del pueblo». Esa noche John e Ignacio cantaron hasta que se les agotó la memoria.