Es corto de vista, pero en su chaza es capaz de encontrar hasta el mecato más pequeño. Como si los dulces que vende fueran una extensión de su propio cuerpo, puede alcanzarlos aún en la oscuridad que le genera la ausencia de visión. Y aunque dice no ser estudiado, sabe que en el campo cogió cierto sentido. Pícaro, memorioso y avezado para las ventas.

Extrae de su biografía números y fechas exactas. Sabe, por ejemplo, que a Medellín llegó en el 2001 con dos millones ochocientos, que en la travesía caminó seis horas cargando costales y cuidando a su niño mayor, que hora y media empujó un rodillo "vara pa'rriba" hasta llegar a Virginia, corregimiento de Caracolí.

Durante 23 años, desde su kiosco ubicado a la salida del Centro Cultural Comfama Aranjuez, ha sido testigo de la evolución del sector y sus años más difíciles. Su historia está marcada por la resiliencia: estando en Virginia dejó la bebida servida en la mesa de la cantina, al ver a su hijo llegar pidiendo monedas. El ejemplo, ante todo. No se ahogó pues en alcohol, antes bien, comenzó a vender aguacates con tal éxito que pudo pagarle el colegio a su hijo y comenzar a ahorrar desde el tercer día de ventas.

En los momentos más arduos hace uso de un sistema que tiene desde tiempos antiguos: señala con el índice al cielo y llama a Dios. Así hizo cuando lo dejó la mamá de sus hijos, así hizo cuando lo atropelló una moto dejándolo casi muerto y así hace muchas veces mientras cuenta su historia.


Hoy, su presencia en la calle La Paz trasciende el comercio. Se ha convertido en uno de los principales promotores de los servicios de Comfama, ganándose el corazón de todas las personas por su trato amable, su sonrisa cordial y el amor con el cual cuida su kiosco y atiende a sus usuarios.

