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Por ANTANAS MOCKUS

Universidad, contracultura y subversión

Antanas Mockus, profesor del departamento de matemáticas, se adentra en este ensayo en un análisis de algunos de los más controvertidos y espinosos temas que han rodeado a la U.N. en los últimos años: políticas represivas, presencia de grupos beligerantes, aparición del MAS y despolitización del estudiantado, entre otros. Junio 17, 1984.

Este artículo se publicó en el espectador entre el 1983 y 1999. Ahora lo retomamos en el marco de la exposición el Magazín que fue realizada en alianza entre Comfama y Confiar y Universo Centro.

Universidad, contracultura y subversión
Universidad, contracultura y subversión

La tensión esencial entre universidad y sociedad, característica de toda auténtica universidad, encuentra formas muy diversas de expresión. En un extremo se dan la investigación independiente, la divulgación cualificada de juicios sustentados por expertos y la crítica especializada —de corte tecnocrático— de políticas y acciones del Estado y de los gremios, crítica que en muchos casos asume el marco de la legalidad imperante como una premisa inmodificable. En el otro extremo se encuentran un cuestionamiento global y una rebelión contra las formas imperantes de vida y de organización social, rebelión cuya urgencia es vivencialmente sentida y que parece exigir realizaciones —o por lo menos acciones— inmediatas. En el presente escrito nos interesa abordar este segundo extremo, teniendo en mente sus manifestaciones en la última década en la Universidad Nacional, por cuanto reconocemos que, según las posturas que adopten los involucrados y los afectados, esas formas de divergencia sociocultural pueden llegar a constituir parte de la riqueza y de la necesaria universalidad de la institución, pero también pueden llegar a poner en peligro su existencia.

En efecto, un poco al margen de las labores docentes, de las investigaciones y de las publicaciones que con buen nivel se realizan en nuestra universidad, se presentan recurrentemente actos, acciones y enfrentamientos que terminan voluntaria o involuntariamente afectando su marcha regular. En realidad, nada puede ser más peligroso para una universidad que la ceguera sobre lo que en ella misma acontece. En este sentido puede resultar conveniente destacar la diferencia entre contracultura y subversión. Se trata de dos formas hasta cierto punto diversas de puesta en cuestión y de impugnación práctica del ordenamiento social y cultural prevaleciente. Reconocer sus diferencias y sus conexiones es un paso necesario para adentrarse en el universo cultural y político de nuestros estudiantes, para comprender parte de lo acontecido en la Universidad Nacional en los últimos diez años y también para enfrentar con serenidad y realismo la situación actual.

La subversión

Empleando el término en un sentido muy restringido, pero sin la carga de estigma con que se usó en años recientes, por subversión entenderemos el conjunto de manifestaciones políticas directamente vinculadas al privilegio de la lucha armada como camino y método ineludible para el cambio social. Organizativamente esas posiciones suelen expresarse bajo la forma de vanguardias político-militares respaldadas en mayor o menor grado por un número variable de simpatizantes. 

A pesar de la amplia gama de grupos de este tipo que de un modo u otro se hacen presentes en la Universidad, el número de sus militantes en ella es mínimo. Su poder de convocatoria varía mucho según la coyuntura y en parte por esto sus relaciones tanto entre sí como con las agrupaciones de izquierda legal —que también son muy débiles en la Universidad— son bastante difíciles. Lo que es innegable es su poder de acción.

