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Por PIEDAD BONENT

La guerra y la cultura o la cultura de la guerra

Junio 28, 1998.

Este artículo se publicó en el espectador entre el 1983 y 1999. Ahora lo retomamos en el marco de la exposición el Magazín que fue realizada en alianza entre Comfama y Confiar y Universo Centro.

La guerra y la cultura o la cultura de la guerra
La guerra y la cultura o la cultura de la guerra

Desde hace tal vez un cuarto de siglo, una mayoría de colombianos experimentamos, anonadados e impotentes, la sensación de ir de mal en peor. Cada vez los males cambian de faz, en una atroz y vertiginosa transformación de su naturaleza, y cada vez el diagnóstico se hace más complicado, por la incontable cantidad de factores que entran en su constitución. Hacer un análisis de éstos y sus posibles consecuencias resulta en sí misma una labor dificilísima, aun para los especialistas, y por tanto imposible de ser asumida en forma responsable en un corto espacio. Quiero entonces concentrarme más bien en un tema que considero fundamental: cómo se siente el colombiano de hoy ante la avasallante realidad de deterioro, desgobierno, negligencia estatal, inseguridad y muerte que lo rodea, cuáles son las consecuencias sociales y culturales de tal sentimiento, y qué papel juega en este clima espiritual la literatura, cuál puede ser su capacidad transformadora. 

Si hubiera que buscar una primera palabra para referirse al sentimiento común del colombiano frente a su entorno, no ahora, sino desde hace muchos años, quizá desde siempre, esa palabra es desamparo. Como un pequeño huérfano que ha sido arrojado a la calle y debe sobrevivir en medio de una realidad atroz y despiadada, el ciudadano común y el hombre del campo han aprendido a no creer en ningún orden, en ninguna vía legal. Acostumbrados a la ausencia del Estado en casi todas las instancias de su vida, deben echar mano a todos sus recursos, a su ingenio o a su paciencia, y sortear a la buena de Dios muchas de sus contingencias cotidianas. 

Como siempre, es la literatura la encargada de crear los símbolos para iluminar estos hechos profundos. Un profesor inglés, sin duda poco imaginativo, se sorprendía alguna vez de que Gabriel García Márquez hubiera escrito una novela apoyado en la idea imposible de que un veterano de la guerra pudiera pasarse toda una vida esperando su pensión de jubilación. No le cabía en la cabeza el hecho de que en algún lugar de la Tierra pueda resultar más factible sobrevivir apostándole a la lotería o las riñas de gallos que de aquello que el Estado está obligado a dar a su pueblo.

Ese hombre ingenuo se aterraría aún más si supiera cuántos hombres en Colombia no cuentan con garantías mínimas que aseguren educación para sus hijos, empleo o subsidio, o un servicio de salud pública con un mínimo de dignidad y respeto; que perviven prácticas sociales de padrinazgo y recomendación que hacen difícil que las personas, por su propio esfuerzo, lleguen a ocupar las posiciones que se merecen; que muchas veces las gentes temen más a sus autoridades que a la delincuencia; que entran a los juzgados y a los lugares de servicio público sabiendo que empieza un largo calvario donde probablemente rodo esfuerzo sea inútil; que ingresar a una cárcel significa vejación y riesgo de muerte; y que, cada mañana, cuando salimos de nuestra casa, muchos colombianos nos enfrentamos a unas ciudades que no nos ofrecen siquiera espacios seguros por dónde caminar cómodamente, unas ciudades que han condenado a los invidentes, a los minusválidos, a los ancianos, a permanecer en sus casas. Siempre me han llamado la atención esos curiosos letreros que colocan los constructores debajo de una casa en demolición o de una vía que se repara: “Transite bajo su propia responsabilidad”. ¡Como si la responsabilidad de nuestras vidas estuviera en Colombia en algún momento en otras manos que no sean las nuestras! Cuando a los líderes políticos ya amenazados y supuestamente protegidos los matan todos los días en la plaza pública, en la puerta de las universidades, en los aeropuertos y aun entre los aviones.

Ni qué decir de la belleza, considerada un lujo para unos pocos, y que cuando, obstinada como es, aparece en el paisaje o en medio de la ferocidad ciudadana, apenas si logra ser apreciada por unos espíritus sobrecogidos por el miedo y empeñados en la supervivencia. 

