A mitad de la loma, entre las plántulas del vivero municipal, Paco le ladra a cualquier desconocido que llegue a su casa. Más arriba están Fiona, Tilín, Pantera y Simón con las orejas erguidas, alertas al movimiento para empezar a correr y a ladrar también. Al final del camino destapado hay una casa de corredor pintada de blanco y rojo, toda cubierta y rodeada de árboles, de flores y de más perros, todos curiosos, guardianes y habitantes del Centro de Bienestar Animal de San Pedro de Los Milagros.

De la casa sale Juan Felipe Luján Gutiérrez alrededor de las cinco de la mañana todos los días. El frío y el silencio del campo y la montaña lo acompañan en la subida que hace con un costal de zanahorias al hombro. Unos metros antes de llegar al edificio, y mucho antes de que puedan verlo, los más de 60 perros que tiene el albergue ladran y aúllan para recibirlo. Después de descargar el costal y cargar las jeringas, el auxiliar veterinario visita primero a los perros con alguna lesión o enfermedad que necesitan tratamiento: Peregrina, incluso con una pata lastimada, escapa por un nuevo orificio que le hizo a la malla solo para correr al encuentro de Felipe.

Encierro por encierro, el cuidador aparece y desaparece entre los perros que saltan y se apoyan en él, dejándolo envuelto en un vestido peludo de manchas cafés, líneas amarillas, cuerpos blancos, negros y colas inquietas que lo persiguen mientras cambia el agua de los bebederos, lava el piso, pone el cuido y entrega zanahorias y galletas entre sus pacientes. Aquiles, Atenea, Lulú: lleva tres años dándoles nombre a los animales que recibe.
Todos los perros han venido del municipio, un territorio del Norte de Antioquia de suaves potreros y cultivos atravesados por una vía rápida, y una zona urbana cada vez más comercial, más transitada y más bulliciosa.
Esa frase la pronuncia suavemente. Así se le pone la voz cuando cuenta las historias de cómo llegan, o más bien, por qué necesitan su ayuda. Recuerda con cariño, pero también con un poco de dolor, una pequeña perrita que recibió fracturada por un atropellamiento. Los veterinarios no veían un futuro posible, pero él les pidió una oportunidad para ella y le ayudó personalmente, incluso, construyendo una silla de ruedas para que pudiera desplazarse. Finalmente, Lupe fue adoptada en el mismo municipio por una médica veterinaria que le da todo lo que necesita.

Felipe tiene 29 años y creció en una finca en San Pedro donde había todo tipo de animales: “Vacas, caballos, perros, gatos, yo creo que por ahí empezó el amor”, cuenta. Esto lo llevó a estudiar para ser auxiliar veterinario. En un camión rojo, camino al pueblo, repasa sus historias sin dejar de prestar atención al borde de la carretera o a las aceras y basureras de las calles. “De aquí me trajeron una perrita la semana pasada que la había aporreado un carro”, señala.

En el parque principal del pueblo, hace una pequeña parada en la iglesia y musita una oración al Señor de los Milagros, pidiendo, entre otras cosas, por los pacientes que más ayuda necesitan para curar. De motos, paraderos y cafés salen saludos: lo conocen muchas personas por su labor. En cada calle le cuentan cómo va el gatito que adoptaron o le informan de algún animal que necesita su ayuda. Justamente va en camino a recoger uno.
Es pequeño y amarillo, y está enroscado durmiendo en la acera al lado de una panadería. Felipe para el carro y se aproxima, escondiendo una traílla. Se agacha muy cerca y le habla en susurros amables, y acerca sus manos con tranquilidad, hasta que puede levantarlo y ponerlo en una camita azul que tiene para ellos en la parte de atrás del vehículo.

De vuelta en el albergue lo esperan los guardianes de la puerta, que olfatean al nuevo inquilino que lleva Felipe en brazos. Camino a ubicarlo en su nuevo hogar, pasa al lado de David Múnera Ochoa, que está sentado sacando semillas de sietecueros. Mirándolo caminar, don David relata: “Trabajamos juntos aquí, él encargado de los animalitos y nosotros del vivero. Felipe es demasiado entregado a los animales. Él hace todo por amor a ellos. Le da muy duro que un animal esté enfermo e intenta hasta las últimas. Aquí vienen perros muy heridos y él a los veinte días ya los tiene bien. Siempre está en armonía con ellos, le hacen caso para todo, lo quieren mucho”.

En la tarde después de alimentar y limpiar por segunda vez, Felipe observa el cielo pensando en lo que quiere para el futuro. Lo más inmediato es que los perros y los dos gatos que tiene en custodia puedan ser adoptados, para ayudar a muchos más, aunque algunos llevan años viviendo en esa montaña. El Centro de Bienestar Animal realiza jornadas de esterilización en las veredas y jornadas de adopción, lo que ayuda a que los casos vayan disminuyendo. A veces hacen caminatas con voluntarios, para que los animales vean espacios distintos y se recreen.

Felipe, con manos para todo, espera poder continuar en su trabajo y en su pueblo, construir su casa y ver crecer a sus dos pequeños hijos. Algo es claro: en esa casa soñada, del color que sea, pero seguro con un jardín bien cuidado y árboles centinelas, no se le negará el amor y el cuidado a ningún animal.