Es fácil protestar contra el ritmo del presente, donde apps y algoritmos nos ilusionan con encontrar el amor sin esfuerzos y sin incertidumbre, donde emails, alarmas y notificaciones nos mantienen en incesante actitud multitasking, alertas 24/7… Protestar contra la prisa es lo que hace Carl Honoré en su libro “Elogio de la lentitud”, solo que para muchas personas en el mundo (en Medellín, en la comuna 4) no es tan fácil frenar y escapar a esa vorágine, porque al final de cada mes siguen acumulándose responsabilidades, pagos, deudas: arriendo, servicios, salud, colegio, internet, comida… Por eso, aunque suene magnífico elogiar la lentitud, para muchas personas poner la vida en pausa puede ser incluso utópico.

Y aun así, hay quienes disminuyen el afán y se dan el lujo de la rebeldía, se atreven a vivir despacio. Entre ellos está una pequeñísima parte de las 163.489 personas que viven en Aranjuez… un barrio trabajador donde pocos tienen el futuro asegurado, donde muchos se la guerrean a diario y otros sobreviven en el subempleo y el rebusque.
Esos que frenan el ritmo enloquecido del mundo convierten este espacio en algo más que una Casa Museo: la convierten en tierra y agua para la huerta, en sombra y árbol para columpiarse, en inspiración para danzar, en sonidos para narrar, en propósito para vivir. ¿Quiénes son estos rebeldes? ¿Qué tiene que ver con ellos Álvaro Morales?

Yndira Perea es directora de Wangari, una compañía que crea danza inspirada en las tradiciones del Pacífico y en las mujeres del presente. Yndira llegó desde Quibdó a Moravia, en la Comuna 4. Buscando espacio para ensayar vino a la Casa Museo. Eso lo ratifica el maestro Rafael Palacios de Sankofa, otro grupo emblemático de la danza: “Aunque los afros no estamos explícitamente en la obra de Pedro Nel, sí están las luchas y resistencias del pueblo, que son inspiración para nosotros. Eso nos hace sentir que esta también es nuestra casa”.


“Practicamos 3 veces a la semana, a veces más si hay estreno. Además de darnos espacio, aquí entienden nuestro sentir, nuestra danza como arte vivo”: Yndira Perea y el grupo Wangari.
Alex Iriarte habla con claridad y estilo, como si estuviera al aire. Él dirige La 4ª Estación, emisora de la comuna transmitiendo actualmente desde la Casa Museo. “Nos acogieron y pudimos seguir contando el barrio, conversando sobre sus emprendimientos, sus memorias y sus noticias”.

“Conversamos sin la deshumanización que produce el multitasking”. Alex Iriarte de la 4ª Estación.
Ellos aquí casi por razones idénticas: Mari Majoré, indígena Embera, y Alex Jiménez, tecnólogo de seguridad en el trabajo, vienen con sus hijos y sobrinos (Erick, Wendy, María Ángel y Santiago). “Valoramos este pulmón del barrio, su historia, el sentirnos libres”.

“Nos columpiamos bajo la sombra: es como la vida en nuestra comunidad en Murindó”: Mari Majoré. Paola López y Felipe Lozano se ríen y dicen que se aman: trabajan aquí hace 14 y 33 años. Paola crea proyectos para que las ideas renovadoras de Pedro Nel y Giuliana Scalaberni sigan vigentes. Felipe cuida el espacio, sus jardines y techos, evitando que la Casa Museo sea vencida por los años. Este lugar, lo que aquí se vive, le ha dado propósito a sus vidas.


Rocío y Silvia tienen todo el tiempo del mundo: están felizmente jubiladas. Viven en la casa azul con guayacanes y en la de flores. Ambas participan de la huerta: “El año pasado hicimos abono orgánico, sacamos cebollas, tomates, ajíes, aguacates. Cultivar ha sido mi terapia, mi calma, mi aprendizaje”, dice Silvia. También aquí hay otros talleres relevantes para Aranjuez, lo cual nos lleva de nuevo al director, Álvaro Morales, periodista desde joven, abogado especializado en derechos de autor y museólogo, alguien que ha vivido de cerca la cultura de esta ciudad y que considera a este barrio como un ícono de “diversidad y vida vecinal” que “no debía ser estigmatizado por lo que ocurrió hace 25 o 30 años”. Álvaro, a su manera, también es un rebelde.

“Hace poco, la huerta no existía. Es un espacio que construimos juntas”. Rocío Ayala.

“Cultivar ha sido mi terapia, mi calma, mi aprendizaje”. Silvia Marín.
En tiempos de visibilidad y exhibicionismo, Álvaro Morales quiere ser indetectable para el radar de la fama: “Amo la música y la literatura, paso de Led Zeppelin a Sandro y de Guns and Roses a La Fania, leo compulsivamente a Pérez Reverte, Chimamanda Ngozi, Mujica Laínez y Borges. Tengo 65 años y soy irrelevante”… Agrega que “escribe mucho y publica poco”, prefiere “sentirse orgulloso de los libros que ha leído” y se siente privilegiado “por haber tenido amigos que han transformado esta ciudad: Manuel Mejía Vallejo, Juan Luis Mejía, Gloria Palomino, Darío Ruiz Gomez, Jaime Jaramillo Panesso, Juan Diego Mejía, Orlando Mora”, con quienes “vivió y se bebió las calles y la noche”. ¿Cómo se opone Álvaro al ritmo del mundo? Lo primero fue aceptar una revelación.

“Mi rebeldía es mantener en la memoria a un ser injustamente olvidado, defectuoso en lo humano como todos y grande lo artístico, Pedro Nel Gómez”. Álvaro Morales.
Se le reveló una verdad: “Cuando empecé a ser director aquí, unas vecinas que nunca habían entrado, vieron los retratos y dijeron que esa gente se parecía a ellas… yo les dije que no se parecieran, sino que eran ellas en otro lugar y tiempo”… Eso lo llevó a entender que “su rol no era conservar una colección, ni lograr que la gente se aprendiera la vida y obra del artista, sino devolverle a la gente la posibilidad de verse, de sentir suyo este espacio, ofrecerles un lugar para sus cumpleaños, un refugio para leer libros, hacer teatro, tomar talleres, formar grupos. Así, “este lugar de verdes, ocres y azules dejó de tener torniquetes para impulsar lo esencial: los procesos de largo plazo, las relaciones de afecto y memoria”…

“Este lugar de verdes, ocres y azules donde la gente tiene la posibilidad de verse”. Álvaro Morales.
Para, finalmente, afirmar con certeza: “Hay cosas que no se pueden hacer con afán. Ni leer con afán, ni comer con afán, ni hacer el amor con afán, ni viajar con afán, ni ver el atardecer con afán”, dice Álvaro como abogado que es y agrega que “la lentitud debería ser un derecho constitucional, como deberían serlo el abrazo, la risa, la calma”, ese regalo que nos damos cuando pausamos las apps y las notificaciones, cuando asistimos a una charla bajo las luces de un teatro o un museo, ese tiempo que ayuda a romper hábitos y cambiar el chip, que brinda esperanza y dignidad, que nos acerca hacia el objetivo de ser una sociedad más sana y más feliz. Por eso decía: este no es un elogio a la lentitud.
Es un elogio a los que se rebelan contra el ritmo enloquecido del mundo.