De un tiempo para acá miramos, confundidos, como el núcleo de la violencia crece, y cómo más y más colombianos adhieren a ella de las más distintas maneras: el mafioso y el sicario, el guerrillero y el paramilitar, el delincuente común y el engolado ladrón, tejen una bola hecha de hilos emponzoñados, que se enmarañan impidiéndonos saber dónde están los límites de las distintas violencias. Toda frontera ha sido borrada, y con ella, toda forma de claridad.

Abandonado a su suerte, el colombiano corriente se ha acostumbrado a la injusticia. A ver cómo la impunidad es la respuesta al sacrificio de sus mejores hombres, cómo en la actividad económica y política triunfan la trampa y la maturranga, cómo en la vida cotidiana el que elige la vía del civismo y el respeto es pisoteado por los demás.

Si a esto le sumamos la estigmatización a que hemos sido sometidos en los últimos tiempos por la comunidad internacional, la posibilidad de humillación que amenaza a todo colombiano apenas atraviesa la frontera patria, y más recientemente la amenaza de intervención directa de los Estados Unidos, comprenderemos que muchos de los habitantes de este país vivimos cada jornada como aplastados por las circunstancias, asfixiados en un día a día que conjuga el más pobre nivel de vida en lo inmediato con el más infame clima espiritual, el que se desprende del irrespeto permanente a la vida y a la dignidad.

Entre los colombianos que no gestan directamente la violencia encontramos que un primer grupo, acorazado contra el horror y la ilegitimidad, ha elegido el cinismo, la dura coraza; en él se cuenta el “vivo”, ese sujeto que siempre está bordeando la delincuencia, y que tanto puede “colarse” en la fila de los que pacientemente esperan, como eludir el pago de impuestos, violar un semáforo o usar de la intriga y de la alianza para satisfacer sus propias necesidades. Por alguna razón que no sé explicarme, el “vivo” goza en esta sociedad de una simpatía digna de mejores causas. Este pícaro de nuevo cuño que alardea socialmente de sus proezas y enseña la trampa a sus hijos es, tal vez sin saberlo, un gran generador de violencia: de esa violencia continua y sin estruendo que termina por exacerbar el ánimo de los pacíficos y los lanza, bien sea a romper sus propios límites de contención, bien sea a una sofocada amargura que sirve de dique a la natural alegría de la convivencia.

En un segundo grupo, el de los que padecen los males inermes y ciertamente impotentes, la reacción es diversa: unos, enconados en una retórica vacua pero cómodamente asentados en sus pequeñas y perezosas rutinas, se quejan o maldicen; otros, los que pueden, escapan.

Cierta seudoaristocracia local observa estupefacta la violencia que de tanto en tanto la golpea, pero desentendida de todo afán social permanece ensimismada y aferrada a sus privilegios; y la pequeña burguesía, mezquina y egoísta, sólo se interesa en ganar sus cortas metas y, apertrechada en su moral doméstica, apenas si es capaz de ver la realidad detrás de los barrotes en sus ventanas. Por otro lado vemos un pueblo resignado y maltrecho, entre encogido de hombros y resentido, que sabe que no tiene mucho qué perder pues tampoco podría ganar mucho más.

Finalmente encontramos un grupo de colombianos reflexivos, aunque a menudo escépticos, que están comprometidos con la sociedad en la medida en que asumen a cabalidad su condición de hombres, es decir, que se miran no como pequeñas partículas flotantes en un universo de dispersión, sino como seres responsables de sí mismos y de todos aquellos que ocupan su entorno. Muchos de ellos viven, como sabemos, en la frontera de la muerte, amenazados por quienes embrutecidos por la violencia han perdido toda capacidad de comprender. 

