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Por CARLOS ALBERTO URIBE T.

Nuestra cultura de la muerte

La muerte como un emblema del país en estos últimos años, se ha llegado a convertir en una presencia inevitable que ha dado pauta para crear una cultura —y lamentablemente un culto— alrededor de ella. Una rar y lúgubre cultura que se analiza en este artículo por el antropólogo Carlos Alberto Uribe de la Universidad de Los Andes, en donde se adelanta una investigación sobre el tema. Abril 24, 1988.

Este artículo se publicó en el espectador entre el 1983 y 1999. Ahora lo retomamos en el marco de la exposición el Magazín que fue realizada en alianza entre Comfama y Confiar y Universo Centro.

 CARLOS ALBERTO URIBE T.
Nuestra cultura de la muerte

(“Si su mamá es comunista, mátela”

Grafitti en Bogotá

Puentes de la 26, debajo de la Carrera 7ª)

Hay un capítulo del gran zafarrancho de la inmemorial violencia colombiana que permanece velado con esmero. Me refiero al del culto a la muerte y a los símbolos de la violencia que con vocación irrevocable profesamos todos los colombianos. Se trata de toda una “cultura de la muerte” que desde los más remotos tiempos del pasado ha echado firmes y profundas raíces en este pedazo de tierra que hoy llamamos Colombia. Todos somos partícipes y por ello todos, en alguna medida, somos culpables. Porque no se necesita ser un sicario para pertenecer a la gran congregación.

En un reciente torneo poético, bautizado por sus organizadores como “La poesía tiene la palabra”, los colombianos decidimos, democráticamente, sobre nuestros versos favoritos. En reñido final los tres primeros lugares fueron ocupados, en su orden, por La canción de la vida profunda del “mensajero” Barba Jacob, el Nocturno del incestuoso José Asunción y Las flores negras del suicida vergonzante Flórez. Tres seres atormentados por la sexualidad, los sentidos, las pasiones, la culpa y la muerte. Tres poemas en los que al final triunfa Thánatos.

Empero, mi propósito no es aquí el análisis poético. Sólo busco señalar, al citar estos versos, que el hecho que fuesen sido acogidos no resulta gratuito ni obedece a las meras preferencias estéticas de los participantes en el evento. Por el contrario, detrás de esta selección actúan resortes muy importantes de nuestro ser como conglomerado social, de nuestro ethos cultural, de los símbolos que expresan este último a la vez que también motivan nuestros más íntimos impulsos. Y estos son, precisamente, los símbolos de la muerte. Allí se reproducen, en suma, los textos culturales con los cuales construimos nuestra propia historia.

Desde la publicación a comienzos de la década de 1960 del clásico La violencia en Colombia escrito por Germán Guzmán Campos, Orlando Fals Borda y Eduardo Umaña Luna, la extensísima bibliografía sobre este fenómeno se ha detenido más en lo que podríamos llamar sus “explicaciones estructurales”. Unos han visto la violencia colombiana como expresión de una lucha de clases dentro de los marcos de Estado débil. Otros buscan las razones en nuestra historia política republicana. Los de acá se detienen a puntualizar las razones por las cuales un régimen asfixiantemente bipartidista bloquea hoy otras expresiones de la voluntad popular en un sistema de representatividad democrática real. Los de más allá se sumergen en sesudos estudios del sistema de tenencia de tierras, de la “descampesinización” de los productores rurales, de las transformaciones en la estructura económica nacional, y hasta de los determinantes ambientales de la guerrilla “bandolera” de la zona cafetera. Todo esto sin incluir el reciente alud de las publicaciones más periodísticas que detallan los pormenores y vicisitudes de los numerosos pactos, treguas, amnistías, planes de pacificación y reconciliación surgidos en las también recientes fases de nuestro desangre nacional. Ni tampoco las crónicas rocambolescas de las aventuras de los nuevos señores de la violencia, los señores del tráfico ilícito de la marihuana y la cocaína.