Los motivos fundamentales de su actividad son la injusticia social y la imposibilidad (en parte comprobada, en parte supuesta) de llegar a cambios satisfactorios siguiendo las vías legales. Más que el estudio teórico, pesan elementos de tipo ético: la experiencia de fraternidad que se deriva de una vida hasta cierto punto clandestina, la complicidad vivida intensamente en la preparación y ejecución de acciones arriesgadas y la exaltación emotiva de temas como el valor frente a la muerte posible o la fidelidad a la memoria de compañeros caídos en la lucha. Como una protección contra las posibles dudas que puedan presentarse en el camino, se suele enfatizar el carácter irreversible de la opción por la lucha armada (vencer o morir). Este tipo de contexto, unido a veces con un cultivo —supremamente discutible desde el punto de vista ético y político— de deseos de venganza, puede desembocar en una falta de previsión y de percepción de las consecuencias de cada acción y en una cierta ceguera con respecto a los cambios políticos en el país o en la universidad (más de una vez el esfuerzo de comprender las especificidades de la nueva situación es sustituido por un simple llamado a desenmascarar al gobierno o al rector de turno). Aunque casi siempre se afirma un entronque con el marxismo y con el leninismo, este entronque tiende a ser meramente nominal por la falta de estudio teórico, por el poco interés en adecuar las enseñanzas de los clásicos a las especificidades de la situación y de la historia nacional y por la subordinación de las ocasionales lecturas a las rencillas ideológicas con grupos similares. Estas características son particularmente notorias en los grupos de simpatizantes que parecen tener un vínculo más imaginario y afectivo que real con las organizaciones en cuyo nombre son capaces de actuar. Para despejar las ambigüedades que de ello se derivan (por ejemplo ¿a quién y en qué sentido comprometen las siglas en una bandera presente en una pedrea?) y para evitar que lo novelesco siga primando sobre lo político en la relación de los estudiantes con la subversión, sería altamente conveniente que los grupos alzados en armas expresaran públicamente su política frente a la Universidad y se pronunciaran explícitamente sobre cuestiones básicas como el porte y uso de armas en los predios de la misma.

La contracultura

Si la subversión apunta primordialmente a un cambio del conjunto de la sociedad mediante la toma violenta del poder, la contracultura es a la vez más pretenciosa y más modesta. Más pretenciosa por cuanto, al no parecerle suficiente la expropiación de los medios de producción, ni el control partidista sobre el Estado, exige una revolución de la vida cotidiana que entrañe un cambio radical en las relaciones entre los hombres, entre los sexos y entre las generaciones. Más modesta por cuanto, antes que creer dogmáticamente en el carácter ineluctable de la revolución política, prefiere —tolerando inclusive a veces una cierta dosis de escepticismo político— la búsqueda desde ya de cambios en la esfera de lo micropolítico. Se trata de transformar, en la práctica y desde ahora, las relaciones de pareja y con los niños, así como los vínculos con el trabajo colectivo y las relaciones de propiedad. Por lo general estos cambios se buscan en el seno de comunidades pequeñas voluntariamente constituidas. 

Más que a liberar a los otros se aspira a la propia liberación. Los ideales por los que se lucha deben encarnarse desde ya en la propia vida. El arte y la rumba pueden llegar a ser tan importantes como la actividad política tradicional e inclusive, a veces, esta última es mirada con desconfianza.

En general, la contracultura tiende a impugnar en el terreno de cualquier actividad las rutinas, las convenciones y los sentidos recibidos. De este modo juega un papel vivificador inclusive para la cultura que combate; en efecto, la obliga a actualizar o renovar sentidos sepultados por el tiempo y a preguntarse por el silenciado fundamento sobre el cual descansa cada rutina y cada ritual.

El motor básico de la contracultura es el rechazo a la alienación y a la subordinación. La sumisión a las pautas de vida que impone la moda o la tradición es vista como una pérdida de sí mismo. La originalidad, la creatividad y el inconformismo se exaltan como medios siempre válidos para esa recuperación de la propia vida. El antiautoritarismo es invocado recurrentemente y, en sus versiones extremas tiende a rechazar toda ley y toda obediencia. No es casual el que uno de los combos más activos en la Universidad en los últimos años haya resuelto utilizar como firma la expresión Sin Permiso, consignando repetidamente en vallas y folletos la siguiente leyenda: “Hay hombres que renuncian dócilmente a volar. Prefieren como buenos burgueses andar por la acera reglamentaria de la ley”. 