Todos, sin excepción, vivimos sin embargo una misma experiencia: si tratamos de preguntarnos por las causas finales de tan doloroso estado de cosas, llegamos a un punto muerto. Abandono estatal, corrupción, deficiencias educativas, ambición de una casta de poderosos, vicios seculares: estos factores, aún sumados, dejan en el fondo un agujero negro que ninguna respuesta puede iluminar. ¿Qué hace que una sociedad enferme hasta el punto de crear seres que son capaces de, cotidianamente, violar los derechos de sus semejantes? ¿Qué insania hace que un hombre electrocute dos niños porque se bañan en su tanque de agua, otro mate a un adolescente porque su perro invadió su jardín y otros irrumpan en una fiesta de barrio o en una cafetería y disparen a diestra y siniestra dejando un reguero indiscriminado de cadáveres donde antes hubo sólo alegría y diversión? ¿Qué monstruos, qué vidas, qué infancias, hay en quienes se atreven a colocar una bomba en un centro comercial en la víspera del Día de la Madre, o a la salida de una plaza de toros, o en los que matan a un hombre con las manos atadas después de torturarlo?

Ante la pregunta final, que compromete la naturaleza espiritual de un pueblo no puede siquiera enunciarse una respuesta. Y ese no poder explicarse la conducta social de la comunidad a la que pertenece, hace que el hombre corriente una al desamparo la desazón. Cada vez que se hace la pregunta mueve con igual desaliento la cabeza. Y al no comprender, su capacidad de luchar pareciera disminuir o desaparecer.

Y sin embargo, y a pesar de que no comprende, el corazón de todo colombiano responsable está marcado por la vergüenza, y consciente o inconscientemente padece culpa, una culpa que es a la vez individual y colectiva. Pero como un enfermo grave al que le acaban de anunciar lo irremediable de su muerte, permanece paralizado por el estupor. Siente que los acontecimientos se desarrollan fuera de su alcance y lo convierten en un ser ajeno, mero espectador del sacrificio. Sabiendo que apenas si puede manejar su propia vida, el egoísmo crece en la mayoría como una mala planta y lo aísla en su pequeño territorio de confianza. Cierran entonces la puerta y encienden la televisión: allí, cuando no se habita en el reino de la tontería, la violencia, al menos, parece más lejana.

Hace pocos días los periódicos nos trajeron una de tantas atroces noticias, esta vez convertida en símbolo: Andreas Erich Sholten, alemán parapléjico por un accidente automovilístico y narcotraficante, debió permanecer durante semanas envuelto en su propia materia fecal ante la desidia de los guardianes y los presos de la cárcel El Bosque de Barranquilla, que lo abandonaron a su suerte cuando se le acabó el dinero para pagar sus servicios. Esto le ocasionó una enfermedad contagiosa, una gangrena que obligó a los médicos a efectuarle diversas amputaciones, trasplantes de piel, a extirparle la bolsa que contiene los testículos y a implantarle un recto artificial.

Y es que el colombiano es un hombre que, a pesar de su camaradería, su ingenio, su magnífico sentido del humor, sufre la peor de las enfermedades: la de la insolidaridad. Este hecho escandaloso, que muestra una penuria de las almas tan grande que uno se pregunta cuántos años, cuántos siglos se necesitarán para repararla, subrayó de manera contundente lo que también había denunciado ya, de la manera más sutil, Gabriel García Márquez en Cien años de soledad: la dolorosa incapacidad de amar de los macondianos. Endurecidos, o abstraídos, o en la mayor parte de los casos, asustados, los personajes de la novela terminan por vivir sus vidas en la más espantosa soledad.

Sin embargo, una y otra vez se despierta, así sea vacilante y débil, la esperanza. Y una y otra vez le apuesta una parte de la ciudadanía a todo lo que ligeramente sea un destello de luz en el inmenso túnel de nuestras desgracias. Al académico que propone un lenguaje nuevo y subvierte la desgastada retórica, al cristiano que moraliza con sentencias bíblicas, al cantante popular, al olvidado indígena, a la estrella de cine, al demagogo, al loco. El orden cerrado de las castas de siempre se abre y el bandazo nos lanza al mar de la confusión y la desmesura.

Lo banal y lo serio, lo verdadero y lo falso, lo grave y lo liviano, confundidos hace ya mucho tiempo en manos de los medios de comunicación, se aúnan en el carnaval de los desesperados. El enfermo todavía tiene alguna fuerza. El enfermo acude a todos los brebajes, a todas las pócimas, buscando nuevamente la salud. Pero la desesperación es errática, impide la coherencia. El desahuciado puede, ya no sólo empeorar, sino perder definitivamente la esperanza.

