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Caucasia, la identidad anfibia

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Caucasia, la identidad anfibia
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Facundo en la corriente

Si las aguas del Cauca corrieran hacia atrás, regresando en el tiempo, traerían consigo la multitud de canoas, piraguas, planchones, lanchas y pangas que las han transitado a lo largo de las generaciones, devolviendo el espectáculo de una gran avenida acuática galopada por pescadores, barequeros, comerciantes de madera, músicos, campesinos, vendedores de variedades, orfebres errantes, nómadas del río que se iban quedando en las riberas de aspecto más fértil para sentar los cimientos de caseríos que después se convertían en los pueblos, tan efervescentes como Caucasia. Al abrigo de un paisaje similar vino al mundo Facundo, sembrador de olvidos.

El apelativo por el que todo el mundo lo conoce ya se adhirió a él como una contundente capa de identidad que supera la de su verdadero nombre, Dagoberto Masón Meléndez. No, ese que figura en su registro de nacimiento, en su cédula o en los diplomas que dan fe de sus estudios no alcanza a contener la leyenda real que, en cambio, Facundo sí alberga en sus ventosas sílabas. Solo Facundo, sembrador de olvidos, pudo nacer una mañana o una noche de 1949 a bordo de la lancha La Argentina, mientras su madre, adolorida por las contracciones del parto, viajaba entre Guacamayal y Caucasia. Como nació sobre el río no puede desprenderse de él. Todos los días acude a sus orillas para mirar las aguas, dejarse llevar la mirada en la corriente, asistir al nacimiento de las palabras mientras ve transcurrir las faenas ininterrumpidas de los ribereños.

Solo Facundo, también, podría lucir esos atuendos fantásticos que lo caracterizan, parece vestido con el plumaje de las aves. Sí, digamos, para bien de su leyenda, que una tarde tan incierta como la fecha de su cumpleaños —Facundo se la reserva como secreto de Estado— quizás un remolino de guacamayas, esmeraldales, garzas, perdices coloradas, guacharacas, golondrinas aliblancas y caciques candela, dejó caer sobre sobre sus camisas, sus gorros tejidos y sus alpargatas de tela un rocío de colores. Aunque esta explicación de fábula no supera la que él mismo tiene para el origen de su vestuario. La corriente de la memoria devuelve a Facundo hasta sus ancestros africanos. Imagina que tal vez algún «eslabón perdido de su hermandad», como le dijo alguna vez a un periodista, se vistió como él y dejó «ese legado impregnado en mis venas, en mi sangre, el sabor de los negros». Esa corriente en la que está embarcado Facundo no se detiene en su envoltura exterior, al contrario, lo envuelve y lo penetra hasta lo más íntimo porque lo encadena a su padre, Eusebio Masón Caballero, conocido como el trovador del Bajo Cauca, de quién Facundo heredó la destreza de enlazar las palabras para convertir su música en historias. Pero para entender esto es mejor escuchar cómo Facundo se deja llevar por la crecida de sus palabras:

«Yo pertenezco a la raíz de mis ancestros negros y siempre me he hecho la pregunta: “No joda, ¿yo qué tanto tengo de mis abuelos y mis abuelas y de mis tatarabuelos? ¿Quién sería el loco que me sembró la semillita de la locura?”. Nos robaron todo, nos arrancaron la piel, despedazaron la ilusión, incluso cortaron nuestro cordón umbilical trayéndonos a otras tierras, nos separaron de nuestras familias y, a pesar de que veníamos tantos negros en los barcos negreros, no podíamos comunicarnos, veníamos de comunidades diferentes, en el lenguaje estábamos embolatados. Entonces yo digo: a pesar de que me robaron eso, jamás pudieron ni podrán arrebatarme este hermoso tambor negro azul petróleo que cargo dentro de mi pecho y que cada segundo infinitesimal, hasta el día de mi muerte, estará tamborileando por mi raza, por mi fe y mi esperanza».

