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Por SALOMON KALMANOVITZ (Profesor Universidad Nacional de Colombia)

Colombia en la encrucijada de la sinrazón

Colombia, vieja violencia y nueva violencia, es el tema del ensayo preparado por el economista Salomón Kalmanovitz para el encuentro “Iberoamérica: cultura y sociedad en el año 2000”, organizado por el Instituto de Cooperación Iberoamericana y que se realiza por estos días en Sevilla, España; Octubre 18, 1987.

Este artículo se publicó en el espectador entre el 1983 y 1999. Ahora lo retomamos en el marco de la exposición el Magazín que fue realizada en alianza entre Comfama y Confiar y Universo Centro.

Colombia en la encrucijada de la sinrazón
Colombia en la encrucijada de la sinrazón

Introducción

Las perspectivas de Colombia a 12 años del tercer milenio son sombrías. Cruzada por profundos conflictos sociales que la colocan a las puertas de la guerra civil, colgada de un pasado desordenado en lo político institucional, azotada por el desarrollo de un inmenso capital corporativo con base en el narcotráfico, frenado su desarrollo industrial y con una tradición cultural propia que apenas se vislumbra, el país no parece contar con las fuerzas creativas _políticas, económicas y culturales_ que impidan su disolución como colectividad humana.

El peculiar pecado original de la sociedad colombiana es, en mi modo de ver, un feudalismo laxo que surgió de la mezcla de lo hispánico con antiguas culturas en la desmesura de la naturaleza tropical. La servidumbre y el esclavismo se consolidaron en las grandes haciendas, en combinación con formas más libres de trabajo y apropiación de la tierra, como la aparcería y la pequeña propiedad parcelaria. Sólo la Iglesia alcanzó a organizarse como corporación que contó con propiedades urbanas y rurales, muchas de ellas censadas o sea que era el prestamista más importante de la sociedad, con atribuciones sobre la vida civil, la educación, la ideología y la ética que imperaban en el país. Los terratenientes no alcanzaron a configurarse estamentalmente. La guerra de la liberación u las frecuentes guerras civiles configuraron un sistema de propiedad, extensa ad absurdum, pero provisto de alta movilidad que permitió la escalada social de soldados y mestizos. Las prerrogativas de la Iglesia fueron debilitadas por las reformas liberales de 1850. La inestabilidad del sistema de servidumbre, jalonada al tiempo por las ansias exportadoras de los terratenientes, es lo que me permite hablar de feudalismo laxo aunque he creído vislumbrar que la servidumbre se recrudece durante la segunda mitad del siglo XIX, precisamente como resultado del intento de hacer producir las haciendas para el mercado internacional (1).

Las reformas liberales de medio siglo no atacaron ni la servidumbre ni la gran propiedad territorial. La liberación de los esclavos cambió el esquema de propiedad humano pero se pretendió que siguieran atados a la tierra como agregados o aparceros. El libre-cambio fue bandera también de los conservadores aunque ellos se preocuparon más que los liberales de que la estructura social permaneciera estática. Las guerras que emprendieron contra las reformas y el mismo fracaso de estas, económico y político, condujeron a una larga hegemonía conservadora que diseñó la constitución que todavía nos rige, la que le devolvió a la Iglesia sus prerrogativas ideológicas y de control de la vida civil de los colombianos.

Una estudiosa de la filosofía de la Constitución de 1886, Ligia Galvis, afirma que el esqueleto jurídico que todavía hoy nos rige es una mezcla superpuesta del racionalismo y del escolasticismo, donde prima lo segundo (2). Por lo demás, no surge de un consenso sino de la imposición de uno de los partidos de las clases dominantes sobre el otro, con las masas como testigos silenciosos y sumisos.

La historia del país está dominada por fases muy largas de dominio conservador (1980-1930, 1946-1957), fases cortas de reformas (1930-1938, 1982-198) e interregnos de empate bipartidista que fueron dando lugar a instituciones confesionales, abigarradas de reformas superpuestas, combinación de un régimen que es a la vez oligárquico y patrimonialista pero cuya base fundamental son las clientelas que permitió financiar un creciente intervencionismo estatal, sin dejar de tener importancia el voto de opinión de las clases medias y obras de las grandes ciudades. Las decisiones residen en últimas en un presidencialismo extremo que zanja las cuestiones a golpes de poder que vulneran constantemente las confusas reglas de juego que existen en todos los campos de la actividad estatal, civil, laboral y penal.

Las reformas democráticas que exigió su desarrollo capitalista fueron transadas y retrotraídas en los años 30 y 40 de este siglo por un régimen que ha sido definido como “transformista”: apoyado en clientelas y en la intervención estatal ofreció reformas la Constitución _rehusó establecer un nuevo contrato social_ pero no pudo generalizarlas a la sociedad civil (3).

