Los cantos de La Capilla
A los niños de La Capilla les daba miedo hablar con desconocidos. Cuando Carlos Mario Guerrero Delgado llegó a esta vereda de El Bagre, ubicada en el corregimiento de Puerto López, para dar sus primeras clases de música y canto, lo primero que notó «fue ese temor grandísimo, les daba miedo hasta decir el nombre». Empezó a vencer la resistencia con juegos y, con la constancia de sus visitas, se ganó el cariño de sus alumnos.
Cada semana se repite esta imagen: el profesor Carlos llegando a la vereda con uno de sus habitantes y una mula que carga sobre el lomo 40 sillas de plástico. Mientras dispone los instrumentos y el auditorio improvisado en el monte, van llegando niños, niñas y adolescentes para ensayar su próximo concierto. Si se aproxima la Navidad, cantan un repertorio en el que no falta el Burrito sabanero o Carta al viento: «Voy a mandar una carta al viento, para que sepa que estoy contento», tararean.

Las clases de música empezaron por una idea de Servio Ursola, un reconocido líder de la vereda que se salvó de una masacre paramilitar en El Bagre y apoya a las personas de la comunidad en procesos de restitución de derechos humanos. También quiso ayudar a los niños y llamó a su amigo Mirshan Mendoza para que fuera a tocar guitarra y compartir canciones.
Mirshan quizás vio su propia historia en esos niños que se encontró en La Capilla. Nació en Puerto López y en 1999 su familia fue desplazada por los paramilitares. Compartió con su hermano un rencor extremo y quiso buscar venganza en las filas del ejército opuesto. Empezó su entrenamiento en la escuela del monte, empuñó armas pero no alcanzó a entrar nunca en combate. «Alguien nos dijo una vez que si teníamos sueños podíamos ayudar a ganar la guerra del país preparándonos. De todos los que estábamos, cuatro desertamos».
Mirshan desahogó el dolor y el rencor escribiendo canciones. Recuerda que un profesor, Rafael Gaviria, lo escuchó cantando y lo animó a continuar. Por eso Mirshan no dudó en animar a los niños de La Capilla después de su primer encuentro. Al lado de Servio creó la Corporación Gente y Bosques para buscar recursos y mantener esa formación musical de la que también participa el profesor Carlos.
En los niños que asisten a las clases florecen otros sueños encadenados a la música que cantan.
Andrés Díaz, de 16 años, imagina su futuro de arquitecto. No le falta habilidad para lograrlo. Las miniaturas de retroexcavadoras, tractores, helicópteros, buldóceres y camiones que talla en balso son pruebas de su destreza, también del rigor, el cuidado de los pequeños detalles, la precisión para ensamblar piezas. Su afición es alimentada por sus padres, que le consiguen los materiales: la pegaloca, el papel lija. Andrés se adentra en el monte y vuelve cargando al hombro un costal lleno de balso, madera conocida por su flexibilidad y ligereza.
«Un día me entusiasmé porque en la casa no tenía nada qué hacer. Como mandaron maquinaria a arreglar la carretera, me gustó mucho ver esa máquina tan grande y empecé a hacer carritos de palo de balso y después ingenié más el cerebro, hice un buldócer», cuenta Andrés, quien le ha sumado a su flota una buena cantidad de aviones y tractomulas.

Stiven Toro, de trece años, también acude a los encuentros semanales de la corporación. Mientras su amigo Andrés se convierte en un diestro tallador, él se forja como un precoz líder ambiental. Creó un colectivo llamado Los Piragüeros, conformado por veinte niñas y niños que protegen a los animales de la zona: chigüiros y tortugas que suelen ser las presas de los cazadores. También organizan brigadas de limpieza: recogen la basura de la carretera y evitan que los ríos sean contaminados. Tanto la música como el cuidado del medio ambiente son una forma de resistencia: «Nosotros le decimos no a la violencia, hablamos de derechos humanos porque es para toditicas las personas y hay que respetar. Quiero que esta vereda sea ejemplar, me sueño que haya secundaria para poder estudiar, que hubiera más amor al medio ambiente para protegerlo».
Puede que en los rostros de estos niños Mirshan Mendoza esté viendo el de sus amigos, aquellos que no pudieron evadir el cerco de la guerra. «Si mis parceros hubieran tenido la misma oportunidad, hoy estarían vivos. Como el Chivo, como el Negro, como el Mono, todos esos pelados líderes a los que no les quedó más remedio que agarrar un arma, volverse lo que se volvieron y que hoy ya no existen», dice Mirshan delatando su esperanza de que, con suerte y el trabajo de profesores, músicos y artistas esas historias no tengan que vivirla los niños de La Capilla. Ellos tienen sus guitarras y una poderosa voz para cantarle a la vida.
Hilanderos de oro
En el Bajo Cauca el oro brota de la tierra como de un manantial y El Bagre es uno de los pueblos que más produce este mineral precioso. Tal abundancia ejerce un magnetismo irresistible: a la zona han llegado las multinacionales a ejercer su extracción titánica, también los artesanos que barequean en los ríos desde hace generaciones y no faltan los ilegales que encienden sus dragas clandestinamente. Pero no todos los errantes que se mueven por el oro tienen esa sed, esa fiebre. Están los artesanos que aprendieron la orfebrería de sus padres y se regaron por las rutas que marcaban los grandes ríos esparciendo el arte que aprendieron cuando niños.
Así llegó José David Amarís Peinado a El Bagre, hace más de cuarenta años. Sus abuelos, su madre, su padre, se dedicaban al oficio. Su pueblo natal, Mompox, estaba dividido entre la calle arriba, donde la gente se dedicaba a la ebanistería, y la calle abajo, donde habitaban los orfebres. José David era un niño de calle abajo y cuando tuvo edad para aprender recibió la primera lección, literalmente, un bautizo de fuego.
Le asignaron la tarea de mezclar agua en una palangana hasta dejarla espesa. Bajo el sol abrasador, el niño no abandonó su tarea imposible. «Ahí demoraba uno medio día y cuando ya lo veían todo sudado a uno le decían que viniera, que eso era para ver si uno tenía paciencia; de eso se trata este oficio, de paciencia, de curiosidad, de creación».
Así empezó José David a aprender el oficio de sus padres y especialmente aquel por el que Mompox es ilustre entre los joyeros, el arte minucioso de la filigrana.
En su afán juvenil de buscar aventuras, el orfebre novato se fue de su pueblo natal y llegó a El Bagre, donde el oro abundaba. De allí no se ha movido y todavía en sus años crepusculares sigue estirando los hilos de oro hasta dejarlos con el grueso de un cabello para tejer las magníficas alhajas que se venden en la Joyería El Triunfo.
Freddy Padilla acompaña a José David en su oficio. Su padre también era de Mompox y él fue el único de cuatro hermanos que tuvo la paciencia para aprender el arte. «Crecí viendo trabajar a mi papá; desde los diez años empecé a molestar con esto y ya tengo 48».