Pero, me pregunto, ¿por qué no son tan numerosos aquellos estudios que sondeen el alma por ponerlo así, de los protagonistas de la violencia, que somos todos nosotros? ¿Por qué nuestra fascinación con la muerte? ¿Cuáles son los motivos culturales que impiden la resolución de nuestros conflictos dentro de ciertas reglas, según ciertos rituales, que no impliquen necesariamente el derramamiento de sangre? ¿Qué nos lleva a querer eliminar, como actores sociales y por métodos violentos, toda la diversidad de nuestro país, se ésta ecológica, étnica, cultural, social o ideológica? En síntesis, ¿qué es lo que hace que se perpetúe, en alocada espiral, toda esa cultura de la violencia? (1). En lo que sigue quiero explorar en ese vasto escenario colombiano de la cultura de la violencia, centrado ante todo en una parte de él: el de la muerte. Mi intención es buscarle otros ángulos de mira al problema de nuestras violencias que refuercen, sin excluirlas, las explicaciones estructurales a las que hacía mención.

En su hermosa obra sobre la fotografía, la ensayista norteamericana Susan Sontag nos cuenta su primer encuentro con este arte. Era un día de julio de 1945 en Santa Mónica y la Sontag tenía 12 años cuando, por una coincidencia se tropezó en una librería con fotografías de los campos de concentración de Bergen-Belsen y Dachau. Este pequeño episodio se convirtió en algo dramático y revelador: “Nunca nada de lo que he visto —en fotografía o en vida real— me ha roto tan clara, profunda e instantáneamente. Por cierto, me parece plausible decir que mi vida se dividió en dos partes, antes de ver esas fotos (…) y después, a pesar de que todo pasó muchos años antes de que entendiese plenamente lo que significaban” (2). 

Cuántos de nosotros, los de la generación de la Violencia, no vimos de niños fotografías análogamente horripilantes de las víctimas de los “pájaros” y los “bandoleros”, hombres, mujeres y niños, que aparecían a diario en los periódicos.

Aún recuerdo mi espanto al observar la terrible mueca de la muerte de aquellos cadáveres mutilados y desmembrados que yacían en pilas rodeados de unas cuantas velas, o que llegaban a los pueblos atravesados encima de mulas cual bultos de café (3). Y todavía me recorre un leve escalofrío cuando a mi mente regresan otra vez las voces de los mayores que comentaban, intercalando un “¡este país no puede seguir así!”, los detalles de la última matanza. Unos años más tarde fui presa de las mismas emociones conturbadoras cuando por primera vez tuve entre mis manos la primera edición de La Violencia en Colombia, con su registro fotográfico sobre este período de nuestra historia reciente. Ahora ya no me conmuevo igual cuando miro en la prensa o en la televisión a los actores inertes y sin vida de este acto de nuestro teatro de la muerte. ¿Será que ya entiendo plenamente estas imágenes? ¿O quizás es que ahora las veo sin verlas de verdad?

Tengo ante mí la novena edición del trabajo de Guzmán, Fals y Umaña y noto, con un ligero suspiro de descanso, que las fotografías no han sido incluidas en los dos volúmenes. Como una pequeña contribución a que el mal del olvido, esa peste típicamente colombiana, no avance tan victorioso, traeré a cuento una “fotografía hablada” tomada de la obra de Alfredo Molano, Los años del tropel, uno de los pocos autores que se muestran sensibles a la dimensión cultural de nuestra violencia. Es el testimonio de José Amador, quien recuerda así sus tiempos de ayudante del anfiteatro de Tuluá:

“El anfiteatro no tenía más que dos salitas y dos mesas. Había que coger a los muertos, desvestirlos, subirlos a las mesas y después fregarlos con agua y un cepillo de esos de raíz. Había que limpiarles toda esa sangre, a veces ya dura. Era como lavando un piso: écheles agua, restréguelos y así, hasta que quedaban limpios. Entonces el doctor llegaba y miraba, mientras otro escribía: “este presenta un orificio de entrada intercostal hecho con arma blanca; este otro presenta contusiones mortales en el cráneo”. Eso era así. Había que voltearlos, sentarlos, levantarles las piernas, las manos. Todos llegaban destrozados. Unos sin cabeza, otros sin dedos, sin orejas, sin senos las señoritas. Por aquella época se hizo muy famoso un asesino que llamaban El Silencioso. Andaba solo, no hablaba con nadie y nadie sabía ni de dónde era, ni dónde vivía. Su vicio era matar liberales, pero no solamente matarlos sino que una vez que el cliente estaba muerto, El Silencioso castraba al hombre, se echaba las castraduras al bolsillo, chupaba un poco de sangre del finado para que este no le hiciera nada en la otra vida y se largaba. Cuando encontraba un perro le echaba lo que tenía en el bolsillo y le decía: “Trágate este liberal, perro hijueputa” (4). 

