Nuevos materiales resistentes al calor, al frío, al uso y a la corrosión. Automóviles cuya carrocería no se oxida y cuyo motor está siempre perfectamente ajustado. Fábricas que marchan solas, bajo la supervisión de técnicos con blusas blancas. Máquinas que obedecen a los dedos y a la vista, y que comprenden aquello que uno les dice. Microbios domesticados que producen, según la demanda, aromas y perfumes, vacunas, y todas aquellas sustancias que necesita nuestro organismo y que sin embargo es incapaz de fabricar por si solo. Máquinas de escribir que corrigen las faltas de ortografía. Ciegos que ven, sordos que entienden, amputados que recuperan el sentido del tacto gracias a sus dedos artificiales. Corazones de repuesto en materiales sintéticos. Y luego, por todas partes, calculadoras, microcomputadores, pantallas de televisión, receptores de ondas, telas para remplazar fibras ópticas, cuadrantes de satélites para ubicar, en cualquier momento, en un tiempo real, una carga o un avión en pleno vuelo en los centros nerviosos del planeta.
En el gran bazar de las invenciones, los bobos sueñan. Ellos se ven, desde ahora, instalados en plena naturaleza, lejos del anonimato y del atropello de las ciudades. Llevan una existencia de convidados, hecha de canjes y reflexión, en donde el trabajo mismo adquiere las características de este juego.
Manteniendo buen ritmo, buen ojo y el espíritu alerta, llegarán hasta los cien o ciento veinte años, si observan escrupulosamente las recomendaciones de la medicina, tras un examen de su tarjeta de identidad genética.
Un puñado de elegidos
No se trata de promesas en el aire. Es bien cierto que los cruces del computador y la televisión, de la física y de la biología, de las ciencias de la naturaleza y la teoría de la información, están a punto de revolucionar todos los medios de producción y de abolir los límites de lo posible y de lo inimaginable. En los laboratorios, en las fábricas de avanzada, en los hospitales, en los Estados Unidos, y en el mismo Japón, en cualquier parte el milagro se ha hecho cotidiano. Más aún: lo necesitábamos.
Como lo explica Herman Kann, campeón del desarrollismo, en un informe que acaba de publicar: sólo la puesta en marcha de esas novedades técnicas puede dar nuevo impulso a la economía mundial.
Pero ellos, los bobos, olvidan una cosa. Entre los artefactos expuestos en las vitrinas, reservados a algunos privilegiados, a un puñado de elegidos, y las herramientas que usa el común de los mortales, hay toda una distancia que separa la realidad del sueño.
Observemos el automóvil. Después que en 1908, Henry Ford decide producir en serie su legendario modelo T, todo el mundo empieza a soñar. Ese fue el fenómeno tecnológico de la época. La promesa de poder, al fin, salir de un agujero, de circular libremente, de emborracharse con la velocidad. Todo esto a condición de ser rico, de consagrar lo más precioso de su tiempo a ocuparse del motor, a conocer la mecánica del automóvil como la palma de la mano. O, en otro caso, a pagar los servicios de un chofer. Un poco como el computador de nuestros juegos.
Ford ha cumplido su palabra, ha brindado el automóvil al alcance de todos. Uno no necesita más que sentarse en él. Pero debemos pasar un examen para tener el derecho de utilizar sus servicios. Y mala suerte para aquellos que quedan eliminados. Ellos serán para el resto de la vida unos minusválidos, una especie de seudo-hombres. El automóvil no ha perdido nada de su magia. Basta observar la multitud que se apeñusca alrededor de los circuitos de carreras. Pero se ha convertido en una herramienta de trabajo, en un instrumento de unificación, una clase de prolongación del individuo. Ha cambiado de naturaleza. La proeza técnica se borra bajo el hecho social. Porque no sólo ha enriquecido nuestras vidas, las ha transformado. Ha impuesto a toda la industria el trabajo en cadena, a la economía de la dictadura del petróleo, a la comunidad la construcción de autopistas, garajes, estaciones de servicio, a remodelar los paisajes y transformar nuestras ciudades.