A este colombiano abrumado y esencialmente solo se dirige el escritor nacional. Para él, en primer término, produce su literatura. “El arte, dijo Yeats, es el acto social de un hombre solitario”. “El poeta talla su obra a partir de la soledad y con ella, pero es soledad la obra que talla, aunque en ella debe reunirse con los demás hombres”, dice, por su parte, Fernando Savater. Es merced a esta relación paradojal entre la soledad del escritor y su ser social que podemos comprender la función de la literatura, su razón de ser.

La literatura no es un oficio, sino una vocación. Su ejercicio deber llegar a poseer el rigor del desempeño profesional y el valor único de lo artesanal, pero su verdadero motor es la necesidad. La obra literaria es el producto de un hombre que no se conforma con pensar, sentir, experimentar, sino que necesita comunicar. Y el esfuerzo de comunicación presupone un otro: no otro de carne y hueso (aunque a veces así nos guste imaginarlo) sino un ser abstracto que posee en su idealidad rasgos similares y contrarios a los nuestros.

No es ese otro lo que en principio importa, sin embargo: la verdadera literatura nace de la lucha que el escritor debe dar consigo mismo, y es con su más hondo fondo con el que finalmente se comunica. En principio, esta voltereta pareciera hacer de él un autista. Pero todo hecho de lenguaje implica compartir con otros un repertorio de códigos, entrar en el juego de lo social. Escribir es ya un acto de fe, aunque éste sea inconsciente. Y por tanto, toda misantropía, todo desdén y todo escepticismo termina siendo vencido por el acto de escritura.

La esencia de la literatura es la libertad. Y su fin último, la transgresión. 

Como también explica Savater, el principio del escritor es non serviam y la suya la defensa de lo inútil, que es lo contrario de lo instrumental. Tal vez la más honda y definitiva de las libertades es la que nace de no aceptar ninguna coacción externa: ni el gusto general, ni las presiones económicas, ni las imposiciones ideológicas, ni la convención, la amenaza o el miedo pueden determinarlo. Tampoco las veleidades del éxito.

Y esa libertad necesariamente se revela en la forma en que el artista asume su escritura. “A un escritor se le olvida, -me decía alguna vez Eugenio Montejo, el gran poeta venezolano- que hay una alternativa distinta a hacer las cosas bien o mal: no hacerlas”. Y en verdad, cada vez que un escritor elige una palabra para expresar una idea o una emoción, es enteramente libre. Libre de dejarla, de cambiarla, pero también de borrarla, o de borrarlas todas, es decir, de optar por el silencio. En la libertad reposa entonces, por consiguiente, su responsabilidad.

La literatura es también transgresora, no porque la provocación haga parte de su esencia, sino porque su verdadera naturaleza le exige al escritor volver a mirar el mundo como si fuera la primera vez. La creación de formas inéditas replantea incesantemente al lector el sentido del existir y pone a tambalear la norma. La literatura, al comprender, deshace las convenciones y crea una moral propia. Y con su poderoso motor va abriendo brecha, desentrañando tácitamente la multiforme naturaleza de su tiempo. 

Por todas estas cosas el escritor es un ser en principio no sólo solitario, sino egoísta. El origen de su escritura está en los más concentrado de su yo, en su parte más visceral o más honda. Y sin embargo, como decía, el simple hecho de escribir lo convierte en un ser solidario, pues el artista verdadero abandona siempre todo aquello que pueda haber de anecdótico o de particular en su experiencia y lo remite a una realidad universal.

¿Cómo es solidario el poeta, el novelista, el dramaturgo? Otra vez la respuesta la tiene Savater: “Es con la soledad de fondo de cada hombre con lo que el poeta se solidariza”. Es decir, con la profunda soledad del otro. Pues la literatura, y dentro de ella la poesía, su forma más esencialmente solitaria y solidaria, intenta decir del mundo todo lo que las otras vías de acceso nos niegan. Cuando ya todo parece haber sido dicho, cuando todo recurso de explicación final se agota, queda todavía la poesía. En ella, como dice Heidegger, “el hablar habla” y las cosas develan su ser, se nos entregan.

