La nave de Ulises
El orgullo de Ulises Posada Restrepo es su casa. Despierta la curiosidad de quienes visitan Tarazá contándoles que tiene un museo de antigüedades. No es difícil que Ulises invite a cualquiera a conocer su colección. En el recorrido por las calles del pueblo abundan las estaciones. No son monstruos que intentan demorar la llegada de este Ulises a su casa, son los taraceños que no pierden ocasión para saludarlo.
Ulises Posada es de esas personas que se convierten en patrimonio vivo de los pueblos. Conoce la historias de las calles y en una población tan joven como Tarazá, que apenas se erigió como municipio en 1979, es fácil recordar cómo eran las primeras calles, qué colores pintaban las fachadas de las primera casas, qué destinos variopintos han tenido sus habitantes. Él cuenta sus historias mientras camina hacia el hogar donde tiene resguardados sus tesoros. Comenta sus historias, a muchos los conoce desde que son niños.
También narra el pasado de las casas que se va encontrando: «Vea, en esa casa antigua se guardaban hace mucho tiempo unas pipetas de gas, un día hubo un incendio…». En su voz de hombre octogenario quedan tan bien las frases «un día», «había una vez», «hace mucho tiempo». Cada recuerdo desgranado en este pueblo, al que llegó en 1949, puede detonar un cuento en la boca de Ulises Posada.
La casa en la que vive es de dos plantas. Las ventanas de madera tienen ese color café oscuro, tradicional en las casas antioqueñas. Desde el balcón se alcanza a divisar el río y es en el segundo piso donde Ulises atesora los objetos que conforman su museo.
Hay que entender primero lo que significa la palabra antigüedad para Ulises. Un académico pensaría en una época transcurrida hace siglos. El rigor lo obligaría a pedir precisiones: ¿se habla de la antigüedad clásica de los griegos?, ¿la antigüedad precolombina cuando el oro no había enloquecido a los conquistadores?, ¿una más reciente donde yacen los vestigios de batallas de independencia? No, la antigüedad para Ulises es distinta, es personal. Una silla fabricada en Mompox, en 1988, es una reliquia tan valiosa como una lámpara de petróleo de las que usaban los campesinos para alumbrarse el camino cuando salían a ordeñar de madrugada, antes de la llegada de la energía eléctrica. Unos guayos marca Carolina, de hace cincuenta años, son invaluables porque recuerdan la época en que ese calzado de gladiadores se fabricaba con clavos, hilo y pega. Ulises tiene un radio Philips de 1952 que extraordinariamente sintonizaba cinco estaciones distintas. Hay vasijas indígenas, bateas mineras que en su fondo tienen pepitas doradas, quizás de oro verdadero, famélicos cristos de madera, relojes antiguos, teléfonos que seguramente asistieron las primeras conversaciones, tocadiscos y hasta el cráneo de un buey que en vida fue amansado para enseñarles a los compañeros salvajes del rebaño a cruzar arroyos crecidos.

Aunque existe en la casa de Ulises una reliquia que no dejaría ir de sus manos por ningún precio. Su carro Willys de 1955. En ese vehículo de carrocería verde y llantas de cara blanca, Ulises ve la historia de la unión entre dos pueblos: Tarazá y Cáceres. Antes de adquirir su nave era un ciudadano de a pie. Se dedicaba a reparar las plantas de energía en fincas del Bajo Cauca y la costa. Con la herramienta al hombro, gastaba suela en las carreteras hasta que alguien le daba un aventón. A veces los conductores pasaban de largo porque lo veían «mugroso», según sus palabras, impregnado de la grasa de los motores y del sudor de la jornada. Hasta que un finquero, muy amigo suyo, llamado Luis, lo atizó para que se comprara un carro.
—Comprate un carrito viejo pa que salgás —le dijo el finquero.
—Es que no tengo plata —respondió Ulises. Y para su amigo Luis eso no fue excusa. Le prestó treinta mil pesos de la época y lo acompañó a Medellín a comprar ese Willys legendario que hoy todavía funciona.
