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Postales del Magdalena Medio

La cultura del Magdalena Medio antioqueño

Postales de Antioquia Magdalena Medio
La cultura del Magdalena Medio antioqueño

Mi relación con el Magdalena Medio antioqueño era meramente literaria o, mejor, se limitaba al ejercicio de un periodista apurado por la noticia. En algún momento de mi vida, como reportero de la revista Semana, visité Puerto Berrío porque había llegado a la redacción una historia inverosímil sobre cadáveres acumulados en las orillas del Magdalena, provenientes de alguna matazón río arriba. Era la época de las masacres y los entierros colectivos. Algunos de esos NN eran «adoptados», bautizados y enterrados por la gente del puerto y cada semana los visitaban en el cementerio, les llevaban flores y rezaban al cielo por sus almas. De esa historia salieron documentales y se escribieron una docena de reportajes en los principales medios de Colombia. La guerra ha producido famas indeseadas y Puerto Berrío fue testigo de ello.

En eso consistían mis recuerdos. Ni siquiera tenía una imagen clara de las calles o de la ruta de casi cinco horas por carretera para llegar hasta allá. No recordaba los olores ni los sonidos ni el detalle de los rostros de las personas con las que había hablado. En mi memoria solo estaba el sopor asfixiante y la canícula que me hacía buscar sombra cada tanto. Eso era todo. Cuando me propusieron este ejercicio de hacerle una radiografía a la cultura de la región, abrí Google para formularle preguntas de escuela: ¿cuántos pueblos tiene el Magdalena Medio en Antioquia?, ¿cuáles son sus límites geográficos?, ¿cuántas personas lo habitan?, ¿cuáles son las fiestas emblemáticas?, y así hasta hacerme una idea del trabajo que tenía por delante.

Después de dos días de lecturas la imagen rectora que guió la planeación del viaje —casi como una metáfora— fue el río Magdalena. Pensé con cierta ingenuidad que toda la cultura estaba atravesada por el río Grande de Colombia, ese que nace en el Huila, en el páramo de las Papas, y va hasta el mar Caribe después de cruzar once departamentos; ese que es protagonista de canciones, poemas y de las primeras lecciones de geografía en el colegio. Me imaginé, incluso, que Yondó, Maceo, Puerto Berrío, Puerto Triunfo, Puerto Nare y Caracolí estaban, todos, a orillas del río.

Pero cuando emprendí la ruta desde Medellín, me di cuenta de que el Magdalena sería solo un símbolo en desuso. Y tal vez esa fue la única decepción en este trabajo: El río más importante de Colombia es una leyenda a punto de ser olvidada. Adquiere grandeza hacia atrás, es decir, las personas con las que hablé reconocen la majestuosidad del Magdalena y su influencia, pero en tiempo pasado. El testimonio más elocuente al respecto me lo dio un profesor jubilado de Puerto Nare: «Es como si le estuviéramos pagando con basura y desidia todo lo que nos regaló». El profesor se llama Óscar Bárcenas y es aficionado a escribir pequeñas semblanzas en Facebook sobre personajes del pueblo. Cuando le pregunté si el río era uno de esos personajes, me dijo que no, que el río era protagonista, pero del himno del puerto que él mismo compuso en la década de los ochenta.

Además de las personas, el paisaje también fue dejando sus huellas en mi memoria. Debo admitir que arranqué desde Medellín con un fuerte deseo de acercarme a las aguas del Magdalena. Era lo único que me importaba. Mi primer destino fue Puerto Berrío y para llegar me tocó atravesar la cordillera Central, subir y bajar las montañas, marearme en las curvas tan repetidas entre Barbosa y Cisneros… Y casi al final, veinte minutos después de pasar la entrada a la callecita que conduce a Maceo, pude sentir el río. No lo vi, lo sentí al lado izquierdo de la carretera que se tornó recta y monótona. Tal vez fue la vegetación que cambió de verde oscuro a tonalidades más amarillas o el aire que entraba más caliente por la ventana, casi hirviendo. No lo sé, pero me alegré y apreté el acelerador.

Una vez entré al pueblo sentí que la vida —por lo menos en el centro— se regía por un darwinismo primario, donde los ganadores eran los mototaxistas, seguidos por los vendedores de aguacates y los carretilleros. Quien mostrara una mayor resistiera al sol, tenía la vía. Fue solo hasta que llegué al hotel de la calle Primera que pude ver la inmensidad y la energía fantástica del Magdalena. Pedí una habitación con vista, la mejor, y en ese tercer piso me cubrió un sosiego que me acompañó durante todo el recorrido, incluso en los pueblos que no quedaban a orillas del río.

Con los días y en la medida en que iba hablando con más personas comprobé que hay costumbres, actitudes, tendencias y cambios en la cultura de la región que no están emparentados directamente con el Magdalena. Me sucedió en Maceo y Caracolí, donde el ferrocarril, o mejor, lo que queda de él, se convierte en el mito fundacional de la cultura. Por los rieles de ambos pueblos entraron personas, mercancías y tradiciones de casi todas partes del país: Chocó, Tolima, Costa Atlántica, los llanos. Hubo momentos en Caracolí, sentado en alguna taberna de la calle del Comercio, en los que sentía que estaba en un pueblo de Bolívar. En Maceo, por ejemplo, cuando caminaba los barrios empinados me pareció estar en el sur del Tolima; hay pistas de otras partes en el zaguán de las casas, en la vestimenta de la gente, en el acento y hasta en la manera como las mujeres se asoman por las ventanas.

Cuando tracé el plan básico de mi viaje había preguntas definidas que tal vez puedo resumir en una sola: ¿cómo es la identidad cultural del Magdalena Medio Antioqueño? Y esperaba obtener una respuesta clara y única. ¡Cuán equivocado! El verdadero valor de la cultura de la región, la característica suprema de su identidad es la revoltura que la compone y estas pequeñas postales no son más que homenaje y testimonio de las guitarras, las atarrayas, las cascadas, las bibliotecas, los rieles, los bailarines, los rockeros, las cantinas, los profesores, los futbolistas, los vigías del patrimonio, las casas de la cultura, la poesía campesina, el vallenato, los caprichos, los miedos y las ilusiones de un territorio marcado por los recuerdos de un ferrocarril y un río grande.

Por: Mauricio Builes