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Facundo, cuando habla, se arroja al ímpetu del lenguaje. No cabe duda de que lo mantiene cuando escribe sus cuentos y poemas. En un video sobre él, publicado en internet, se deja ver en su espacio de trabajo, rodeado de libros y papeles, tecleando en una pequeña máquina de escribir como si quisiera volcar sobre el papel esos tuntunes del tambor que lleva en el pecho. Así surgieron los cuentos costumbristas de sus libros Playones de luz y Qué vaina, mi país, qué vaina. También los poemas de la colección Los escalones de la soledad, una escritura a golpe de tambor que le contagiaba a sus alumnos de la Institución Educativa Santa Teresita y que se nutría de sus conversaciones al calor del café con los campesinos de las veredas, cuando fue maestro rural.

Aunque se retiró de la docencia, a Facundo no lo abandona la vocación. Uno se pregunta entonces por qué sembrador de olvidos si por la vitalidad que irradia es tan difícil desprenderse de su recuerdo, si con su grupo Palabrario de Río sigue enseñando el amor por el lenguaje y la poesía; por qué sembrador de olvidos si lo que ha hecho Facundo es abonar la memoria con sus historias, con su amor por el río, su asombro por esa identidad anfibia en la que pescadores, campesinos o mineros tienen sus propios gritos matutinos que son como cantos con los que cada grupo se distingue. No parece justo llamarse sembrador de olvidos cuando Facundo no deja de recordar a «las cantidades de juglares que vivieron en estos pueblos de río».

A Facundo a veces se lo lleva la corriente hacia adelante y se encuentra con la muerte. Será a la orilla del río porque, dice, fue a la orilla del río que firmó su pacto con ella, cuando nació, y le importará «un reverendo carajo porque este pellejo es prestado». No imagina Facundo para ese día ni una placa ni una lápida con su nombre, solo quisiera que alguien dijera de él: «Fue un hombre del río y en el río se quedó». «Viajaré con mis iguales en el río de la eternidad. Allá no debe haber violencia ni extorsiones, no hay cruces ni manchones de sangre. Debe ser un río hermoso, no lo he soñado pero lo voy a vivir».

Solo entonces, quizás, su nombre de sembrador de olvidos adquirirá sentido. Porque esa historia oficial y con mayúsculas que escriben las naciones —son sus palabras— construye la verdad montada sobre caballitos de acero para que la verdad desaparezca. «Mientras siembro olvidos, el negro este y sus palabras se van a quedar por ahí y algún día el viento las devolverá como un búmeran».

Con la gaita en las venas

En verano, la carretera que conduce del casco urbano de Caucasia hacia la hacienda La Uribe permite que el trayecto no sea tortuoso. A bordo de su motocicleta, Luis Bertel debe sortear uno que otro charco y el polvo que se levanta en el camino no alcanza a ser tan espeso como para ensombrecer un extenso paisaje de tierras fértiles en las que crecen arroz, plátanos, matas de yuca, maíz, palos de mango, caña de azúcar y árboles nativos.

La hacienda, en el pasado, era territorio de pastoreo para las reses. También una zona asociada al conflicto armado, peligrosa, custodiada por grupos al margen de la ley, protagonista en ocasiones de noticias de masacres y desplazamientos. Ciertamente no es un pasado lejano pero los cultivos que han crecido y rotado en las parcelas desde entonces han dejado atrás tanta violencia. «La Uribe era una hacienda ganadera, pero de un momento a otro cayó en extinción de dominio y fue repartida a asociaciones de campesinos. Nosotros adquirimos un pedazo de tierra que tenemos produciendo arroz al cien por ciento». El nosotros se refiere a Luis, a su padre y a sus hermanos.

A la parcela que le corresponde, Luis Enrique Bertel Restrepo, de 33 años, le dedica jornadas largas que le exigen el cuidado de un cirujano. El arroz que cultiva demanda una atención exhaustiva. Mucho madrugar diario para librarlo de plagas y malezas. Erradicar gusanos, estar atento al brote de las espigas. Cualquier descuido estropearía el trabajo de meses.

Las jornadas son extenuantes, sucesivas, pero no tienen nada de monótonas. Se animan con las conversaciones entre vecinos. Con Hernán, un campesino que vive a menos de diez metros de su cultivo de patilla, Luis puede cruzar palabras sobre semillas, sobre los tiempos de cosecha, sobre las exigencias de la patilla, una fruta que demanda de sus cuidadores que vivan siempre cerca para protegerla de iguanas y ladrones. Aunque más allá de las conversaciones y de las delicias del paisaje, a Luis lo que le alegra los días es la música que siempre lo acompaña o, para ser más precisos, la música de pitos y tambores que lleva dentro.

