7:00 a.m.
Voy de la cama al escritorio y comienzo a trabajar. Ocupo dos horas retroalimentando los trabajos recibidos. Desayunamos y luego tú emprendes tu escritura y yo me dedico a completar el trabajo iniciado el lunes: llamar una a una a los estudiantes de 8°1 para confirmar su accesibilidad a internet, sus números telefónicos y de WatsApp.
11:00 a.m.
Reunión general de docentes. El rector elogia la labor de todos durante la semana. El compromiso, haber logrado contacto con la mayoría de estudiantes. ¿Por qué la Secretaría de Educación no tiene en cuenta, como directriz institucional, el hambre que agobia a centenares de familias? ¿Cuándo comenzará a tener en cuenta, como principio sistémico, los contextos vitales de las personas y los barrios donde instaura sus instalaciones? El propio sistema educativo agota las fuerzas de sus funcionarios. Reinan la torpeza y la burocracia. Y la estupidez (¿o inteligencia?), que asume ciegamente como principio rector de la educación los protocolos financieros mundiales. El sistema (esa letra ininteligible, innumerable y sumamente poderosa) engulle las voluntades; impone su molde: cercena la realidad, la vida. ¿Quién es el rector del colegio sino ese pobre muñeco burocrático? ¿Quiénes nosotros sino las torpes marionetas de los remotos hilos de la desigualdad? Ahora que las revoluciones son moleculares y locales, y si el tiempo lo permite y la coordinación se propaga, como antaño, podrá el Hambre irrumpir en las casas y los cuerpos de los potentados mientras duermen para que al día siguiente, al despertar, padezcan lo que Erisictón padeció.