Pablo Muñoz, un antropólogo de agua dulce
11 de Agosto 2020
Conoce en esta Crónica de la región a un hombre con escamas, el aire y la vitalidad del Río Magdalena. Textos y fotografías: Federico Rios.

Pablo es un caminante, no carga hamaca, ni sleeping ni carpa, sabe que duerme en donde lo coge la noche y que seguramente algún campesino, un indígena o la sombra de un buen árbol le dará cobijo. Tampoco necesita lujos ni comodidades, sabe que tiene lo necesario y que los mejores momentos se pasan arrullados por las buenas conversaciones en las esquinas con un tinto, una cerveza o meciendo un cucharón en una olla. Eso sí, un par de botas ajustadas, una libreta y una mochila no pueden faltar en su equipo de trabajo.

Madruga para ver el sol salir entre el horizonte, aun de noche en el hotel uno de los amigos de Pablo lo espera, Milcíades Jiménez Cuéllar es mecánico y conversador y fotógrafo y poeta y cocinero de sancochos de leña y mil cosas más, y entre todo esto tiene un ritual especial, uno del que tanto él como Pablo han aprendido. Milcíades fotografía el río Magdalena todos los días al amanecer. Caminan por las calles oscuras del pueblo hasta llegar a la orilla del río y desde ahí ven los primeros rayos dorados colándose en el cielo, a la vez que los primeros botes de pescadores que surcan el Magdalena, la mayoría de regreso de sus faenas de pesca.

Pablo saluda a los pescadores y camina el pueblo una vez más. Un pueblo que sus pies conocen de memoria pues aquí Pablo creció entre las calles, el río y el cementerio. Cuando Doña Ana Tulia lo vio, salió a saludarlo con los brazos abiertos, y es que es difícil saber si en la zona Pablo Muñoz es un antropólogo, un ciudadano del pueblo o un hijo de cada familia que visita.

Se sienta en la mesa de la cafetería a la orilla del Río Magdalena y lo atienden como una madre al hijo que regresa a casa después de muchos días de camino. Le sirven un plato repleto de barbudos fritos, otro plato aparte con una montaña de patacones y un pocillo plástico de tinto para ir enjuagando el buche. A un lado la mochila en la que carga sus cosas, incluida su cámara y uno a uno, engulle los bocadillos fritos dejando intactos los espinazos que se iban acumulando en una montaña como prueba del manjar.

Saciado de pescado frito se hizo una foto con Ana Tulia, la imprimió y la pegó en la nevera de la cocina. Ella se queda mirando la foto con esos ojos con los que se miran los enamorados. Cuando estaba casi vacío el plato, el viejo Silvio arrimó en su canoa al mismo restaurante, la cara arrugada, la piel quemada por el sol de muchos días en faenas de pesca, las manos recias y canosas de manejar sogas y sedales, palas y remos. Amarra su bote en la orilla y corre a abrazar a Pablo, se sienta y toman tinto; conversan largo y para despedirse le empaca entre papel de cera un pescado grande, uno al que le dicen yumbila, un regalo para que coma pescado incluso cuando no está a la orilla del río.

Al final del día visita la tumba de su bisabuela Helena Holguín en el cementerio del pueblo. Desde pequeño para él es muy importante la creencia sobre las ánimas. Los paseos de las almas y las caminatas del animero por el pueblo que las saca a pasear, ánimas a las que se les hacen visitas y regalos para obtener favores y cuidados, para no olvidarlos, para tenerlos siempre cerca.

Sigue caminando, conversando y trabajando, durante el año 2017 grabó el documental Paticas de pescao sobre cultura alimentaria de los pescadores, presentado en varios festivales de cine del país, en Montpelier, Francia y en el Festival internacional cine a la mesa.

Pablo el antropólogo es también Pablo el amigo. Pasa lo mismo con los pescadores que lo tratan como a uno más de ellos, en el bote, en el puerto, en la venta de pescado, Pablo es uno con el río, con la gente, con el pescado. Después de varios años trabajando, investigando, leyendo y escribiendo sobre ellos, Pablo hoy hace parte de la comunidad que explora.