Así, la insumisión, la conducta desviante, llegan a ser valorados en sí mismas.

Más que heroicamente, el riesgo es asumido lúcidamente. La pedrea, o más bien el tropel como dicen ahora, se convierte en un happening, en una vivencia cuyo sentido está dado por su intensidad y su valor simbólico. Con frecuencia la acción se realiza con el propósito confeso de que las mayorías se pellizquen, pretendiendo así que salgan de su letargo. Pero a punta de chantaje no se configura ningún movimiento estable.

Actuar en contra de las pautas convencionales, en contra de lo normal y de lo normativo, puede llegar a ser una expresión contracultural; pero no lo es necesariamente y con facilidad puede degenerar inclusive en un simple acto de delincuencia común. En algunas ocasiones, por ejemplo, irrespetar la propiedad privada o la autoridad puede tener un alto valor simbólico (es el caso del militante de un partido verde alemán que, en reunión pública en el Parlamento, arroja en la cara de un general norteamericano una bolsa de sangre, en los días en que se ampliaba el número de misiles nucleares emplazados en Europa). Pero este valor simbólico debe ser suficientemente elevado para que quien realice el acto esté dispuesto a atenerse a sus consecuencias (en particular a las sanciones institucionales e inclusive penales entrañadas por la transgresión). Pretender el derecho a la impunidad, o transgredir la ley únicamente con fines pragmáticos, sin que se exprese con intensidad y claridad un contenido ético y político que, además de denunciar lo imperante, sugiera la posibilidad de formas más altas de vida, no es contracultura. Esta no se reduce, en efecto, a la búsqueda de novedosas vivencias; es también lúdica lucidez y cuidadosa reflexividad cultivada en el que actúa e inducida en los testigos. La transgresión se legitima así en la medida en que pone de manifiesto principios y posturas alternos y, bajo algún criterio, más elevados que aquellos que real o aparentemente pisotea. Sólo mediante una moralidad interna extremadamente clara y sólida se puede prescindir de la ley.

Precisamente, después de la recuperación de residencias en septiembre de 1982, al amparo de una cierta confianza en la moralidad espontánea de los individuos se abrieron camino, por un lado, el pragmatismo y el oportunismo de quienes llegaron buscando simplemente habitación y desentendiéndose de los problemas y las tareas colectivas y, por el otro, la delincuencia y el narcotráfico. Esto llevó a que algunos de los partidarios del cambio contracultural y de los protagonistas de la toma inicial reconocieran que no existían en los residentes las condiciones subjetivas para prescindir de un reglamento preciso, de una vigilancia externa y de otros mecanismos de control institucional y confesaran que el proceso se les había “salido de las manos”.

La contracultura en modo alguno es camino fácil, como suele pensarse. Apartarse de la senda de la tradición, alejarse de lo que es bien recibido abriendo caminos alternos, exige siempre un esfuerzo mayor que el que implicaría la conformidad. En el caso de la educación universitaria, el desgano en el aula y la reiterada impugnación de la academia y del “academicismo” no alcanza a ser auténtica contracultura. 

Si lo es, por ejemplo, la labor de un grupo de estudiantes que, insatisfecho con el programa propuesto por uno de sus docentes, propone un programa alterno, invitando a asistir a su docente y logrando desarrollarlo en forma indiscutiblemente superior, aunque sea a costa de un esfuerzo enorme por parte de algunos de los estudiantes.

