Llueve aquella tarde en Liverpool. Un par de huraños obreros ingleses —también los hay— colocan cuatro placas de identificación en unas calles recién bautizadas. A su alrededor, soportando la llovizna impertinente, se encuentran los miembros del concejo municipal, algunos hombres y mujeres cercanos —por exceso y por defecto— a los 30 años, y un puñado de mirones sin oficio.
No se aprecia en el lugar un silencio especial. Inclusive, puede decirse que existe algo de música en el ámbito de la ceremonia. Es como si las gotas de repente se hubiesen puesto de acuerdo con el viento para golpear las aceras, los faroles, los perros y las ventanas, al mismo viejo ritmo de esa canción que habla de un lugar similar a Liverpool, pero donde los niños todavía ríen a espaldas de los banqueros, y donde los bomberos no terminan nunca de sacarle brillo a una antigua máquina, en honor a la Reina.
Las cuatro plaquetas, escritas en letras blancas sobre un fondo negro, dicen: John Lennon drive, Paul McCartney way, George Harrison close y Ringo Star drive.
Este ritual, sombríamente simbólico, sirvió para conmemorar, el año pasado, los 20 años del nacimiento de Los Beatles. Fue una pequeña solemnidad que apenas si fue registrada, por lo menos en Colombia, en la sección del mundo curioso. Sin embargo, y aunque los cables no lo dijeron, bautizar cuatro calles con los cuatro nombres de los cuatro músicos, bajo una llovizna minuciosa, fue quizás la manifestación más convencional de cuantas se le ocurrieron al ayuntamiento municipal, para evitar que la nostalgia se apoderara por completo de la generación rebelde de la ciudad.
El mundo estaba ocupado
“Tengo la impresión —dijo alguna vez el escritor Gabriel García Márquez— de que el mundo fue igual desde mi nacimiento hasta que Los Beatles empezaron a cantar”. Es la verdad. Y no sólo para él, sino para tres generaciones juntas: la suya propia, y también las dos posteriores. Eso está aceptado, hasta por el alcalde municipal de Liverpool. Sin embargo, la pregunta siguiente sería: ¿Es ahora el mundo igual a como lo dejaron Los Beatles?
El 5 de octubre de 1962, hace 20 años largos, salió al mercado el primer disco: Love me do. En esa fecha, en Bogotá, los directores de los diarios más importantes se reunían en el salón “Guillermo Valencia” del Capitolio, con el único objeto de “hacer un llamado a la paz”. Ese mismo día, mientras el cardenal Concha Córdoba alistaba viaje para el Vaticano, una tormenta de guijarros y ladrillos llovía sobre la humanidad del señor Teodoro Moscoso, embajador de la Alianza para el Progreso, quien efectuaba una visita oficial a Ciudad Kennedy. El país, en realidad, estaba demasiado ocupado en resolver otros asuntos diferentes, para detenerse en los ideales de un grupo “cómico-musical”, que era como los periodistas colombianos —en la premura de su trabajo— denominaban a Los Beatles.
Pero el mundo también estaba ocupado. John F. Kennedy no pensaba sino en Cuba; el muro de Berlín estaba todavía fresco, y el ambiente del universo se caldeaba cada día más pese a la experiencia de dos absurdas guerras mundiales. Casi como hoy. La sicosis de la pelea total era tal, que a la loca carrera espacial de rusos y americanos se le trató de colocar un imparcial, filantrópico e ineficaz policía acostado: “La soberanía de la luna es de las Naciones Unidas”, informaban, muy ingenuos, los titulares de prensa.
La herejía musical
El mundo adulto, en realidad, no sólo era muy aburrido, sino que aparecía ante los ojos jóvenes como un verdadero charco de agua sucia. Era insoportable, pero, quiérase o no, había que saltarlo. Al desatarse la búsqueda de una atmósfera que fuera por lo menos más honrada, la adolescencia encontró con Los Beatles una armadura providencial: la música. Con ella, y con una pizca de desfachatez e irreverencia, el plato de la victoria quedó condimentado: se podía no sólo caminar por el mundo, sino además irritarlo. Y era muy grato contemplar desde la orilla de los 16 años, la exasperación de los mayores.
Cuando los cuatro muchachos peludos sobrepasaron en el rating —aunque suene a herejía— al propio Jesucristo, el mundo se dio cuenta de que estaba cansado.
