Cuando llegas a Aranjuez, te recibe un viento que despeina hasta el último de tus cabellos. Las palomas te observan desde los techos, y solo de vez en cuando alzan vuelo para cambiar su posadero. Hay mucha loma, mucha gente bonita, muchas historias por contar y ser escuchadas.



De ahí es Jennifer, “una hija de la Nororiental”, como ella misma se denomina. Es la hija mayor de dos papás muy jóvenes, que siempre le enseñaron a ayudarse ayudando a los otros. Sembrar lombrices, pintar el barrio, jugar en la cancha e intervenir el territorio, son solo algunos de los primeros momentos que recuerda en su incursión por el trabajo comunitario, un trabajo impulsado desde su familia, una familia que hizo parte de la construcción de la comuna y que siempre ha creído fielmente en la transformación social como un arma para combatir la violencia y los sucesos dolorosos que han atravesado a Medellín por muchos años.




A Jennifer da gusto escucharla hablar, su serenidad al conversar trae un hilo de historias y razones con mucho peso, que cuentan quién es y porque ha llegado hasta aquí. No le cuesta recordarse jugando en el patio de la casa entre la arena que vendía su abuelo, la misma que, nos cuenta, significaba un esfuerzo grande ya que se debían ir al río por ella. Ese proceso de recolección era el mismo que unía la familia, unos traían, otros vendían y los más pequeños solo jugaban con ella.


