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Crónicas del barrio y de la región

Crónicas del barrio y de la región: Andrés García

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Crónicas del barrio y de la región: Andrés García
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Tenía 10 años cuando mi mamá me dijo: “nos vamos a vivir a la finca de los abuelos”, que estaba sola desde hacía tiempo por problemas de violencia. Había crecido en Medellín, pero sentí un impulso por dentro, una emoción, como si el monte me llamara y me dijera “lo suyo es la aventura”. La finca queda en el Cañón del Mata, una vereda de Amalfi, retirada del casco urbano.

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Antes de yo nacer, mis padres vivían en Zaragoza, mi papá trabajaba en una empresa minera, no lo conocí, murió en medio de un enfrentamiento entre el ejército y la guerrilla, cuando mi mamá estaba en embarazo. Mientras nos llegaba la indemnización 19 años después de lo sucedido tragamos mucha candela, la plata en la ciudad no alcanzaba, por eso mi mamá decidió regresar al campo.

Cuando llegamos a la finca, fue un choque para mí. No había energía eléctrica, no había televisión, tuve que cambiar los hábitos y adaptarme a una casa vieja y abandonada, a los ruidos desconocidos. Además, me tocaba caminar una hora para ir a estudiar a la escuelita rural, muerto del susto dentro de esas cañadas y luego por un potrero lleno de vacas. Me daba miedo el ganado, el mismo que ahora adoro.

La situación económica era dura, no había con qué comprar carne ni donde guardarla. Era más viable, y más fresco, tener carne de conejo, gurre o tatabra.

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Mi tío Alfredo, que vivía en una finca cercana, me regaló el primer chimineo, que es como una escopeta artesanal, y un tarro de pólvora, pa' pajarear y tortolear. Me enseñó el arte de la cacería. Cazar se volvió como mi religión.

Dos años después, mi tío compró para él una escopeta extranjera y me regaló la escopeta viejita. Ahí fue cuando me metí en la cacería nocturna. Aprendí a esperar, sentarme noches completas a atisbar la presa. Acechar.

Conocí todo lo que la noche conlleva en el monte, sus misterios y peligros. Aprendí del autocuidado, porque uno también puede ser cazado, compartía entorno con animales como ladillas, sanguijuelas, tábanos; también con jaguares, pumas y serpientes venenosas.

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Los felinos marcan su territorio con orina, entonces uno tenía que orinar en ciertos puntos, por si llegaba el tigre identificara que había otro mamífero, que era grande y que también marcaba su territorio, para que no nos viera como posible presa sino como amenaza.

Camuflarse es otra estrategia para la cacería, pero había otro aspecto de orden público que también había que respetar porque uno podía ser blanco para un grupo armado, entonces había que andar con cuidado, ponerse el camuflaje solo en el sitio de caza.

"Cuando lo empecé a dominar, ya no me daba miedo el monte, uno se vuelve muy sinérgico con él".
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Un día estaba con un trabajador de la finca, teníamos mucha carne ya, pero se me apareció una guagua, no la necesitaba, la alumbré y la maté. Ya en la finca, arreglándola, me di cuenta que tenía leche en los pezones, en ese momento sentí pesar del animalito y de las crías que quedaron solas en el monte. Pensé: “teniendo tanta carne acabo de dejar a los animalitos sin mamá”. Me sentí triste, se reveló una identidad que no era consciente para mí hasta ese momento, la de depredador. A partir de ahí empecé a sacarle el cuerpo a la cacería, como si le estuviera haciendo duelo a ese animalito y a sus crías. Los cazadores vecinos empezaron a confrontarme y como pude los fui alejando de mi finca, que cazaran lejos. No volví a llevar carne de monte a la casa, la última vez que cacé tenía 14 años.

Empezó un trabajo de respeto por la naturaleza, primero por intuición, luego con ayuda de las cartillas ecológicas del Inderena que había en la escuela. Ya iba al monte, a mirar los animales, pero no los cazaba, igual llevaba la escopeta, que me daba seguridad, pero no la usaba. Fui recibiendo como una respuesta simbólica a esas visitas, cada vez había más animales, o quizás era que se dejaban ver más.

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A los 15 años volví a Medellín a terminar el bachillerato. Luego estudié veterinaria en la Universidad de Antioquia, cuando estaba terminando me surgió la oportunidad de realizar las prácticas profesionales en la UMATA de Amalfi. Regresé al pueblo y me quedé aquí, me asignaron la asistencia técnica rural y la parte de mejoramiento genético. En agosto cumplí 27 año, sigo trabajando con mi Cañón del Mata, soy testigo de las zonas de reserva, ya tenemos una de la sociedad civil. Ahí voy, agradecido con las raíces y con la gente.