Hay un lugar en el área metropolitana de Medellín donde las personas con neurodiversidad aprenden, trabajan, juegan y crecen, un lugar que les reconoce su valor y dignidad. Ese lugar es la Institución Educativa Maestro Guillermo Vélez, la única en Medellín dedicada a su inclusión y formación para el trabajo. Desde 2003, ha sido un referente de educación y solidaridad con su infraestructura y su equipo humano comprometido para atender a más de 500 aprendices.

Realizar un fotorreportaje sobre ellos fue, sin duda, una experiencia que enriqueció mi sensibilidad y amplió mi percepción de una realidad que aún siento ajena para nuestra sociedad. Como fotógrafo, he retratado muchos contextos, pero esta fue de las sesiones más satisfactorias. La acogida del personal y los estudiantes fue entrañable; valoro inmensamente que me compartieran su tiempo e historias, marcadas por el orgullo y el dolor de ser, a menudo, excluidos.

Al llegar al "Guillermo Vélez", en una zona histórica de Aranjuez, sentí el dinamismo del lugar. Me detuve a pensar en su historia, parte del antiguo manicomio municipal, un sitio de sufrimiento que hoy se transforma en espacio educativo.

Mi encuentro con Felipe Acosta, coordinador de desarrollo humano, fue clave. Felipe me contó cómo llegó a la institución buscando la psicosis y encontró la discapacidad, un giro que lo arraigó allí por diez años. Me explicó que el Guillermo Vélez se enfoca en la formación para el trabajo, no en la educación regular, adaptándose al ritmo de cada aprendiz a través de seis líneas de aprendizaje: prelaboral, laboral, formación titulada con el SENA, emprendimiento, salud mental y media técnica externa.

Me detalló el proceso de ingreso y los desafíos, como la falta de transporte para los aprendices y la lucha por su autonomía, a menudo limitada por la sobreprotección. Hablamos también de los esfuerzos de sensibilización que hacen con empresas y otras entidades para abrir puertas. Felipe me aseguró que, al ser política pública desde 2011, la institución tiene garantizado su funcionamiento más allá de los cambios de alcaldía.

Recorriendo la institución en los días siguientes, con mi cámara, observé la timidez de algunos ante el lente, y la espontaneidad divertida de otros. Dejé de ser un extraño, me saludaban, preguntaban por mi trabajo. Me asignaron un nombre de seña, algo que deseaba. En esos momentos, me cuestionaba el término “discapacidad”; los veía y sentía tan similares a todos, en sus rutinas, relaciones, formas de vestir y amar. Recordaba las palabras de Felipe: «ellos son chicos normales con unas particularidades, tienen todas las posibilidades de aportar, solo necesitan que cuenten con ellos». Quizá la “discapacidad” nos pertenece más a nosotros, como sociedad.

Recorrer los talleres —carpintería, panadería, manualidades— me permitió ver la concentración y creatividad. Me maravillaron el teatro que construyeron ellos mismos y la biblioteca. El taller de arte, me explicó el instructor Wilton Rojas, es un espacio transversal donde son libres de ser ellos mismos, explorando su sensibilidad y usando el arte como herramienta para expresar lo que a veces las palabras no permiten. Me contó del talento de algunos aprendices que sueñan con seguir carreras artísticas.
Felipe me había hablado de María Camila Moreno, una egresada de panadería cuya propuesta de un componente de emprendimiento nació de su propia experiencia: las empresas la aceptaban para prácticas, pero luego no la contrataban. Camila, carismática y con una sonrisa permanente, me contó cómo esa frustración la impulsó a crear su marca de galletas saludables: "Sueño de un Ángel", motivada también por la salud de su padre y el apoyo familiar. Su voz, punzante al hablar de la dignidad negada, me hizo pensar en lo difícil que es para ellos encontrar un lugar en el mundo laboral y el orgullo que sienten al ser independientes.

Al escuchar a Camila y a Felipe, no pude evitar reflexionar sobre la importancia vital de un núcleo familiar amoroso, contrastándolo con historias difíciles de abuso y abandono que lamentablemente son la realidad para muchos. Felipe me contó un caso que me impactó profundamente: una estudiante que, tras vivir abusos y encontrar en la institución un lugar de acogida y desarrollo, fue despojada de ese espacio por el sistema bajo la excusa de "protección", siendo enviada lejos a un contexto desconocido e inadecuado. Esta paradoja me hizo cuestionar qué significa realmente proteger.

Escribir esta crónica, con la mirada proyectada a través de mi lente, es una invitación a reflexionar y a reconocernos en la diversidad. Es cuestionar nuestro papel ante problemáticas que creemos ajenas, un llamado a no sentirnos solo privilegiados, sino partícipes; a abrazar las diferencias. Me quedo con el desdén de pensar cuánto nos falta como sociedad, que la indiferencia es un lastre, y con muchas preguntas inevitables:
¿Qué tan dispuestos estamos en apoyarlos y respetarlos? ¿Qué tanto entendemos sobre la inclusión y sus múltiples luchas y formas? ¿Qué tanto queremos saber sobre ella? ¿Las alcaldías realmente están comprometidas a crear nuevos espacios como este?

A pesar de la zozobra que generan estas preguntas y la conciencia de las dificultades, me quedo con el inmenso agradecimiento y el placer de haber conocido a personas maravillosas, con su amabilidad y sonrisas. La experiencia fue acogedora. La Institución Maestro Guillermo Vélez Vélez es, en definitiva, un lugar fascinante que nos habla de inclusión, de luchas particulares, de ser para el otro no mirado. Y, sobre todo, nos habla de esperanza, una esperanza que permite soñar en una ciudad donde la dignidad debería ser un derecho, no un privilegio. Es un proyecto muy necesario que, creo, debería replicarse para que un día Medellín nos pertenezca a todos.