Gilmer es un escritor, filósofo y profesor nacido en Aranjuez, en la comuna 4. Su obra transcurre en un barrio que ha sido el escenario de su vida entera y que reclama un lugar casi sagrado dentro de ella. Cuando lo retraté, había leído algunas páginas de su novela La cuadra y llevaba conmigo ese sabor de los años noventa cuando muy niña aprendí el oficio del recuerdo.

El primer día tuve un encuentro con su espacio. Su casa es un mono ambiente en un parque pequeño cerca a San Cayetano, con bodegones domésticos de libros, lapiceros, fotos, ceniceros. El espacio estaba iluminado por una luz amarilla de esas duras que dan los bombillos de resistencia y todo tenía un orden bello, como patrimonial. Cada cosa había labrado el lugar que ocupaba. Había algunas estaciones orgánicas y con una vida ajetreada: los ceniceros, los libros y unas pesas viejas pero de uso frecuente y vivas. Otras estaciones estaban suspendidas en el pasado: una colección de discos de todo —tango, salsa, rock, funk, rancheras —.
También boletas de conciertos recostadas sobre filas de libros en unas vitrinas de madera y vidrio delgado. En un rincón de la pared, un crucifijo grande, cuadros de The Beatles y una imagen que se repite: la de Rubén Blades. Ese día no le tomé fotos a él, sino a sus cosas. Entendí que los objetos que rodean a alguien son una forma del retrato.






Le llevé un balón de básquet viejo que me prestó un primo. Estaba desinflado y Gilmer dijo «qué peye», pero se animó a que le tomara fotos con él. A mí me interesaba su encuentro con ese objeto de su niñez y su juventud: Gilmer dice que es escritor porque primero fue basquetbolista. Así llegó becado a la Universidad Pontificia Bolivariana y se recibió como filósofo y luego comenzó a escribir. Ese balón fue una forma de abrirle camino a la memoria.



La Cuadra es un libro autobiográfico que poco a poco me develaba momentos en la vida de Gilmer. Un día estuve en una clase suya en la Universidad Pontificia Bolivariana. Allí conocí a un hombre sencillo que, en el lenguaje del barrio, ese día enseñaba sobre prácticas de tortura física en el Medioevo. Hicimos varios retratos y uno en particular, fumando un cigarrillo en contraluz. Eran las seis de la tarde y el sol se estaba escondiendo.