Aun así, los conflictos desatados abrieron el país a la modernidad y esta tuvo que ser comprometida constantemente, más cuando la reacción llevó al país a una guerra civil de la que surgió empatada con el centro político. Los movimientos populistas y sindicales que soportaron el terror del Estado desaparecieron o fueron atomizados. El bipartidismo que maneja el país hasta el presente nunca concretó las reformas originales: ni reforma agraria, ni separación de la Iglesia y el Estado, mucho menos educación laica o monopolio estatal de la misma, ni derechos a las municipalidades (sólo en 1988 habrá elección popular de alcaldes, mas no de gobernadores). A lo largo de los años los movimientos sociales populares fueron más reprimidos que negociados. La figura del “estado de sitio” se tornó en cuasipermanente, debilitando la justicia civil al desconocer su jurisdicción y entregársela a los militares. Estos pudieron prosperar institucionalmente como casta cerrada que considera a la sociedad civil, con todos sus conflictos, como enemiga de la patria.

La nueva violencia

Pero la sociedad hizo caso omiso de que institucionalmente el país estuviera congelado. El populismo resurgió y pudo ganar las elecciones de 1970. El fraude electoral que sirvió para garantizar la permanencia del bipartidismo comenzó a resquebrajar el débil esqueleto jurídico político en que reposaba. Las guerrillas comunistas surgidas durante la guerra civil, los jóvenes que abrazaron credos castristas en los 60, la juventud de Anapo (el movimiento populista así derrotado en las elecciones), todos creyeron y creen que la única posibilidad de que sus representados cuenten en política a es a tiros.  Y así distintos movimientos políticos militares se fortalecieron considerablemente en los años 70.

Más se fortaleció la oposición armada en la medida en que los proyectos transformistas del Frente Nacional, como una reforma agraria que poco se concretizó o un incrementado gasto público social no muy sanamente financiado, fueron sustituidos por políticas neoliberales que supusieron que no existía problema agrario alguno, redujeron los gastos e incrementaron los tributos indirectos, desataron los apetitos y las movidas especulativas de los grupos financieros y contribuyeron a frenar la industrialización con la liberación comercial y el dinero caro.

La crisis económica y financiera de 1982 y 1983 elevó los índices de desempleo y subempleo a niveles nunca antes conocidos: 15% y 35% respectivamente, de tal manera que los avances materiales y culturales que brindaron las anteriores fases de acumulación industrial también se detuvieron. Los trabajadores industriales eran cerca de 600.000 en 1980, mientras que hoy rondan en 500.000. La llamada economía informal alberga al 52% de la población activa.

Las políticas económicas neoliberales estuvieron acompañadas de medidas crecientemente represivas que alcanzaron su cenit en el “Estatuto de Seguridad” de 1980 que golpeó actividades políticas legales y sindicales. Esta fue la fase de mayor desarrollo del M-19 y abrió una nueva etapa de negociaciones entre el régimen y la oposición armada en el “proceso de paz” de la administración Betancur.

Mientras la industrialización se retrotraía arrastrando a la quiebra del sector bancario y a la nacionalización de sus ingentes pérdidas (US$750 millones aportados por todos los contribuyentes dejando, claro está, su propiedad accionaria controlada en un 80% por el gobierno) (4), la acumulación se canalizaba hacia las rentas del narcotráfico. No es fácil establecer el monto de los ingresos anuales que llegan al país por tal concepto. Algunos han estimado que fluctúa entre US$1.500 y 2.000 millones, financiando a su vez las importaciones de contrabando y las fugas de capital nacional. Si se utiliza la cota más alta, tal flujo representa el 9% del producto interno y cerca de la mitad del excedente obtenido en la industria.

Las implicaciones que tiene este nuevo sector económico tan grande, dinámico y rentable para la sociedad colombiana son inmensas. Se han afianzado firmemente viejos valores que adjudicaban el éxito en la vida a la temeridad y a la suerte. El machismo de salió de madre. El crimen corporativo terminó de abatir la ya maltrecha institución de la justicia civil. La mafia compró políticos, policías, militares, agentes de aduana y guardianes de prisiones. Se unió con las fuerzas de la ultraderecha nacional, que siempre han sido temerarias, para liquidar a cientos de activistas, sindicalistas, maestros y profesores universitarios, periodistas, jueces y ministros. Sobreimpuesto a una álgida lucha entre los movimientos cívicos, por un lado, y un régimen político que cada vez hace menos negociación con sus opositores, recurriendo a la violencia para derrotarlos, por el otro lado, el narcotráfico toma partido por la derecha, aunque tenga sus específicas reivindicaciones nacionalistas anti-norteamericanas, lo cual lo conduce a que de vez en vez haga alianzas tácticas con algunos movimientos político-militares. 

