La casa del vecino se estaba quemando. Las llamas habían consumido gran parte de la propiedad y todos los demás estábamos perplejos ante aquel drama. No teníamos ni idea de lo que teníamos que hacer. Parecíamos completamente hipnotizados por el fuego. ¿Cómo tal belleza podía ser la fuente de tanta destrucción?
De momento, papá, que era poco cuerdo, propuso sacar el fuego en cubetas. La idea me pareció absurda solo después de ejecutarla.
Cada uno de los presentes fue entonces en busca de una cubeta. Volvió el primero con la suya, la llenó de fuego y corrió rápidamente a sumergir el fuego en el charco, al que había que llegar cruzando un gran terreno de hierba seca.
Después se aventaron los demás. Uno a uno iban esperando su momento de irrumpir en la casa. Cuando mi turno llegó, no tuve que pensarlo mucho, tomé mi cubeta, la llené de fuego y eché a correr. Pero en medio del camino, aquella cubeta azul marino se resbaló de mis manos y cayó en el césped, que ahora se quemaba también.
Ese fue el momento en el que comprendí lo absurdo del procedimiento. No tenía sentido, no había una razón lógica en todo eso.
Quedé en medio de la casa y del charco, como un ser totalmente invisible para los que iban y venían. En la casa del vecino, el fuego estaba casi extinto. Del otro lado, aquel brote de agua no tenía huella de haber tan siquiera disminuido un poco.
Miré otra vez la casa y otra vez al charco. ¿Qué habría pasado si se hubiera producido a la inversa? Digo, llevar el agua hasta la casa. Se acabaría primero el agua, desde luego.
Divisé a lo lejos las últimas cubetas que iban a apagarse. Qué buena idea había tenido papá.
Para cuando desperté, no había humo, ni casa, ni vecinos. Solo yo en un cuarto piso, encerrada en una ciudad en cuarentena, cuya única cosa fuera de lo habitual era el sueño.