Él explica que la música se lleva muy bien con la agricultura. No es difícil seguir su idea pues el canto de las aves de la zona, el picoteo, algún esporádico croar de ranas, el chapoteo de criaturas acuáticas y el ulular de variados insectos les hacen fondo a sus palabras. «Para nadie es un secreto que cuando uno está en el campo se inspira, uno canta, se le vienen canciones a la cabeza, quizá un ritmo de una melodía y eso luego se plasma en una gaita, en un tambor o en una letra».

A la mente de Luis pueden acudir, por ejemplo, las canciones de sus amigos. Compositores, cantores y gaiteros que ha conocido desde que empezó a formar parte del grupo Gaiteros del Bajo Cauca. Recuerda la canción Pueblo bendito, de su amigo Jaider Blanco, oriundo de Ovejas, Sucre, cuya letra es el reflejo de esa unión entre la música y la tierra: «En mis manos traigo la herencia / que mi raza un día me dejó, / enamorarse de mi tierra, / es la esencia de lo que soy. / Son semillas que siempre germinan / en el campo aunque árido esté, / jornaleando me gano la vida, / andariego yo siempre seré».

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Para Luis, ese pueblo bendito del que habla esa canción también puede ser Caucasia, por su tierra fértil, por la abundancia que viene del río. «Es muy difícil, viviendo al lado del Cauca, acostarse sin comer. Si en tu casa tienes una mata de plátano o yuca, puedes ir al río, coger un pescadito y hacerte un viudo sabroso. Es un gusto que no todo el mundo se puede dar».

Otro gusto que no todo el mundo se puede dar es el de vivir en una región donde existe tal confluencia de ritmos, músicas y culturas.

Por pertenecer a Gaiteros del Bajo Cauca, Luis se ha convertido en un andariego como el de la canción. Los seis integrantes del grupo han estado en muchas tarimas y recorrido muchas poblaciones de la zona. Han concursado en los festivales de gaitas más importantes del país, en San Jacinto, Bolívar, y Ovejas, Sucre. También han llevado su espectáculo a San Roque, Planeta Rica, La Apartada, Tarazá, Buena Vista, pueblos de Córdoba y Antioquia entre los que no existen fronteras, entre los que se comparten palabras, acentos, ritmos, platos y calores.

Desde que era un niño, Luis soñó con tocar la gaita corta. No le falta el orgullo para declarar que, de 32 años de vida, le ha dedicado 17 a los pitos y los tambores, con algunos recesos forzados por la obligación de trabajar. Aunque durante los últimos cinco años no ha dejado que la música tenga pausas en su vida. Ese es el tiempo que lleva conformado el grupo Gaiteros del Bajo Cauca, con el que viaja a representar a la subregión en fiestas y festivales. Luis no duda en atribuirle a su grupo semejante responsabilidad: «No solo representamos a Caucasia, sino a tantos pueblos cercanos. Hablamos del Bajo Cauca antioqueño, donde somos miles de personas».

Es en un cuarto pequeño de la Casa de la Cultura de Caucasia donde el grupo se reúne para ensayar. Luis canta y toca la gaita corta. Andrés sopla en la gaita larga. Un tambor y una tambora marcan el ritmo de cumbias, pullas, porros o merengues. En el interior de las maracas suenan las semillas que la preñan. Las paredes del cuarto retumban como si bailaran, es música que estremece la piel y que bombea en las arterias de sus intérpretes.

«La música de gaita se lleva en la sangre, es un sentimiento que siempre va a estar allí», dice Luis con el énfasis de quien proclama el credo de toda una legión. Ese sentimiento es el que les pone a las canciones, las que componen sus amigos y él se da el gusto de entonar como si en ello le fuera la vida.

En un canto de versos breves, Luis resume ese modo suyo de estar enamorado: «Mi cumbia qué llama eterna, / es una cumbia que nunca envejece, / cuando mueve las caderas, / el alma se me estremece».