Quien crea que el repertorio de formas de morir durante La Violencia se agota en la descripción anterior, está equivocado. Para usar la categoría de Guzmán, Fals y Umaña, la Tanatomanía del período comprendido entre más o menos 1945 y 1965 incluye, además de los mencionados corte de franela, corte de corbata, corte de oreja, y descuartizamiento, el picar para tamal, el bocachiquear, el no dejar ni la semilla, el corte de mica, el corte francés, el empalamiento, el arrojar gente desde aviones, el despeñamiento, y claro está, la violación, la piromanía, el genocidio y la antropofagia. Por supuesto que no todos los bandos en disputa usaron los mismos métodos: unos son característicos de los “pájaros”, otros de los “bandoleros” y los guerrilleros de entonces, otros de la policía, y el lanzamiento de personas desde aviones fue prerrogativa de los militares (5).

Pero, ¿qué tienen en común todas estas muertes de La Violencia? En otras palabras, ¿se pueden encontrar constantes en todos estos rituales de la muerte, en estos ritos del desorden? Yo creo que sí. Dejemos de lado, por el momento, la muerte institucional o sea los asesinatos cometidos por el ejército en el exterminio de quienes ellos llamaban, de manera reiterativa e insistente, los “bandoleros”.

Fijémonos, en cambio, en la muerte producida por los campesinos y que afectaba a los mismos campesinos, llámense ellos “pájaros”, “bandoleros” o “guerrilleros”. Se trataba, ante todo, de producir la muerte de una forma muy lenta, sin ninguna prisa y en donde cada acto del espectáculo del sacrificio era de importancia fundamental. Se quería escarmentar estudiadamente a los familiares, vecinos o copartidarios del condenado. Lo cual se lograba y con creces, por medio de la creación deliberada de lo que Michael Taussig llama un “espacio de la muerte”, o sea un escenario físico, un lugar, a la vez que un escenario temporal, un evento, un acontecimiento y en general, una región histórica claramente delimitados. En palabras de Taussig, “el espacio de la muerte es preeminentemente un espacio de transformaciones: a través de la experiencia de la muerte, la vida; a través del miedo, la pérdida de sí, la conformidad con una nueva realidad; o por el mal, el bien” (6). El ritual de la muerte en el sacrificio crea entonces su propio altar, su propio espacio, en donde victimario y víctima se confunden en un abrazo macabro de redención, de muerte para que otros vivan o de vida para que otros mueran en castigo por sus culpas, en una espiral incontenible. Por el miedo, la pérdida de si, la conformidad con este país “que no puede seguir así”, y el deseo íntimo de que en la próxima vuelta del camino oferente y víctima cambien su puesto en el altar del sacrificio, aunque sea en la otra vida, como secretamente lo sospechaba El Silencioso cuando chupaba las “castraduras” y la sangre del finado. Por el mal, el bien.

