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Bajo Cauca, un soñar sobre fronteras líquidas

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Bajo Cauca, un soñar sobre fronteras líquidas
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Los seis pueblos que conforman el Bajo Cauca se extienden justo en la zona en la que el territorio de Antioquia se aplana. Es una región fronteriza que recibe los ríos que descienden de las montañas y acoge las brisas cálidas que el mar envía desde la costa. Esta confluencia de aguas y vientos hace que las tierras de la subregión tengan la fertilidad de un edén. Del suelo brotan inmensas riquezas. Hay pueblos con la tierra preñada de oro, en el agua de los ríos aún nadan peces que no dejan que los habitantes ribereños pasen hambre, hay extensos campos donde los cultivos de arroz se multiplican junto al maíz, el plátano y la yuca, y en los bosques nativos habitan muchedumbres de aves, mamíferos, insectos y reptiles que dan cuenta de una biodiversidad imprescindible.

Las frutas que se venden en los parques de los pueblos nunca están fuera de temporada. Un jugo de corozo a la sombra de las ceibas que crecen en el parque de Caucasia calma la sed de los niños y las señoras que buscan algún frescor en la mitad de la tarde.

Los acentos de la gente están cargados de música. Las palabras que se cruzan en los bares, las casas o las iglesias son hijas de un habla híbrida que contiene los rastros de otras regiones. Los viajeros, comerciantes, pescadores, artesanos o músicos, montañeros, cachacos o costeños, han pasado por el Bajo Cauca dejando siempre algún legado: una palabra nueva que se agrega al vocabulario, una destreza aprendida de antepasados extranjeros, una canción, un hijo o una hija decididos a hundir sus raíces en sus prósperas riberas.

Y en medio de tanta fecundidad, el Bajo Cauca flota sobre dolorosas paradojas. La violencia pocas veces ha dado tregua. Los grupos armados se disputan el control del territorio. Guerrilla o paramilitares, Caparrapos o Gaitanistas, son nombres distintos para el mismo flagelo. Aunque los habitantes más valientes no se dejan ensombrecer ni se hunden en el silencio.

Si un niño puede ser el fundador de una brigada que protege a esquivos animales, a un maestro no le cuesta viajar cada semana a una lejana vereda para demostrar que la música puede ganarle a la guerra. Si un poeta deja correr un río de palabras en los atardeceres del Cauca, una bailarina no duda en transmitir el entusiasmo de sus cabriolas y sacudidas a los niños que apenas nacen. Si un orfebre ha ejercido durante décadas el arte aprendido de sus abuelos, un niño que apenas empieza a dominar la talla de madera puede estar fundando una nueva tradición.

El Bajo Cauca, en su condición fronteriza, alberga sueños de todos los tamaños que resuenan como en una voz unificada, acaso un canto del corazón, que expresa resistencia y suena con la potencia de los fragores enviados desde los caudales para acompañar hasta el más pequeño acto de creación.

Por: Lina Zapata, Diego Agudelo