¿A qué se parecerá la sociedad el día en que todas las actividades colectivas sean filtradas y elaboradas por el computador? ¿En donde los robots hayan remplazado a los trabajadores manuales? El trabajo será menos duro físicamente, pero demandará mayor atención, porque será más abstracto. Mala fortuna para los tontos…
Antaño, uno aprendía a dominar los materiales, la piedra, la madera, el metal. El día de mañana se moldearán con sistemas de control. Pero el trabajo será siempre el trabajo, con sus coacciones, su rutina. Para algunos llevará consigo, como hoy, una parte de iniciativa e invención.
Los contactos e intercambios serán más variados. Pero siempre dependerá de nosotros hacer con nuestros propios medios aquellas relaciones que no son sólo algo superficial. La medicina será más eficaz, menos dolorosa. Pero seguirá siendo medicina. Arriesga ser más exigente y sabrá mejor lo que hace. Pero no será ella la que enseñe al hombre cómo conducirse frente a la muerte.
Los apóstoles del progreso nos dicen que no nos inquietemos, que las nuevas técnicas conferirán al hombre nuevos poderes, le permitirán lanzarse a nuevas actividades y nuevos empleos, sobre los cuales hoy no tenemos la más remota idea. Ellos tienen razón, sin duda alguna, porque no está en la naturaleza del hombre el permanecer con los brazos cruzados. Pero olvidan añadir que no existirán los mismos empleos que hoy, ni serán ejercidos por los mismos hombres. Y que en espera de ello, la robótica y otros adelantos comenzarán por lanzar a la calle a cientos de millones de trabajadores.
Herman Kann se pregunta en su informe, si la vieja Europa tendrá el valor de tirar por la borda suficientes empleos como para obtener la recuperación y reanudación económica que él mismo anuncia.
Los Nuevos Pigmeos
No se trata de condenar el progreso. No hay nadie que proponga seriamente retornar a la carreta y al caballo. Pero es tiempo de despertar. El progreso no es un sueño. Sus promesas no están ahí para ilusionarnos. Ellas constituyen un punto de desafío. En lugar de maravillarse con las proezas de la informática, haríamos mejor preguntándonos cuántos niños, en los colegios, están dispuestos a sentarse ante un terminal de computador. En lugar de admirar las hazañas de la biotecnología, será mejor formar a los biólogos para seleccionar los microbios. Y a los mecánicos, a los especialistas de la física, en construir las nuevas máquinas para explotar los nuevos materiales. Y a los matemáticos, formarlos a marchas forzadas, porque la lengua de las ciencias y de la técnica, son las matemáticas.
Los humanistas serios se preguntan si no nos arriesgamos, en esa brutal conversión, a perder algunas aptitudes y cualidades que han hecho posible la grandeza de nuestra civilización. Esto es cierto. Pero, ¿son estas aptitudes y cualidades indispensables para el hombre, tal y como ellos lo pretenden?
Ensayen a seguir a una tribu de pigmeos en las profundidades de una selva tropical cuando van de caza. Ustedes observarán rápidamente que hemos perdido mucho de las aptitudes y de las cualidades que han permitido a nuestros ancestros, en tiempos de la cacería y de la recolección, sobrevivir y construir sociedades armónicas. ¿Somos por ello menos hombres? Y desde cualquier punto de vista que nos coloquemos, ¿no es preferible nuestra suerte a la de los pigmeos?
La sociedad industrial está, ante nuestros ojos, a punto de volver una página en la historia. La única pregunta seria que plantea esta invasión de nuevas técnicas es la de saber si encontraremos, en nosotros mismos, bastante coraje, imaginación y fe para no arriesgarnos a convertirnos en los pigmeos del devenir.