Sábado
Después de que tú y yo desayunamos volví a ese delgado colchón sobre el piso. Durante el almuerzo, en la cabecera de la mesa, el padre expresó, espaciosamente y con detalle, su preocupación sobre el virus en el país. La crisis económica que estamos viviendo es salvaje; y peor, mucho peor, la que se avecina si no se toman medidas. La cuarentena constante, mejor estrategia para burlar el virus, significa despidos masivos, hambre, pequeñas empresas liquidadas, innumerables familias sin empleo, sin alimentos, furia, grandes empresas cuidando sus capitales despidiendo trabajadores, o suspendiéndoles el contrato, la economía detenida, inmóvil en un país empobrecido y empobrecedor, furia, hambre, apocalipsis.
Por otra parte, si se decide reanudar la vida o reactivar la economía, es decir volver al trabajo y a las calles, será la mejor estrategia para que el virus se mofe de nosotros, como lo ha hecho ya en otros países con miles y cientos de cadáveres incinerados o alineados o apilados bajo tierra o sobre las calles y las casas esperando ser recogidos sin familias que los despidan apropiadamente, sin rito que los transporte, sin verbo que nos redima. El país no cuenta con la infraestructura adecuada para atender cientos y menos miles de contagiados. En Nuquí –Chocó– hay 1 centro de salud y 2 camas por 16.000 habitantes; en Francisco Pizarro –Nariño–, por 14.000 habitantes hay 4 médicos y 0 camas; en Barcacoas –Nariño– hay 20 camas por 45.000 habitantes; en El litoral del San Juan –Chocó– hay 12 camas por 22.000 habitantes; en La Tola –Nariño–, hay 8.200 habitantes y 0 camas; me dijiste mira estos datos que leías en el periódico del domingo. Y esto son tan solo datos de una distante realidad que los citadinos desconocemos y a la que le podemos sumar, por decir algo, la falta de agua, los innumerables rostros del fusil, las cochinas manos escondidas de políticos y contratistas robándose los recursos y empobreciendo a la gente.
Hasta ahora el gobierno ha sabido sosegar, quizá pobremente, junto a las gloriosas ayudas de particulares, la angustia y el hambre, por lo menos el hambre de cientos de miles de familias. Lo digo porque hasta ahora no se ha escuchado o sabido de disturbios o tragedias originadas por el apetito o el desabastecimiento.
Las esperanzas, de muy mala gana, no teniendo otra opción, se cifran en el presidente. Más bien en aquellos que puedan bien dirigirlo.