Primero se aprende a bailar

Si el poeta de Caucasia, Facundo sembrador de sombras, ve a alguien bailando a trompicones, sin ritmo, pisando a su pareja, perdido en los compases acelerados de la música del Caribe que vibra en las noches del Bajo Cauca, deja salir de su boca desenfrenada esta burla: «¡Jum! ¡A ese no le bailaron ni el purrundero!». Decir eso es como señalar a quien no creció en ese límite entre la montaña y la costa que es el Bajo Cauca, donde la música se aprende desde la cuna y no se sabe si los bebés patalean por sus berrinches o porque desde ya están ensayando los saltos y los tumbaos que darán cuando puedan sostenerse en pie.

Dice Facundo que las abuelas, desde Caucasia hasta Mompox, eran las responsables de enseñar el baile con el purrundeo. Sentaban a los bebés en sus piernas, les tomaban sus manitas y los movían, zarandeaban y agitaban con saltos ininterrumpidos mientras cantaban dulcemente: «Purrundero, purrundero. Tu mamá te parió un cuero, sin camisa y sin…». La letra se extendía según la habilidad de improvisación de cada abuela y lo que quedaba en los bebés seguramente era un temblor interno de gozo y vértigo, el mismo que parece surgir a flor de piel cuando dan sus primeros pasos.

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La mejor manera de comprobar que la danza está enredada en los huesos de la gente del Bajo Cauca es visitar una academia de baile como Afrodans. Su oferta de clases cubre casi todas las edades. Hay bebés entrenándose en los primeros pinitos del ballet. Niñas y niños que aprenden las bases de los bailes folclóricos. Adultos que incursionan en los enloquecidos ritmos urbanos. Adolescentes que en un día de entrenamiento pueden transitar del mapalé a la champeta, de la puya al reguetón.

Miriam Romero Lozano fundó la academia en 2018. Había estudiado danza en Medellín y cuando volvió a Caucasia conoció a Daniel Bolaños bailando. Se hicieron amigos y él la animó para que formaran un grupo de calle. Nada muy formal. Al poco tiempo, ella quiso un cambio y convocó a una de sus compañeras para formar la academia. Daniel también se les unió y, juntando dineros de aquí y de allá, lograron alquilar un local amplio. Desde entonces Afrodans ha atravesado las etapas que comúnmente enfrentan los proyectos artísticos en una región como el Bajo Cauca: constante amenaza de quiebra, un público que llega a cuentagotas, recibos que se acumulan y vencen, un arriendo que no deja de contar mes a mes, una mudanza a un local más pequeño. También, por supuesto, ha vivido las satisfacciones que no dejan de florecer a pesar de las dificultades. Niños y niñas que se acercan con sus padres entusiasmados por aprender a bailar. Talentos que se descubren al azar y alimentan los sueños de destacarse en escenarios y concursos. Una compañía de baile que va fortaleciendo sus vínculos con cada presentación y a la que cada aplauso emanado de las multitudes le inyecta la energía necesaria para seguir.

Una historia similar puede contarla Ricardo Racero, de la academia de danza Ritmo Candente. Desde que tenía nueve años se enroló en los grupos de la Casa de la Cultura y a sus veintiocho años no ha dejado de bailar ni de enseñar lo que sabe. Ha sido monitor vinculado con la Alcaldía, pero en 2014 quiso fundar una academia independiente que hoy cuenta con varios elencos de jóvenes y adultos que se mueven por diversos municipios del país participando en festivales y concursos.

Afrodans y Ritmo Candente comparten la fortuna de reclutar a niñas y niños nacidos para bailar. Los instructores son juiciosos planificando coreografías, exigiendo la precisión de los pasos, mostrando las bases de cada ritmo, aunque a sus alumnos parece bastarles el contacto de la piel con la música. Y es que viendo sus movimientos, la música parece una experiencia más táctil que auditiva. Esta destreza del cuerpo podría atribuirse, en palabras de Racero, a la privilegiada ubicación geográfica del municipio: «Tenemos costumbres costeñas y paisas. Las danzas son del Caribe y de Antioquia. Podemos bailar los ritmos de la costa como mapalé, puyas, garabatos, tambora y cumbias; y también las danzas de Antioquia como pasillos y bambucos. Tanta danza es lo que nos hace ricos».

Por: Lina Zapata, Diego Agudelo