Pero este ritual del sacrificio, es a la vez un anti-ritual. Un ritual que invierte y hasta se burla de otros rituales más establecidos. En su inversión y en su sátira el ritual adquiere sus sentidos, que aunque arbitrarios, o precisamente por eso, están cargados de significaciones. Un anti-ritual que se apoya, al mismo tiempo que nutre, los rituales oficiales. Como lo demuestra la muerte del “bandolero” liberal de la Provincia de Vélez, Clemente Roncancio, el Jinete de la Noche:

A comienzos del año 63, durante la Semana Santa, Roncancio fue sacado de la cárcel (de Albania) y conducido hasta la iglesia donde lo expusieron como escarmiento ante los feligreses. Al cabo del oficio religioso, a alguien se le ocurrió hacer con Roncancio una parodia de la Pasión y muerte de Jesús. El hombre, ya maltrecho a bofetadas, patadas y escupitajos, fue llevado a empeñones a la plaza y colocado bajo una pesada cruz. Con ella al hombro le dio una vuelta a la plaza, en medio de las blasfemias y los insultos físicos y morales. Ya con la tarde, fue conducido a un cerro de los alrededores donde lo crucificaron patas arriba, como a San Pedro. Su agonía no duró mucho. Clemente Roncancio estaba prácticamente desnutrido, esquelético y achacoso. Al otro día fue sepultado en un lugar desconocido para la mayoría. Pero con el tiempo, algunos dolientes, descubrieron una cruz en medio de la montaña, creyeron que era la de Roncancio y a ella le hacen peregrinación todos los años, por Semana Santa (7). 

De otro lado, este ritual de la muerte gesta su propia historia a la vez que gesta la historia y ambos partos terminan confundiéndose. Gesta la historia porque la muerte se transforma en un episodio, en un acontecimiento, en una porción de la cronología, en donde el tiempo cotidiano se interrumpe de manera abrupta y dramática y casi sin ningún aviso, sin ninguna preparación de los fieles ni las víctimas. La ruptura crea drama y la propia muerte refuerza el drama. La existencia “normal” de labriegos con vida se altera, sacralizándose, no para llegar a ningún espacio colectivo de unanimidad social, de integración, de consenso, de communitas o de orden, una vez superado todo el caos. Todo lo contrario. La muerte, el paradigma mismo del desorden, fomenta y acelera el desorden del gran escenario en donde consigue sus presas, el país mismo. Aunque se asesinaba, y se asesina, según se afirma, para rescatar o restituir el orden “normal” de las cosas, y ese orden se definía según el lado que se ocupase en el gran sacrificio, según fuese uno “chulavita” o “cachiporro”, “pájaro” o “bandolero”, “común” o “del gobierno”, policía o soldado, lo que se buscaba y se busca era precisamente demostrar la imposibilidad del orden. O mejor, lo que se trataba y se trata era de mostrar al desnudo el desorden del orden. La muerte se convierte a la vez en el resultado y en el germen fundamental del “desorden ordenado” que es la historia de nuestra sociedad. Detrás del desorden de los “pájaros” y los “bandoleros”, el desorden ordenado de los gamonales y políticos. Detrás del orden desordenado del ejército y la policía, el desorden de la muerte. 

En otro plano, el ritual de la muerte genera también una topografía del desorden, un verdadero mapa cuyos hitos son las fincas, campos, caminos, calles y demás espacios domésticos y colectivos que la muerte delimita en su proceso. Este es el mapa de nuestra violencia, esta es la “historia topográfica” de la muerte, repleta de lugares sacralizados que se marcan tanto en el espacio físico como en el espacio de la memoria colectiva: aquí fue la matanza de El Turpial; desde este puente arrojaban los cadáveres; en esta casa mataron a Efraín González, en la finca El Porvenir cayó abatido “Chispas”. La construcción de nuestra accidentada topografía de la muerte no se detiene: Aquí cayó el Ministerio de Justicia; este es Pozzetto el restaurante del psicópata; en esta avenida fue baleado Guillermo Cano; el carro del procurador Carlos Mauro Hoyos quedó en esta cuneta después del tiroteo; en la finca La Holanda ajusticiaron a 22 trabajadores. Y todos esos lugares quedan marcados: por una cruz, como esas que aparecen a la vera de las carreteras cual mojones de ese otro rosario de muertes; por una placa de bronce; por un busto de piedra; o simplemente, por la memoria, el recuerdo de la muerte o el recuerdo en nuestras mentes del tenue límite entre la vida y la muerte en nuestro territorio. A la próxima vuelta del camino se puede perder la vida.