Ulises lo exhibe con orgullo, enciende el motor, pone a sonar el pasacintas. A bordo de esa nave recorrió las fincas que necesitaban sus servicios para tener luz. Cuando la energía eléctrica hizo obsoleto ese trabajo, empezó a transportar gente los domingos hasta Cáceres y, como en Tarazá no había bachillerato, se convirtió en el transportador de los estudiantes y cumplió sagradamente con esa labor durante 23 años. Yendo y viniendo sin pausa, Ulises vio cómo se ensanchaban los caminos, cómo los pueblos crecían y con ellos las historias que quiso acumular en su museo personal, pero la memoria no son los objetos, la memoria es él.
Protagonistas de la edad dorada
Dicen que en Tarazá hubo una edad dorada para el teatro. Se remonta a los primeros años del nuevo milenio. Entre 2002 y 2010, Tetza realizó el montaje de obras que los habitantes del pueblo todavía recuerdan. Ese nombre, con aires de monarquía indígena, en realidad es la sigla que designaba al desaparecido Grupo de Teatro de Tarazá.
Juan Vélez fue uno de los fundadores. Estuvo a cargo de la monitoría del teatro durante más de veinte años y cuando recuerda esa época en la que florecían las artes escénicas se pone nostálgico, prefiere hablar de otra cosa. Aunque le queda muy difícil. Apenas camina una, dos o tres cuadras un viejo compañero lo saluda o incluso se ha dado el caso de que un exalumno lo intercepta para contarle la buena nueva de haber encontrado ese DVD perdido con la obra El tesoro de Juvenal, una de las más recordadas en el pueblo. La recuerdan porque era una tragedia típica de estos tiempos y estas tierras. Contaba el saqueo de un tesoro arqueológico, tinajas y vasijas indígenas que habían hallado en el sector El Morro. Los actores representaban ese despojo y sobre todo la negligencia de la administración municipal y de la empresa que construía viviendas de interés social en el terreno del hallazgo.
Y si no es un exalumno puede suceder también que Juan vea a alguien en quien reconoce el rostro de algún personaje. A Lisímaco, por ejemplo, que interpretaba a Jesús en Semana Santa y que dejó en sus hijas y nietas clavada esa espinita de la actuación. Cuando él interpretaba al nazareno martirizado, su hija María Fernanda se lucía en el papel de ángel. Juan no olvida una proeza de ella en una de las obras que dirigió: «Con apenas cuatro años se aprendió un papel, sin saber leer ni escribir».

Esa circunstancia que le ocurre a Juan, de encontrarse por azar con quienes han sido parte de su elenco, revela en cierto modo la ventaja que tiene el ejercicio de las tablas en un pueblo: todos pueden ser actores, todos pueden ser público. Los papeles son intercambiables y un director hábil difícilmente caería en la escasez de protagonistas o tramoyeros o escenógrafos o estilistas o modistas.
Es como un contagio masivo que va dejando en los involucrados un gusto, una pasión, una avidez que no se apaga. Como la de Orlando Sinitavé, que actualmente se dedica a la construcción, pero en esa época dorada del teatro fue escenógrafo, y además de eso escribe poemas, talla madera y crea esculturas.
Sus hijas, Yorbany y Brisbanis, también fueron actrices durante años. En las conversaciones entre Juan y Orlando surgen los recuerdos, y la nostalgia, pero no hay tiempo perdido que lamentar. Juan ya no es el monitor de Teatro de Tarazá, pero sigue planeando actividades para los niños en la biblioteca, y Orlando encuentra el tiempo que necesita para escribir versos y tallar madera. No duda en mostrar las fotos de sus esculturas, pero sus poemas los guarda con recelo, difícilmente los deja leer. Si llegara a atreverse mostraría una estrofa en la que despunta el día, llena de brisas frescas y hombres que se cuentan historias para recordar que fueron niños. Pero es mejor no obligar a un poeta a mostrar sus versos cuando los prefiere secretos, solo basta con saber que en ese poema que Orlando oculta en Tarazá hay amistad y es un pueblo en calma.