En el arte de Freddy y José David subyace una paradoja. Convierten pepitas y polvo de oro en largos hilos y sólidas láminas para tejer cadenas, crear aretes, engastar piedras preciosas sobre imponentes anillos, pero estos símbolos de fortuna no necesariamente dejan algo de riqueza en sus bolsillos. Los encargos no abundan y el oro es cada vez más vigilado y perseguido por las autoridades.
Los orfebres ejercen un arte de leyenda que se transmite entre generaciones. La herencia que los abuelos de José David y Freddy les transmitieron a sus padres, el legado que ellos durante años han conservado en el oficio diario de sus manos, está perdiendo brillo.
Un país para jugar con la nieve
Daniel Chacón Marís soñó con pisar algún día las tierras de los reyes acordeoneros. Se veía encima de las tarimas dándoles a las teclas y los botones de su fuelle como si estuviera compitiendo con el diablo, como una leyenda. Empezó el aprendizaje del instrumento desde muy niño. Su padre también tocaba el acordeón y Daniel fue alumno dedicado. Cada día era un nuevo pulir de la técnica, un tramo que avanzaba en la materialización de sus ilusiones.
Hace veinte años llegó a El Bagre, dos décadas que ha invertido en enseñar las técnicas de un instrumento que suele ser asociado solamente con los pueblos de la costa. Para Daniel, El Bagre también es litoral. El pueblo se levanta justo donde confluyen los ríos Nechí y Bagre, los hilos de agua que bajan de las montañas ganan caudal y fuerza para conectarse con el Cauca y ser llevados hasta las ciénagas extensas que el Magdalena deja a su paso. El Bagre también es costa porque los juglares que se han formado en la Casa de la Cultura ven a los habitantes de Ayapel, Valledupar, Barranquilla y Cartagena, a los pobladores de Villanueva, en La Guajira, donde termina el Festival Francisco El Hombre, y a los de Segovia, Antioquia, el pueblo en el que empieza, como sus hermanos. La música vallenata genera esa fraternidad.
El Festival Vallenato que se realiza en el pueblo ha ganado prestigio entre los juglares de las grandes ligas, los que se presentan en las efervescentes tarimas de Valledupar. Niños y jóvenes que han pasado por las aulas de Daniel se han presentado en diversos certámenes de la región. En diecisiete años que lleva dedicado a ser maestro, ha visto a muchos de sus alumnos triunfar como acordeoneros, decidir para sus vidas el rumbo de la música.
Junto a algunos de ellos fue que cumplió su sueño de interpretar su música del alma sobre un escenario idealizado como el del Festival de la Leyenda Vallenata, en Valledupar. Fue en el certamen de 2018, se presentó con otros músicos de El Bagre a la categoría de agrupación completa, una de las más reñidas, donde compiten músicos de larga tradición. El desafío no le quedó grande, frente a más de veinte mil personas le sacó candela a su acordeón y logró el tercer premio del festival. Tras bambalinas, en la conversación con músicos de las agrupaciones con las que competía, se dijeron que cualquiera de las bandas merecía el primer lugar.

Ese tercer lugar fue un triunfo para Daniel y los músicos que lo acompañaron. Regresaron a El Bagre con el ánimo triunfal de una delegación olímpica. Él no duda que, aferrado a su acordeón, seguirá cumpliendo sus sueños, por irreales que parezcan.
Uno que se tiene guardado es el de visitar un país con las cuatro estaciones, quiere conocer la nieve, enterrar sus manos en el frío. Un alumno que se fue del país le ha escrito contándole que en su nación adoptiva existe el invierno y Daniel solo espera el momento justo para ir a visitarlo. No se puede imaginar a Daniel en ese viaje separado de su instrumento, y de la asociación acordeón-nieve que surge de ese sueño, se podría pensar en una escena del realismo mágico en la que un acordeonero de El Bagre, Antioquia, hace que su fuelle musical respire sobre el hielo que lo rodea todos los calores costeros que ha acumulado en tantos años de cantar y cantar.