En la Universidad la subversión y la contracultura viven en forma casi permanente la frustrante experiencia de la impotencia política. En efecto, sólo muy coyunturalmente logran concitar un número grande de estudiantes. Ambas encuentran enormes dificultades para transformar su poder de acción en poder político. Ambas suelen acudir, en su deseo de suscitar y orientar un Movimiento Estudiantil —que apenas configurado tiende a disolverse—, a las más disímiles banderas, mezclando indiscriminadamente reivindicaciones gremiales (bienestar estudiantil), revelaciones alarmistas (el secreto resorte de cualquier crisis prácticamente siempre termina siendo alguna dificultad presupuestal) y denuncias genéricas contra el Estado, el Gobierno o el rector. Aunque por distintas razones, ambas desconfían de los mecanismos legales de representación (olvidando incluso lo sugerido por la denuncia de Atcon según la cual tener un representante estudiantil en un Consejo Superior era algo así como dejar que un enemigo participe en las deliberaciones de un Estado Mayor). Ambas están empeñadas en combatir, de distinta manera, la desinformación y la manipulación de la información en los medios de comunicación, pero también ambas, más de una vez, creen necesario incurrir en la exageración y en la unilateralidad de la información, sin percatarse de que pierden así credibilidad, máxime en un contexto que ya de antemano —justa o injustamente— les es hostil. A pesar de las irrupciones de un pragmatismo de tipo muy circunstancial, la ética de la convicción prima casi siempre sobre la ética de la responsabilidad. En efecto, más que por sus consecuencias, las acciones realizadas son juzgadas por su conformidad con ciertos principios y con ciertas convicciones. Esto puede ser encomiable desde un punto de vista ético, pero es fatal desde un punto de vista político; quien se mueva en política atendiendo primordialmente a sus convicciones y desentendiéndose de la prospección y el reconocimiento de las consecuencias de sus acciones está condenado —salvo improbables casualidades— a la impotencia y al fracaso. 

Mano dura y despolitización

La Universidad Nacional no está sobrepolitizada; todo lo contrario. A partir de 1971, más de una década de “mano dura”, de cierres y militarizaciones, de represión y de intimidación, produjo una radical despolitización de la gran mayoría de estudiantes y profesores. La represión directa y sobre todo la intimidación destruyeron la organización estudiantil y debilitaron drásticamente a la izquierda legal. El movimiento estudiantil se quedó sin líderes visibles y su discurso político se empobreció. La repetida experiencia de impotencia y desmoralización creó condiciones óptimas para que ciertos males endémicos de la izquierda (sectarismo, dogmatismo y desprecio hacia las “bases” —cuyas posiciones moderadas o meramente gremiales son vistas como mera expresión de su “atraso”—) hicieran el resto. El Estatuto de Seguridad y la actividad desplegada por grupos paramilitares como el MAS crearon un clima en el cual se velaba cada vez más la diferencia entre la izquierda legal y los grupos alzados en armas. Cundió el temor a cualquier compromiso político, desaparecieron completamente las discusiones públicas sobre temas políticos y, en particular, sobre la validez y las limitaciones de la lucha armada. Mientras en la Universidad las mayorías tendían a replegarse hacia posiciones de pasividad o de indiferencia, se conformaron minorías decididas que respondían en forma cada vez más agresiva. Es muy probable que la situación favoreciera el predominio de la afectividad y de la indignación ética en las opciones políticas de los más radicales, dejando los elementos de juicio racional en un segundo plano.

Tras la destrucción de las organizaciones estudiantiles y de la discusión pública política, el estudiantado buscó expresarse a través de formas de contracultura e incluso ensayó posiciones pacifistas. El 4 de junio de 1981, en un intento de impedir el cierre preventivo que se veía venir y al grito de “¡La Universidad somos nosotros!”, los estudiantes participaron masivamente en una marcha que llevaba como estandarte una escultura en abstracta elaborada en tela por estudiantes de la Facultad de Artes y ocuparon pacíficamente la plaza Che Guevara. Después de una noche de rumba, de poesía y de canto vino el desalojo violento. Tras un perentorio plazo de diez minutos estallaron las lacrimógenas lanzadas por el Ejército. Para todos los participantes la alegre noche terminó con una amarga lección de violencia. La contracultura, y en particular su vertiente más pacifista, salió golpeada. La subversión fortalecida, al menos en razones.

