Jairo atendía un restaurante familiar cerca de la casa. Juan, que le daba clases de español a las Alemanas, consiguió pronto un trabajo que lo sacaría de la ciudad y nos pidió que, de ser posible, dejáramos que una amiga, Andrea, ocupara su habitación por un tiempo. No le vimos problema. Andrea presentaría una entrevista de trabajo en un gimnasio. Venía de un pueblo de la Costa, donde era empleada de la gobernación, y no le habían renovado su contrato. Jairo la recibió y le mostró dónde dormiría y, durante esa semana, me la topé solo un par de veces en la cocina.
Desde meses atrás se venía comentando sobre el virus que estaba en expansión. Al principio, pasó por inofensivo, pero con el tiempo se supo que no era tan simple. Fue declarado pandemia y, a su paso por el mundo, dejaba altas cifras de muertes, ineficacias en los sistemas de salud y huecos en la natural soberbia de los gobernantes, que ya andaba socavada por el miedo. A su llegada aquí, no fueron inferiores la lentitud e inoperancia, aunque finalmente se redactaron los decretos con las medidas que evitarían la rápida propagación. La principal: cuarentena preventiva y obligatoria.
Andrea se quedó entonces encerrada en un lugar extraño con dos desconocidos. En un fallido intento por volver a su casa, fue devuelta de la terminal de transportes y, a fuerza, le tocó pasar el encierro con nosotros.
Habrían pasado, cuando mucho, ocho días desde el inicio de la cuarentena. Estábamos sentados en la mesa y Andrea advirtió, como quien advierte soledad, que en dos días era su cumpleaños, y para ella era una fecha bastante importante. Jairo, que también cumplía pronto, replicó que el suyo era ocho días después. La conversación ya era bastante extraña porque ella estaba muy preocupada por saber de nuestras creencias religiosas. Constantemente preguntaba si creíamos en dios, y cuando encontró una negativa, insistió en saber por qué. Al principio, yo hacía de espectador en las conversaciones metafísicas. Trataba de evitar al máximo que las preguntas me llegaran, pero entendí que no tenía opción, que el encierro me había puesto ahí, en esa mesa, con esas personas, y que evitar las conversaciones era imposible. Entonces ya no esquivé más y contesté cuanta pregunta me lanzaron.
Cuando llegó el día del natalicio de Andrea, le pregunté qué quería almorzar e hice caso a su antojo. Todo parecía cada vez más una familia, especialmente por el hecho de que no nos habíamos escogido para estar juntos.
Pasado el almuerzo, las divinas preguntas volvieron a la mesa. Jairo adoptó el papel de hijo mayor y, en un acto de desespero, quiso marcharse. Lo miré a los ojos y meneé la cabeza de lado a lado para que no lo hiciera. Él se devolvió de su impulso y se sentó. Ella no aguantó más, se tapó con las manos la cara y lloró. Entre mocos y lágrimas, expuso sus creencias —hasta ese día solamente preguntaba por las nuestras—. Jairo parecía cada vez más incómodo con la situación, movía la rodilla sin descanso, sus ojos revisaban cada rincón del comedor, reorganizaba las servilletas, golpeaba los dedos contra la mesa como en un solo de piano. No lo pude evitar: disfrutaba con malicia de la escena. Ella nos rogó con fervor cristiano que, aunque no fuéramos creyentes, cerráramos los ojos para poder hacer una oración. Asentí con la cabeza, cerré los ojos y los abrí poco después: no podía arriesgar la posibilidad de ver lo que pasaba. La sorpresa fue encontrar a Jairo con los ojos abiertos, de nuevo mirando cada rincón. Yo sonreí para mis adentros y los cerré de nuevo. Terminada la oración, que nos protegía del virus y agradecía al cielo por la compañía, Jairo se paró de la mesa, pasó por el lado de Andrea, golpeó dos veces su hombro con palmaditas suaves, ligeras, y le dijo: “Hágale pues, Andrea...”.
