28
4:30 p.m.
Saco la moto del parqueadero de los vecinos de enfrente dándoles las gracias por su amabilidad. Giro la llave, aprieto el embrague y el botón de encendido: nada. Repito la acción y enciende y sonrío con gratitud. Mi padre y yo inflamos las llantas. Dejo la moto encendida. Documentos, casco, guantes, maleta, tapabocas, lista de mercado, arranco.
En las calles parece domingo. Antes de dirigirme al centro de la ciudad paso por la casa de los abuelos de Nata y dejo uno de los panes que hizo mi padre, quien ha estado haciendo pan en la casa con la receta del tío. Acelero luego hacia el centro. Veo bastantes motos, muy pocos carros, dos o tres buses sin pasajeros y ya en la Placita de Flórez bastante gente, la vida debe continuar, pienso, continúa entre el encierro, la incredulidad, el azar, la incertidumbre y el hambre que debe atender y mal atiende el gobierno. Los negocios están cerrando, veo una aglomeración de gente en el minimercado donde iba a realizar las compras. Sigo de largo, giro, parqueo y entro a otro, agoto los ítems de la lisa de mercado, pago, meto todo en el morral, enciendo, acelero, giro, semáforo. Arranco, giro, parqueo e ingreso al edificio donde vivimos. Subo al noveno piso. Abro la puerta. Lo miro todo con detenimiento, hojas y tierra por el piso, cierto aire de abandono goteando de las cosas. Esa quietud extraña y fantasmal. Las Suculentas aún están vivas pero muy secas y la Acacia ha muerto. Miro el baño, las habitaciones, la cocina, ese mudo líquido de la quietud cuando ha usurpado los movimientos de las cosas. Empaco los papeles, algunas cosas importantes mientras devoro unos Maicitos, y de pronto veo que el apartamento se sonroja, me acerco entonces a la ventana y desde ese noveno piso hacia afuera el sol incendia las nubes rosadas que cubren la tarde. Minuto milagroso que pronto desaparece. Boto una de las pepas de aguacate que estaba germinando y le cambio el agua a las otras dos. Y llueve copiosamente de la botella de mi mano sobre las plantas resecas de la mesa contigua a la ventana. Salgo y en la portería entre risas me entregan los recibos de los que había perdido, quizá voluntariamente, la memoria. Miro hacia todas partes buscando alguien a quien entregarle una bolsa plástica con algo de panela, pastas, sal, harina, masa para buñuelos y varias monedas, las últimas provisiones de la casa. Y como una aparición, una señora seca y muy maquillada me pide algo, le doy la bolsa que ahora escudriña alejándose. Subo a la moto y acelero. Surco velozmente las calles. La noche se precipita sobre las ruedas y las curvas desafían la inclinación del metal y los huesos. Intuyo la adrenalina, o estupidez –ojos donde el futuro se desvanece–, de los motorizados que desgarran con sus poderosos motores el asfalto y el aire estremecidos por la velocidad y la muerte.
Llego, parqueo, timbro, me abre Nata, me descalzo, me chanclo, voy al patio, me lavo las manos con abundante jabón rey, desempaco todo, arrojo a la lavadora la camisa, el jean, los guantes, la maleta y el tapabocas, me envuelvo la toalla en la cintura, subo a la habitación, pantaloneta, cuento a la familia sobre el afuera y la noche se diluye brevemente.
29
Buscando los versos de Antonio Porchia encontré, entre muchas otras de sus oraciones, esta: No ves el río de llanto porque le falta una lágrima tuya.