Algo similar acontece cada vez que las fuerzas del orden público se exceden en su acción, atacando en forma injustificada a personas y bienes de la institución. No sin razón el saliente rector, doctor Fernando Sánchez Torres, llegó a protestar ante lo que él calificó como “desmanes” de la Policía y a reconocer que cada entrada de la Fuerza Disponible significaba cerca de un millón de pesos en daños causados en buena parte por las propias fuerzas del orden. Hasta donde se sabe, nunca la Dirección de la Policía Nacional aclaró si se trataba de una táctica deliberada o de excesos por parte de los encargados directos de la operación. Tampoco parece haberse preocupado por las consecuencias políticas que puede tener el espectáculo de agentes de la Policía destruyendo bienes de la Universidad o la dramática experiencia de quienes el pasado 16 de mayo vieron cómo “un muchacho que era perseguido por la Policía fue alcanzado por esta y golpeado brutalmente. Después un civil que integraba el grupo de la Policía le disparó dos veces…” (Cromos, 22-5-1984, p.106).

En semejante clima de violencia creciente de parte y parte y con semejante grado de despolitización, es lógico que las mayorías tendieran a desorientarse y fueran inclusive incapaces de cualquier expresión. Sin discusión abierta, sin organización estudiantil representativa, no cabía si quiera esperar que el apoyo mayoritario a la gestión del actual rector encontrara manera de manifestarse. Paradójicamente la persecución ideológica, la represión y la intimidación no son en modo alguno “cura”, sino más bien estímulo, para las formas extremas de protesta que convulsionan periódicamente nuestra universidad.

Los compromisos necesarios

En conclusión, no tenemos derecho a olvidar, ni dentro ni fuera de la Universidad, las consecuencias que han tenido y volverán a tener soluciones de tipo represivo. En cierto sentido, la principal responsable de la actual situación de la Universidad es la destrucción de las formas legales de expresión de la inconformidad política y social. De nuestro análisis se derivan también otras tesis, de cuto carácter polémico somos plenamente conscientes. La Universidad no solamente está obligada a seguir tolerando ciertas manifestaciones de contracultura, sino que debe abrigarlas, calificándolas. A su vez quienes, a pesar de los procesos de diálogo en busca de la paz en el país, persisten en la opción por la lucha armada deben, al igual que los entusiastas de la contracultura, valorar las posibilidades de cualificación que les ofrece la vida universitaria y comprender que esto les exige —a modo de mínima contraprestación— un compromiso claro: el de respetar las condiciones mínimas de supervivencia de la institución, no poniendo en peligro su existencia o su funcionamiento estable y cuidando de no entorpecer sus actividades fundamentales en la investigación y en la formación en las diversas áreas del saber.

A nosotros los docentes, posiblemente condenados a ser rebasados por la historia de nuestro tiempo, tal vez no nos corresponde orientar a favor o en contra de una u otra dirección las preferencias de nuestros estudiantes. Debemos respetar su libertad pero llevándolos siempre a que se exijan ellos mismos claridad en sus concepciones así como conciencia con respecto a las consecuencias últimas, colaterales e inmediatas de sus opciones y acciones. Ante todo nos debe interesar que lo que, en todo terreno y en particular en el de la política y la cultura, elijan hacer nuestros alumnos lo hagan bien, es decir, con lucidez, con máximo conocimiento de principios y de consecuencias, y a partir de ello, con plena responsabilidad. Por eso no nos está moralmente permitido darle la espalda, como con frecuencia lo hacemos, ni a la contracultura ni a la subversión. El que estas dos tendencias no pongan en peligro nuestra institución depende de su cualificación y del compromiso del conjunto de la institución con formas democráticas de discusión y de organización que permitan encauzar por caminos constructivos las contradicciones que no pueden dejar de gestarse o de manifestarse en ese crisol de cultura nacional que es nuestra Universidad.