Ella, además de ser creyente, era instructora de zumba y empezó a entrenar en la casa, lo que constituía una suerte de sacrificio físico y espiritual, un ayuno al gusto, una ofrenda sudada al altísimo. Esto, a mi modo de ver, era suficientemente surreal para militar y difundir la acción. Entendía que el ejercicio estaba en escapar lo antes posible del castigo auditivo y, en las opciones que esto me dejaba, no había otra que participar activamente del baile o padecer con la banda sonora mientras miraba la divina humedad en la cabecera de mi cama y me golpeaba los tímpanos con un látigo. Pero, no contento con sudarle a dios, pensé que no hay salvación sin evangelización. Entonces decidí convocar algunos amigos, aquellos, que tal vez, sentía más cercanos al infierno. Estaba decidido a que si habría de ir al cielo, no podía ir solo.
Los elegidos a las clases virtuales eran una orden de injuriosos cuarentones que, como yo, no encontraban sosiego más que en el alegato. Por decisión, no estaban de acuerdo con nada y procuraban sin duda la incomodidad de todo aquel que se acercara: una horda de insalvables, infartados, hipertensos e hipocondríacos. Reunían todo lo necesario para el baile. Esas clases eran propensas a la salvación en caso de un ataque, porque no estábamos solos (léase señalando al cielo con el índice). Así empezamos nuestro grupo de oración bailable. Día de por medio era nuestro encuentro, a eso de las cinco de la tarde. No fallábamos a la cita. Era emocionante vernos sudándole al cielo y a una pantalla.
El corazón de hombre creció de manera desproporcionada durante la cuarentena. Ha de ser porque lo regaba con agua que bendecía en mis clases de baile. Esta casa tenía un balcón de mentiras; es decir, había una baranda que lo hacía balcón, pero no era un espacio separado del resto, sino una de esas remodelaciones noventeras de Medellín que nadie entiende, de la misma calaña que cambiar las baldosas de las casas y hacerlas parecer un baño turco, blanco, impoluto, iluminadas con bombillos ahorradores de luz blanca que evidencian suciedad, una forma de buscar destino cepillando juntas que recogen mugre como quien acumula riquezas, todos vicios antioqueños. La matica creció tanto que se desbordó por la reja del balcón hasta tocar el piso del patio interno, tres pisos abajo. No era normal, pero para esa época nada lo era. Raro, como se ponía la relación entre Jairo y Andrea.
Él era un hombre solitario. En quince años de amistad, nunca le había conocido una novia. La vida se le iba en atender el restaurante familiar y hacer ejercicio. Jairo era un tipo que se despertaba todos los días y corría hasta el estadio, donde nadaba, sino era que se montaba en una de sus cuatro bicicletas y escogía la loma más empinada. Él nunca ha alegado por nada en la vida, es el penúltimo de diez hermanos y, como diría él, nunca dio de qué hablar. Su mamá había cascado a nueve de ellos, pero con él nunca hubo necesidad.
El asunto empezó cuando ella decidió celebrar en secreto el cumpleaños de él. Salió a hurtadillas de la casa y a hurtadillas compró bombas y letreros para adornar los cincuenta años de Jairo. Le compró dulces, un mantel de plástico para decorar la mesa y hasta paró su ayuno espiritual para tomarse con nosotros una botella de tequila que Jairo había guardado por dos años, como si los tragos se añejaran guardados en una alacena. Bien decía mi amigo Cristobal: “Es que no la guardo para una ocasión especial, sino para las bocas apropiadas”. De repente Jairo no encontraba esa cualidad en nadie.
Esa noche, mientras nos tomábamos la botella, Andrea me sacó a bailar. En medio del merengue que sonaba (“Jesús me dijo: no te mortifiques, que yo le envío mis avispas pa que lo piquen...”), me susurró que ella sabía de la timidez de Jairo, que si era posible que yo le ayudara para que él bailara con ella. Yo no tenía cómo negarme a lo más emocionante que podía pasar en ese encierro. La fiesta era mixta. Estábamos los tres sentados en el comedor rodeando la pantalla del computador donde, por videollamada, nos acompañaban algunos hermanos de Jairo y el club de bailadores. En medio de mi misión, busqué la forma de terminar la conversación virtual, bajé las luces de la sala y brindé con ellos al menos cinco veces con muy poco tiempo entre trago y trago. Cuando les vi los pómulos colorados, me retiré en silencio a contemplar la humedad de la habitación, esperando a que amaneciera para saber del resultado de mi hazaña. La música nunca paró, ni siquiera con el amanecer, lo que me dio a pensar que se había quedado sonando sola. Ese es un recuerdo que tengo de mi niñez, cuando mi papá llegaba con amigos y tragos a la casa. Era usual que eso pasara, aunque no sonaba la música sino el golpeteo de la aguja del tocadiscos contra la etiqueta central del mismo. A mí no me daba rabia; me gustaba que hubiera fiestas en mi casa.