La muerte de la violencia engendra así mismo su propia historia porque el ritual del sacrificio construye su imaginería que lo reproduce, amplía y perpetúa en el tiempo, lo transmite de padres y madres a hijos, de víctimas a nuevas víctimas, de oferentes a los fieles que comulgan del espectáculo, de periodistas a lectores, de los políticos a las masas, de aquí para allá hasta abarcar a toda la congregación, y luego hasta más allá de las fronteras. En otras palabras, las imágenes de la muerte crean su propia tradición. Ese era, y es, entre otros, el propósito del ritual: crear deliberadamente, cual pintor surrealista, cuadros dantescos y macabros que se transformen de boca en boca, de ojos en ojos, de mente en mente. Imágenes, “fotografías”, que capturen la imaginación del enemigo y del amigo, del espectador y del lector, que se conviertan en una verdadera revelación, en una “epifanía negativa” como dice Susan Sontag, que sean una aparición fantasmagórica que revuelva las entrañas y los fantasmas personales y colectivos. Que sean una marca, una señal y un hito. Un signo. Que concreten los temores y los más recónditos deseos. Imágenes reveladas en el laboratorio de los cuerpos humanos abiertos, decapitados, violados, castrados, inmolados en una gran comunión caníbal que después abandona los restos del sacrificio al apetito voraz de los buitres o de las cámaras fotográficas. Cuando no los exhibe para un supuesto escarmiento, como aconteció con los cadáveres de “Desquite”, “Sangrenegra” y “Tarzán” que “fueron llevados en helicópteros a Ibagué, Armero, Venadillo y Líbano y expuestos a la comunidad pública” (8).

(¿Escarmiento o reforzamiento de la muerte y de la imagen de la muerte? ¿O ambos? ¿O la vida y la muerte puestas otra vez juntas, en su mutua exclusión a la vez que en su síntesis inevitable, en un nuevo espectáculo?). Imágenes reveladas en la física y en la química del desorden de la topografía humana, de la desclasificación e inversión del orden natural de los miembros del cuerpo humano (9). Imágenes ya deshumanizadas, producto de la deshumanización lenta de las víctimas que a la vez abría el camino a sus propias muertes. Deshumanización, desclasificación, desexualización producidos por el machete, el fusil o el pene.

Imágenes imborrables, inerradicables de las mentes. Imágenes ejemplares tanto por ejemplos como por modelos. Imágenes alucinadas, desorganizadoras de nuestras realidades percibidas. Imágenes incomprensibles, pero no por ello “irracionales”, como quisieran los apologistas de las racionalidades importadas. Fotografías habladas cuya circulación, su narración, crea la duradera trama de nuestra cultura del terror. Imágenes que en el campo de producción de la cultura del terror adquieren su racionalidad tropical. Imágenes cuyo sentido hay que buscarlo en la arbitrariedad, en el sin sentido que representan. Verdaderos textos cuya abigarrada multiplicidad creó en nosotros, como aún lo hace, una verdadera “neblina” de imágenes que vela nuestro entendimiento (10).  Y entonces, al final, ya poco revelan en nosotros y entonces tratamos de archivarlas en nuestras mentes, dizque para “poder seguir viviendo”. 

