Empecé a doblar papel y pensé que lo más difícil era hacer que los pliegues quedaran perfectos y los bordes y las aristas se unieran en simetría geométrica e ideal. Sin embargo, como muchas cosas de la vida, la teoría es diferente de la práctica.
Empecé a doblar papel y pensé que lo más difícil era hacer que los pliegues quedaran perfectos y los bordes y las aristas se unieran en simetría geométrica e ideal. Sin embargo, como muchas cosas de la vida, la teoría es diferente de la práctica.
Doblar papel aunque tiene mucho de teórico (y de poético y simbólico), también tiene profundas enseñanzas que se producen en la medida en que los dedos se acoplan a la textura de la hoja, realizan los pliegues y trazan las líneas imaginarias que unen dos puntos, que dan forma y vida. Vale la pena preguntarse si el papel de por sí, sin dobleces y expuesto sobre la mesa, ya tiene vida propia, como si la vida fuese el potencial que hay en el tejido de filamentos microscópicos y no la forma de pliegues y repliegues resultante de la labor cariñosa y dulce que las manos ejercen sobre él.
Doblar puede parecer una tarea sencilla. Reflexionar un poco sobre esta acción nos conduce a conclusiones, perspicacias y juegos de palabras que, más que retarnos mentalmente durante un momento, pueden convertirse en un asunto vital, en una cuestión existencial y de salud, inclusive. Aunque bien podríamos reflexionar lo doblado, también nos sería posible flexionar lo redoblado, o replegar lo doblegado; y se nos haría inevitable convertir cada pliegue, cada movimiento en un ritmo, en un baile, en un sonido crepitante que se conjuga con el sudor de los dedos y el roce de las uñas y la piel con el papel, un juego musical único, como los geométricos copos de nieve, único como el temblor de las manos de la mañana, que es diferente al temblor de las manos de la noche y para nada comparable con el de la madrugada.
Este último es de crepitar intenso, de manos resecas, de vacilación, de temor y culpa, un ritmo musical diferenciable que desprecia la llegada del amanecer y añora con ansias intensas la oscuridad del sueño, la profundidad del descanso y el clímax del sosiego mental; donde la música y el silencio marcan el mismo compás y se conjugan en una melodía simétrica, equidistante e igualitaria. Pero no es así, incluso un ojo está más grande que el otro, ambos están abiertos en el momento en que el cuerpo solo quiere descansar. El más pequeño es el más reseco, el más rabioso, el que quiere agotarse a sí mismo, el que ya no tiene la intención de doblar el párpado, el que permanece enhiesto, extendido, sin dobleces, la noche, la madrugada, la mañana y el atardecer; solo se repliega treinta minutos luego del almuerzo y después vuelve a ser apertura y luz, esa forma de vida de puro potencial entretejido en los filamentos microscópicos. El otro ojo, el grande, el húmedo, el que aguarda con esperanza el descanso, parpadea como si la vida misma dependiera de doblarse a sí mismo, como si doblándose alcanzara la cúspide del sueño, una sonrisa de tranquilidad en el mundo onírico.
El papel se dobla sobre la mesa y mi cuerpo sobre la cama. Aunque son pliegues y texturas de papel diferentes, sobre ambos reside una intención prístina: alcanzar el vuelo del sueño con las alas de la mente y la creatividad. Un ave se aposenta sobre mí, la grulla. Animal venerado por antiguas culturas orientales de inmensas alas con las que logra volar durante largo tiempo abarcando muchos kilómetros de distancia en un solo viaje. Puede incluso volar desde temprano hasta la caída del sol. Y me atrevo a decir, si la grulla fuese un animal nocturno, volaría desde el crepúsculo hasta los primeros destellos del sol en el amanecer.
Mi cuerpo en la cama, al igual que el papel sobre la mesa, se mueve por ambos lados. Algunos pliegues se hunden en lo profundo, otros resaltan en la superficie, la técnica de elaboración especifica cómo debe ser cada uno de los pliegues, el preciso movimiento, la cantidad de centímetros y milímetros que van hacia la derecha o la izquierda, cuáles puntos se unen y cuáles se alejan. Es así como el potencial vital toma su propia forma: un cuerpo en decúbito prono no tendrá los brazos por debajo ni plegados en un ángulo de 270°, los brazos estarán extendidos y en posición descansada, al igual que los miembros inferiores, sin tensiones ni con los dedos del pie estirados como si quisieran señalar algo por fuera de la cama, en la pared del frente. La espalda, más que doblada, está replegada, encorvada, adolorida en los costados, como esos papeles que, de tanto doblar y desdoblar, han perdido su contextura y su tensión y no han logrado una forma específica y delineada. Así, poco a poco, el cuerpo extendido adquiere su propia forma doblegada que se reproduce en el transcurso de los días a luz del sol y se metamorfosea como un origami perpetuo en las noches de divagación y ensoñación.
Tomé la forma de la grulla, la que vuela del crepúsculo al amanecer. Mis brazos se transformaron en alas. Con mis nuevas extremidades era poco lo que podía agarrar y, sin embargo, fluía sobre el papel, flexionándolo, transformándolo en grullas, haciendo alas con mis alas, convirtiendo mi cama en nido de aves de largo aliento. Y esta es la forma en la que mi cuerpo se dobló por primera vez y se volvió a doblar muchísimas veces más. También doblé mis pensamientos y emociones, cada vez se hacían más pequeños y difíciles de doblar, y, sin embargo, más duros y asibles. El papel tiene la cualidad de hacerse duro o flexible, de soportar altas y prolongadas tensiones o ser el ejemplo vivo de la delicadeza y la fragilidad. Doblarse como la hoja y convertirse en el refuerzo de la más dura estructura, abrirse como la hoja y tener la delicadeza para que otros lleguen y plasmen sobre ti, y ser como el sabio que escucha. Doblarse y redoblarse hasta convertirse en la estabilidad del tamaño perfecto para lo que cojea. Doblar los párpados, unir las manos, plegar columna y pelvis en 90°, inclinar la cabeza 45°, separar las aristas de los pies y ser como un doblador doblado; en otras palabras, un flexionado que reflexiona sus grullas, o tal vez estas palabras sean más acordes (las que diría alguien que ha logrado descansar durante la noche y habla con coherencia e ilación bajo la luz del sol): una persona moldeada por la vida con el poder para enseñar a otros cómo desplegar las alas y alzar el vuelo.