Según esto, la literatura, y sobre todo la poesía, es hoy por hoy uno de los pocos recursos que le quedan al colombiano para acceder a su ser verdadero y encontrar la solidaridad. Ante el horizonte cerrado y ante el hermetismo de una realidad confusa que impide la interpretación, la poesía se le da como una promesa. En su fondo, como en un oscuro vino, bullen las burbujas que encierran una posibilidad de revelación.

Pero eso sólo lo comprenden unos pocos; y no porque sea el colombiano alguien menos receptivo o dispuesto que un lector de otras latitudes. No. Simplemente porque la poesía es hoy por hoy la religión de unos pocos, en cualquier parte del mundo (aunque, como anunciaron los editores neoyorquinos a propósito del mes de la poesía en esa ciudad, ésta haya vuelto a ponerse de moda).

Y porque en las condiciones catastróficas en que nos encontramos hoy en Colombia hay una especie de ceguera colectiva que los medios de comunicación en modo alguno disipan. Por el contrario: nunca como ahora se habían encargado de invertir de tal manera los valores. La frivolidad se apoderó definitivamente de ellos. Confunden la cultura con el espectáculo, no tiene sentido de las prioridades, ignoran el análisis, y la crítica que se hace desde sus espacios suele, con poquísimas excepciones, depender de las presiones de la moda, la industria cultural o la política.

Así plantea el problema Milan Kundera: “El político depende del periodista. ¿De quién dependen los periodistas? De los imagólogos”. ¿Y quiénes son los imagólogos? ¿Qué es la imagología? Es la palabra “que nos permite unir bajo un mismo techo lo que tiene tantos nombres: las agencias publicitarias, los asesores de imagen de los hombres de Estado, los diseñadores que proyectan las formas de los coches y de los aparatos de gimnasia, los creadores de moda, los peluqueros y las estrellas del show business, que dictan la norma de belleza física a la que obedecen todas las ramas de la imagología”.

La foto aparecida hace unos años en las páginas sociales de las revistas de una famosa diva local sentada en las rodillas de un respetable hombre público, con peso intelectual específico, es sin duda una buena muestra del desdibujamiento de todo límite en estos tiempos de imagólogos.

Pero si el periodismo suele desconocer la mejor literatura e ignorar prácticamente la poesía, la academia le teme a esta última o la aborda de una manera tan fría o profesoral que mata su médula. La sensibilidad hacia la poesía no suele desarrollarse en ella. Y así encontramos maestros, críticos e incluso escritores de origen académico que reconocen que el lenguaje poético les es ajeno, que no logran penetrarlo.

Aunque no dejan de incurrir también en ciertas falacias y a veces se contaminan de demagogia, los encuentros de poesía de los últimos tiempos son saludables. El solo hecho de poner en contacto a autores que de otra manera no se leerían y que son posibles multiplicadores de lectores debe ya celebrarse.

Y que un público heterogéneo colme las salas le devuelve a la poesía una posibilidad de comunicación que ha ido perdiendo. Pues no olvidemos que el finísimo lenguaje shakesperiano llenaba las salas de los teatros londinenses del XVII y que de la vigorosa mezcla social de ese público se alimentó el dramaturgo de Stratford on Avon.

En cuanto a cómo se refleja mi concepción de la literatura en mi obra sólo puedo contestar de manera muy breve. Ha estado ella siempre regida por impulsos muy hondos, por aquellos demonios de que hablaba Vargas Llosa. Y mi idea de responsabilidad se fundamenta en dos cosas: la honestidad intelectual y la conciencia de los tiempos. Trato de eludir el truco, la concesión, la cobardía. Y de estar a la altura de mi momento. Es decir de, a partir del mayor conocimiento posible de la tradición y de la poesía y el arte contemporáneos, reflexionar sobre aquello que me ocupa y asumirlo en plenitud.

Un poeta siempre elige el riesgo aunque su poesía no se muestre evidentemente como experimental. Arriesgarse implica buscar, combatir la pereza o la comodidad. Yo espero no abandonar jamás, no haber abandonado nunca, el único terreno fértil para un artista, y tal vez, ¿por qué no? para todo hombre: el de la incertidumbre.

Este ensayo fue leído durante el Encuentro de escritores en la pasada Feria del Libro en Bogotá.