La punta de cada dedo golpea con fuerza y decisión las letras que, a su vez, activan un mecanismo rudimentario que impacta el papel en el que van quedando grabadas, una a una, con tinta negra, las letras, las palabras y los párrafos: promesas de compraventa, asuntos notariales, tutelas y otros oficios cortos. Es lo que hace Jorge Callejas, uno de los pocos tinterillos que quedan en las calles de Bello.
En su tiempo libre, usando la misma herramienta con la que trabaja, Jorge también escribe poemas que nunca han visto la luz y nunca han tenido audiencia.

La administración municipal los reubicó en un callejón donde se acomodan los últimos personajes de este oficio. Tal vez hace muchos muchos años fueron una pandilla de risas, pero ya solo quedan unos cuatro o cinco viejos amigos que ahora se sientan en una esquina abarrotada y transitada por vendedores ambulantes, buses, peatones y perros callejeros a una cuadra del parque de Bello.



Cada mañana, Jorge camina hasta allí con su máquina en la mano como si fuera un pequeño maletín ejecutivo. Desempaca su Olivetti vieja, rebobina la cinta, alista una hoja de papel bond tamaño carta y se sienta en su Rimax blanca a esperar a que llegue algún cliente. Cada día menos personas solicitan sus servicios. Y cada día se extingue un poco más el oficio con el que levantó a su familia.



Ojalá alguien tenga el arrojo de leer los poemas que escribe Jorge Callejas. Quién sabe qué misteriosos secretos hay allí consignados.