Ahora veamos la “muerte del sicario”. A diferencia de la “muerte de La Violencia”, la muerte traída por el sicario es una muerte rápida, no ritualizada, eficaz, de pocos segundos y efectiva, en la que los muertos quedan “bien muertos” casi sin darse cuenta. Es una muerte anónima, sin cara o con caras enmascaradas que jamás pueden descubrir sus víctimas. Víctima y victimario se encuentran en su abrazo de muerte de manera impersonal, donde no media una relación cara a cara. Aunque, sin saberlo, ya ambos se conocen muy bien: el asesino y sus compinches la planean al centímetro, siguen a la víctima por semanas y aun meses, para conocer todos sus movimientos, sus gustos, sus costumbres y hasta su intimidad. Es una muerte fríamente planeada y esta planeación implica una “escuela de sicarios”, la elección y consecución del armamento y los vehículos de desplazamiento apropiados, la elaboración de mapas y planos, la elección de las rutas de escape y hasta la selección de nuevos sicarios para silenciar a los sicarios que de hecho cometen el crimen. Es la “muerte de la línea de ensamblaje” en la que cada parte ocupa su lugar preciso en el todo y cada operario ejecuta su función parcial que produce al final el todo: la muerte. La muerte del sicario tiene su mercado, su demanda y su oferta con una “mano invisible” que fija los precios, ajusta las preferencias de quien la contrata con las habilidades de quien la ejecuta y al final todos reciben sus “satisfacciones”: la eliminación física de aquel que obstruye las metas de quien la negocia y el dinero como pago para quien la realiza. Es el medio último dentro de toda la colección de medios posibles, mediante el cual quien está detrás de ella busca maximizar sus propios fines. En este mercado de la muerte, el sicario es un intermediario, algo así como un empresario de pompas fúnebres especializado, cuyas habilidades son escasas y están en venta al mejor postor. La muerte del sicario tiene entonces una racionalidad capitalista. Tiene, en suma, su propia logística y su propia lógica, que la separa de la muerte de La Violencia.

Pero, ¿están tan separadas, son tan diferentes estas dos muertes excepto por el hecho obvio que ambas producen una misma cosa, esto es, la muerte? No. Por el contrario, hay puentes que las unen, a más del hecho también obvio de que ambas bañan de sangre nuestra topografía, y que de una forma u otra los sicarios y sus víctimas son hijos de las víctimas de las pasadas violencias, de la tradición del orden desordenado. Es como una cadena de muerte que a todos los de la gran congregación, que es la nuestra, a todos los de la gran audiencia de la muerte, que somos nosotros todos, nos une a través de la historia de nuestro caos, de nuestro desorden ordenado. Porque nuestra violencia no se da en el aire, ni nuestra agresión sigue sumisa a la dictadura de nuestros genes. Porque nuestra violencia tiene raíces, porque nuestra violencia todo lo permea, porque la violencia también se gesta en nuestra vida, en nuestras casas, en nuestras familias, entre padre y madre, entre padre e hijos, entre madre e hijos, entre hermanos, y la cadena sigue.

Y sigue en nuestras calles y caminos. Y sigue la cadena.

De otro lado, al igual que el pájaro y el bandolero, el sicario, el victimario, es a un mismo tiempo una víctima. El sicario es víctima de un pasado, de su propia historia de vida, es víctima de sus propias condiciones de posibilidad. Ante todo, ellos son víctimas tanto de la organización como de la institucionalidad que los engendra y a las cuales, en últimas, contribuyen a defender y a fortificar. Aunque si son sorprendidos en sus actos de muerte esa misma organización los abandone a su suerte, o esa misma institucionalidad los arroje en una cárcel para ser reseñados como culpables, fotografiados para los prontuarios judiciales o para los medios de comunicación. Esto cuando tienen suerte, ¡vaya suerte!, y no resultan asesinados ellos también. En todo caso, son finalmente transformados en imágenes de muerte, en “fotografías vivas”, de caos, de miseria, de desorden, de parodia, de burla, de escarmiento, de un sainete grotesco, como le pasó a Clemente Roncancio, El Jinete de la Noche, en esa anti-Semana Santa de 1963 en Albania, en la Provincia de Vélez. 

La muerte de la violencia y la muerte del sicario tienen, así mismo, muchas cosas en común, muchos puentes que las unen. Como los mismos espacios de terror que juntos engendran. Porque a veces son más protagónicos el terror y el miedo, por el efecto que producen en los espectadores, que el mismo acto de la muerte, que la misma consumación del terror. Porque puede ser más efectiva la amenaza, el boleteo, la llamada anónima a altas horas de la noche. Porque en el drama de la muerte, de nuestro espectáculo de la muerte, lo que más impacta al espectador, al igual que en el teatro épico brechtiano, lo más importante, es el efecto de demonstración, el juego con la cercanía y la distancia, el azar entre la vida y la muerte. 

La muerte de la violencia y la muerte del sicario son, en fin, puntos extremos de un continuo unido por un espacio de muerte. Dentro del conjunto, encontramos las otras muertes que padecemos.