II
Lucas trabajaba concentrado en un complicado diseño de movimientos cuando el rugido de un monstruo de mil cabezas hizo vibrar los vidrios y removió el piso del apartamento. Se paró asustado, fue a la ventana y se encontró con balcones y ventanas atiborrados de gente exaltada, gritando, abrazándose. Algo así solo había ocurrido cuando el equipo regional League of Legends ganó el campeonato nacional. Pero no era temporada de League of Legends. En segundos su móvil se llenó de mensajes de amigos, conocidos e incluso de gente con la que no hablaba hacía mucho: la pandemia había sido por fin controlada. A partir del día siguiente, después de veinte años, la gente podía salir a la calle.
Acordaron temerosos su primera cita en medio de las nuevas circunstancias. Ella planteó que se encontraran en un café del centro de la ciudad que había sido tradicional en los tiempos previos a la pandemia y cuyo dueño había reabierto con bombos y platillos. Él contestó que sí, pero al momento se arrepintió. Luego de un silencio Lucía cambió de opinión y propuso que mejor se juntaran en la casa de ella. Lucas descansó. La idea de encontrarse expuestos completamente uno al otro y los dos al mundo lo había llenado de pánico.
El viaje a la casa de ella fue su primera salida, si descontamos una que otra vuelta por los alrededores del barrio, de las que regresaba apurado e inquieto. Así que el trayecto de más diez cuadras hasta la parada del bus, pasando por calles que recordaba vagamente de la infancia y cruzando una gran avenida como las de los videojuegos pero con vehículos reales que pasaban raudos amenazando la única vida con la que había sido dotado, fue el ingreso abrupto al portal de un universo apabullante.
El espectáculo de tanta gente desplazándose por las calles lo aterrorizó en un primer momento. Pero se tranquilizó al notar que todos parecían tener la misma sensación de él. Avanzaban lentos, los cuerpos constreñidos, incómodos con una amplitud de espacio en la que aún no creían caber. En la parada del bus la gente tomaba distancia y muy rara vez una persona se dirigía a otra. Cuando el vehículo se detuvo y se agarró de la manija para subir, sintió el frío del metal; pensó que muchas manos antes que la suya habían agarrado ese tubo e imaginó al virus entrando en su piel y diseminándose por el cuerpo. Caminó por el corredor central entre un montón de personas tan cercanas unas de otras como solo había visto en las películas o en algunas pesadillas. Avanzó buscando un puesto para sentarse entre el denso vaho de los cuerpos y los olores mezclados de la humanidad, y pensó que lo que la gente de antes de la pandemia llamaba vida real era en esencia una sensación opresiva.
Cuando la puerta se abrió y vio aparecer a Lucía con un overol ancho de cargaderas y un atomizador en la mano, le pareció menos pálida y más bajita. Ella lo saludó con un brillo en los ojos pero sin dejar de guardar la distancia. Le pidió que se quitara la ropa y la dejara en una canasta junto a la entrada. Desnudo, lo asperjó rápidamente con el atomizador, le pasó una bata y le pidió que fuera a lavarse las manos. Camino al baño Lucas vio el techo tantas veces visto y comprobó que era más alto y tenía telarañas en los ángulos con algunas paredes; descubrió un insospechado patiecito con materas y observó una humedad en el muro de la sala. Tuvo la sensación de estar dentro de una versión modificada del apartamento verdadero. Al salir del baño se encontraron de frente y permanecieron quietos; vacilantes, se tomaron las manos y se tantearon los antebrazos y los hombros. Luego, abruptamente, se abrazaron. Lucas sintió que ese acto tantas veces realizado en la imaginación era un poco excesivo en su versión palpable. Incluía una especie de excedente innecesario que deterioraba la condición sublime de la idea original. En la expresión de ella vio una desazón a medias, como una molestia que no se aceptara aún como tal por falta de información. Se soltaron tan abruptamente como se habían abrazado y fueron a sentarse.
El comienzo de la conversación fue dificultoso, las palabras torpes e imprecisas, como si se estuvieran volviendo a conocer. Lucas habló de lo que había visto en el trayecto y ella de los ruidos de la calle que entraban por las ventanas, luego hicieron comentarios generales sobre noticias de actualidad; pero a medida que la atención de ambos se concentró en temas ajenos a la presencia inmediata del otro, se sintieron más cómodos. Recobrada la cercanía por el camino del distanciamiento la charla fue tornándose íntima y los llevó al primer beso físico. Era el primer beso de ese tipo que Lucas daba en la vida. Se esforzó por ignorar la molestia de otra boca invadiendo la suya y el embarazo de las lenguas desorientadas, y se dio ánimos con la idea de que algo de verdadero debía haber en ese acto para que la humanidad anterior a la pandemia lo hubiera erigido como símbolo del amor apasionado, hasta el punto de heredárselo a las generaciones posteriores como un mandato. Ella participó en el beso con movimientos precisos y periódicos de labios y lengua, tal vez siguiendo al pie de la letra instrucciones de un tutorial, con una atención metódica que parecía protegerla de la experiencia.
El instinto o la curiosidad o la esperanza los llevó a prolongar los besos y estos derivaron en caricias intensas y profusas que estimularon acciones cada vez más complejas hasta llegar a maniobras tan dispendiosas como la de quitarse la ropa; luego fue el contacto extremo de los cuerpos, que Lucas experimentó como una versión biológica del acto tantas veces vivido en la pantalla, pero cargado de saliva, olores, roces de la materia, vahos y estertores; estímulos tan excesivamente verdaderos que rayaban en lo artificial.
Luego permanecieron un rato en la cama, bebieron una cerveza a sorbos silenciosos y cuando empezaba a oscurecer ella se puso de pie y lo despidió. Había algo incompleto en su sonrisa. Sin embargo ninguno de los dos dijo nada.
El segundo encuentro se acordó en el apartamento de él. Lucía llegó con una botella de vino y un vestido de tela vaporosa y a él le pareció que había crecido un poco; no tanto como para alcanzar la estatura de los encuentros en pantalla pero sí bastante para hacerla un poco más alta que en el encuentro anterior. Había decidido que las cosas se hicieran de un modo distinto y esta vez evitó los rituales de la asepsia recordando en voz alta que la enfermedad había sido totalmente controlada. Ella aceptó sin mucho convencimiento y se dejó llevar hasta la sala, previamente acondicionada alrededor del computador, donde él propuso que charlaran mientras jugaban una partida de Final Fantasy XXV. La estrategia relajó el ambiente y creó una atmósfera liviana en la que hablaron, bebieron, jugaron y hasta se besaron físicamente sin la sensación de estarse tocando. Pero de cualquier manera las repercusiones de la presencia material eran inevitables. Cuando Lucas se paraba a la cocina o iba a otra habitación por algo que había olvidado no dejaba de sentir pegado al suyo el cuerpo de la chica que permanecía inmóvil en el sofá.
Fueron a la cama con una mezcla de temor y esperanza. Pero las incomodidades no solo persistieron sino que adquirieron un carácter más profundo. Esta vez Lucas sintió con claridad cómo el deseo abstracto e inabarcable era obligado a reducirse, pasado por un ínfimo embudo, para poder caber en la dimensión de los cuerpos concretos. Una voluptuosidad con bordes que en vez de engrandecerlo lo hizo sentir más estrecho.
Más tarde, cuando habló de eso, Lucía lo escuchó asintiendo con los ojos abiertos y, deshecho el nudo que la había estado atorando, se soltó a describir con pormenores sus propias sensaciones, similares a las de Lucas pero redimensionadas por el terror profundo de sentirse en contacto permanente con materia infectada.