Esta pistola visionaria
En 1965, Los Beatles filmaron la película Help. La lucha por el “poder” —un anillo con un rubí gigantesco— es ganada por su música, sólo por su extraordinaria música, a pesar de que tras el brillante andaba un ingeniero deschavetado (la ciencia), una trápala de fanáticos (la religión) y un inspector simpático de Scotland Yard (la autoridad). Sin embargo, durante toda la cinta, los cuatro músicos prefieren la frescura y el descoco a la hechicería del “poder”. Al final, un John Lennon franco y visionario arroja el anillo sobre un mont ón de arena. Y luego hace pistola a su manera.
A los adultos, todo esto no les hizo gracia, por supuesto. No obstante, Los Beatles significaban dinero. El 11 de junio de 1965, con motivo del cumpleaños de la Reina Isabel II de Inglaterra, se los concede la Orden Real del Imperio Británico. John, Paul, George y Ring, las escobas que cantan, el grupo inglés cómico-musical, eran ahora Caballeros de la Corte porque habían inclinado la balanza de pagos con los solos impuestos que generaba la venta de sus discos en todo el mundo. Muchos Lords, muchos Gentlemen of the Kingdom, devolvieron sus condecoraciones en señal de protesta por este acto tan chocante. Pero ese simple detalle fue, para estupor de los adultos y orgullo de los jóvenes, un triunfo más de Los Beatles. El poder había caído en las doradas y eternas playas de la juventud.
Haz el amor, no la guerra
La semilla, pues, estaba plantada. La meta ya no era reunir un millón de dólares antes de los treinta; el amor se enamoró de la naturaleza y de su unión nació la inalcanzable ilusión del hipismo; y durante toda una década, todos llevamos el cabello sobre los hombros, y sobre los inmortales 20 años: una edad perpetua no apta para el servicio militar. Y mucho menos para la guerra.
Y por primera vez, gente que nunca había votado tuvo el honrado privilegio de no tener que escoger entre el liberalismo y el conservatismo. Ni entre el comunismo y el fascismo. Sin entender muy bien un conflicto como el de Vietnam —la primera guerra “en directo”—, sin saber siquiera quién debería ganarla, la juventud protestó con miedo. Y con flores. En el disco Imagine, Lennon, el soñador, clama:
“Mamá no quiero ser soldado/ Mamá, no quiero morir”.
Era el grito desesperado de la generación del amor.
Entonces, el mecanismo de defensa se activó, y vino la liberación. Y la rebelión. El uso de las drogas, hasta entonces propiedad exclusiva de los mafiosos, ladrones —los “mariguaneros”— e indeseables, fue para la juventud apenas una encantadora rueda dentada del engranaje que buscaba el mundo ideal perdido. Había, sin embargo, otros piñones, todos bien dirigidos: la ansiada libertad sexual, la vida desabrochada de las ataduras del dinero, y lo que el periodista Diego Manrique, de “Cambio 16”, definió como los “planteamientos políticos libres de la losa de la guerra fría”.
Esta guerrilla mental
En Colombia, esta generación acaba de cruzar ahora la muralla de los 30 años, en una época en la que no parece haber otra salida musical más importante que la salsa latina. Algunos de sus miembros saltaron la pared creyendo todavía que Los Beatles fueron no sólo un grupo inglés “cómico musical”, sino además, una partida de homosexuales. Otros, fervorosos creyentes del “haz el amor y no la guerra”, no terminaron haciendo ni lo uno ni lo otro, y hoy son prósperos e importantes ejecutivos de alguna empresa multinacional. Hay quienes conservan la colección agujereada de Los Beatles, pero se toman la cabeza con las manos —como sus padres se la tomaron—, cuando ven a sus hijas amar —como ellos amaron— a los chicos de Menudo: el grupo que por lo menos le ha dado a la adolescencia, nuevamente, la oportunidad de gritar por algo. Existen macartistas profesionales, pertenecientes al escuadrón del bambuco; anarquistas musicales, que prefieren tres horas de noticias continuas a los tres cantos de un copetón; pero existe también —y en un número inimaginable— toda una red clandestina de nostálgicos admiradores de Los Beatles. Se trata de una guerrilla mental, armada sin armas y sin lideres pero camuflada por la nostalgia, que piensa todavía que los niños debemos reírnos de los banqueros.