El periodista y escritor Esteban Duperly dejó su vida en la ciudad para retirarse del ruido y concentrarse en la escritura de su segunda novela. La cuarentena lo llevó a un silencio total e inesperado, lejos de todo lo que hasta entonces sentía suyo. Este es un relato de los pensamientos de un hombre por un retiro deseado que se convirtió en forzado.
Las crónicas del aguacate - Abril 23
01 de Diciembre 2020
Sucedió algo: el aguacatico se cayó. Los últimos tres días ha llovido duro: agua abundante en forma de goteras largas y afiladas, o gordas y ovales. Ha caído a cualquier hora. En la noche, en la madrugada, en las tardes ha caído la lluvia. A veces incesantemente, otras como un chubasco tras el cual sale el sol. Pero, a la larga, las nubes vuelven a cargarse y se desgaja el aguacero, una vez más. También ha soplado el viento en ráfagas. Y todo eso terminó por quebrar y arrancar algunas ramas de los árboles, y en ellas se fue el aguacatico al que le hacía seguimiento y que día a día crecía un tanto. Se malogró la frutica, pues.
¿Se lamenta el árbol? No podría saberlo. Las maneras del reino vegetal nos resultan muy desconcertantes a los humanos porque no son aparentes. Es decir: un árbol no gesticula, no se dobla de dolor, no llora. O por lo menos no nos parece que lo haga. Aunque hace algún tiempo leí que, en los bosques, los sistemas radiculares están unidos y entre los individuos hay comunicación. Comunicación en la que ayudan los hongos, porque las civilizaciones fungi bajo tierra parecen transportar de raíz a raíz señales eléctricas con mensajes como, por ejemplo, peligro.
Entonces: ¿le dolió al árbol de aguacates del solar cuando el agua cayó y, fuerte y violenta, arrancó la rama? ¿Le guarda rencor al aguacero? ¿Hubo mala intención en el viento que dobló y partió la rama? Todas esas son suposiciones de humanos; en la naturaleza tal cosa no existe. El agua cae, el viento sopla, el árbol se quiebra, el fruto se cae, se malogra, se pudre sobre el suelo sin siquiera haber llegado a crecer y mucho menos a madurar, y en todo eso no hay un ápice de maquinación, de dolo, de maldad, y mucho menos de sentido de dominancia. Somos los sapiens los que llevamos a cabo todos esos procesos mentales y actuamos a partir de las emociones que nos suscitan. Y somos los sapiens los que pensamos que en nuestra especie hay más valor, que a nuestra especie no la puede castigar la madre naturaleza —que, de paso, también es una invención: la naturaleza no es una mamá: tal es nuestro sentido de orfandad—. No nos puede afectar, pues, decimos los humanos, la lluvia o el huracán. Y cuando eso sucede, significa una tragedia.
Que se sepa: a la naturaleza le es indiferente nuestro drama.
Con todo, no podría asegurar que el árbol no se lamenta —o lo que sea el equivalente en el reino vegetal— por la pérdida de aquel fruto tan caro para mí. Tal vez sí, tal vez en él exista un sentido de pérdida. Porque, además del mío, con las lluvias de la semana se perdieron muchos otros frutos. El que yo había estado observando no fue el único, pero de nuevo tiendo a pensar que justo el que yo había elegido era el más importante, que tenía más valor que todos los demás en la medida en que fue mi elección. Tal es mi soberbia.