Pablo es un caminante. No carga hamaca ni sleeping ni carpa, porque sabe que duerme en donde lo coja la noche o que algún campesino, un indígena o la sombra de un buen árbol le darán cobijo. Eso sí, en su equipo no pueden faltar un par de botas ajustadas, una libreta y una mochila. Pero no necesita lujos ni comodidades; sabe que tiene lo necesario y que los mejores momentos se pasan arrullados por las buenas conversaciones, con un tinto, una cerveza o meciendo un cucharón en una olla.





Conoce este territorio de memoria, pues aquí creció entre las calles, el río y el cementerio. Es difícil saber si en la zona Pablo Muñoz es un antropólogo, un ciudadano del pueblo o un integrante de cada familia que visita. Como cuando entra a la cafetería de doña Ana Tulia y ella lo saluda con los brazos abiertos y le sirve un plato repleto de barbudos fritos que va engullendo mientras deja los espinazos intactos, formando una montaña como prueba del manjar del que acaba de dar cuenta.




Los pescadores lo tratan como a uno más del grupo. Orlando, que después de saludarlo con un abrazo y conversar de sus vidas, sus familias, y el futuro, lo invita a subir a su bote y navegar hacia el lugar donde se negocia la pesca del día anterior. Sobre el mundo de los pescadores y su cultura Pablo grabó en 2017 el documental Paticas de pescao, que presentó en varios festivales de cine del país y también en Francia, en el Festival Internacional de Cine a la Mesa de Montpellier.





A veces visita la tumba de su bisabuela, Helena Holguín, en el cementerio del pueblo. Desde pequeño ha sido importante para él la creencia en las ánimas; los paseos que dan, el animero que las saca a pasear, las visitas y los regalos para obtener favores y cuidados. Para no olvidarlas. Para tenerlas siempre cerca.