Salí de la habitación como a las 9:00 a.m. El desastre de la noche anterior denotaba una fiesta de más de tres personas. Levanté el desorden y quité el mantel. Como evidencia, vi los zapatos de Andrea y Jairo debajo de la mesa. Lo había logrado. Y sin medir consecuencias, me estaba convirtiendo en el hijo adoptado de una familia piadosa.
Así pasaron como dos semanas más. Yo seguía en el inútil ejercicio de prender el computador para no trabajar. Cada ocho días, aparecía el presidente alargando el encierro, el virus sitiaba todo y la salud mental ya no era cuestión de rezos. Los amantes poco salían y las clases de baile habían parado, porque dejaron de ser divertidas. Ahora era yo el protagonista ante los ojos de dos enamorados.
Llevábamos como setenta días encerrados y ellos como veinte enamorados. A las seis de la mañana tocaron la puerta de mi habitación. Yo, que estaba dormido, me demoré en abrir. Encontré a Jairo partido en llanto. Lo hice pasar y se sentó. Tartamudeó varias veces intentando decir lo que traía de taco. Me dijo, entrecortado, que había encontrado el amor de su vida con ella, que se sentía pleno, pero que la dicha no solo estaba en eso, que la tranquilidad la había encontrado en dios, que a través de sus ojos le había tocado el corazón. Me quedé frío. Miré la humedad, ya no se veía ninguna imagen religiosa, el milagro había pasado de la pared de la cabecera de mi cama al cerebro de Jairo. Mentí cuando le dije que por mí estaba bien. Él replicó y me dijo que no, que no estaba bien, que era necesario que yo me fuera de esa casa cuanto antes. Entendí que, sin baile, yo no era una criaturita de dios.
Instauraron de ahí en adelante sesiones de música cristiana fría; es decir, que no se puede bailar. El volumen que usaban era insoportable. Ella ejecutaba cada tanto un exorcismo a Jairo. Los gritos de esos ritos sobrepasaban por mucho el volumen de la música. No me hablaban. Jairo hacía de comer para Andrea, que poco salía de la habitación. La casa estaba sucia, el corazón de hombre se había consumido en una semana. Los bichos que acabaron con él eran albinos y chiquiticos, se amontonaban de a muchos en las hojas, las doblaban por el peso y se las devoraban en menos de veinticuatro horas.
Yo no me podía ir, no tenía para dónde, y el toque de queda era implacable. No tuve más opción que resignarme: acumulé mis cosas en la habitación y salí lo menos que pude. Esperaba por horas a que se durmieran para poder entrar al baño. Comía poco y fumaba mucho.
Siempre he pensado que los techos de las casas deben ser altos para que los pensamientos no reboten y le hagan creer a la gente que tiene razón en todo lo que se le ocurre, pero hace años que los techos, además de lujosos, los hacen cerquita de las cabezas y con materiales refractivos que procuran una fuerza de vuelta superior a la enviada. Por eso hay veces que uno se despierta convencido de que sus ideas son únicas e irrefutables. Antes vivía en un apartamento que desbordaba mis posibilidades mentales. Tenía un techo tan alto, que no pensaba lo suficiente para alcanzarlo; las paredes estaban tan separadas, que podían pintarse de cualquier color sin el mérito de reducir espacios; había baños para propios y extraños, un closet de linos y un balcón. ¡Ay, el balcón!, una mezcla de baño persa con bar, una verdadera zona húmeda, una clara representación de vieja opulencia. Tenía una mesa roja cantinera con enchapes metálicos y sus cuatro sillas del mismo color tapizadas con cuerina, un sofá cama amarillo y un par de sillas auxiliares que abrían espacio para diez personas cómodas. En los balcones es apropiado conversar y pensar, porque las ondas salen a la calle, no tienen cómo devolverse tan fácil y uno duda de todo lo que se le ocurre. Esa casa era un sueño. Por eso desperté en otro apartamento más cercano a la realidad, de techos bajitos, que me animaron a escribir esto.