El proceso de paz abierto por la administración de Betancur contribuyó a sincerar al país frente a sus problemas como democracia restringida y pretendió abrir el juego político a nuevas fuerzas, incluyendo a los insurgentes. Una ley de amnistía fue aprobada y acogida por la mayor parte de los movimientos armados. Sin embargo, la derecha incrustada en varios niveles del gobierno y el ejército, en la prensa y algunos sectores políticos empezó a desatar una guerra sucia contra los amnistiados y dirigentes de la oposición de izquierda. La guerra sucia fue medio frenada por la administración de Betancur con métodos políticos pero se incrementó en cobertura y fiereza en la medida en que se descomponían los acuerdos de paz con el M-19 y el EPL y el primero de ellos asaltaba el palacio de justicia civil.

Durante la administración Barco, que ha tenido una política ambigua frente a la de su predecesor, la guerra sucia ha cobrado mayor intensidad (dos de los ministros del gabinete simpatizan abiertamente con la organización que hace el ejército de grupos de civiles, generalmente terratenientes y los jóvenes de las clases altas de las ciudades) y no sólo ha hecho víctimas entre los movimientos legales surgidos de los acuerdos de paz (la Unión Patriótica ha perdido cerca de 450 militantes desde que firmaron los acuerdos de paz entre las FARC y el gobierno anterior) sino también dirigentes cívicos y sindicales, ha atacado inmisericordemente a la Universidad de Antioquia, asesinando a estudiantes y profesores y amenazando a artistas, periodistas y en particular a los que forman parte de las instituciones defensoras de los derechos humanos. 

¿Hacia dónde conduce al país el proceso de guerra sucia que pretende asesinar uno por uno a los miembros de una oposición que también ha utilizado y utiliza las armas y a todo vestigio de inteligencia y humanismo, de inconformismo o de simplemente ser diferente que surgen con el desarrollo material de Colombia?

En esta ponencia y en general no puedo contestar esta pregunta. Sólo traeré a cuento algunos elementos de la vieja violencia que vivió el país entre 1948 y 1957 y algunos síndromes culturales que vuelven a tener presencia en el presente, pero en un contexto diferente y con el agravante de que son multiplicados por la absorción de las técnicas el reaccionarismo norteamericano sin base alguna en las tradiciones filosóficas anglosajonas y descontando también el desarrollo de sus “liberal arts”. 

La vieja violencia y sus instituciones

En 1953 William Burroughs visitó a Colombia en busca del yagé. El país estaba en plena guerra civil y la correspondencia del autor con Allan Ginsburg revela una precisa sensibilidad sobre la atmósfera que se vivía cotidianamente: “Bogotá es alta, fría y húmeda; es un frío húmedo que se le mete a uno dentro como el frío enfermizo del opio. No hay calefacción en ninguna parte y uno nunca llega a calentarse. Como en ninguna otra ciudad que haya visto en América del sur, se siente en Bogotá el peso de España, sombrío y opresivo. Todo cuanto es oficial lleva el sello de Made in Spain”. En efecto, Laureano Gómez intentaba entonces hacer aprobar una nueva Constitución copiada de la que el general Franco había impuesto en España y hacía gala de la más feroz intolerancia.

Prosigue Burroughs: “Frente a la oficina de correos había afiches del Partido Conservador. Uno de ellos decía: ‘campesinos, el ejército lucha por vuestro bienestar. El crimen degrada al hombre y luego su conciencia le impide vivir. El trabajo lo eleva hacia Dios. Cooperad con la policía y los militares. Ellos sólo necesitan vuestras informaciones. Es vuestro deber abandonar la guerrilla, trabajar, saber cuál es vuestro lugar y escuchar al cura’. ¡Que mentiras tan viejas! Cómo si trataran de vender el puente de Brooklin. No son muchos los que caen. La mayoría de los colombianos son liberales”.

Pero hay un pesado silencio. “Los agentes de la Policía Nacional andan con la cabeza baja por los rincones incómodos y molestos, a la espera de poder disparar contra alguien o hacer cualquier cosa antes de estarse allí bajo las miradas hostiles”.

Burroughs va a un cine en Bogotá y descubre más sutilezas de la visión del mundo catequista: “Vi una película corta sobre un cura de Bogotá que dirige un horno de ladrillos y fabrica casas para los trabajadores. El corto muestra al cura acariciando los ladrillos y dando palmaditas en el hombro a los obreros y en general repitiendo la misma mentirosa representación católica. Un tipo flaco con ojos delirantes de neurótico. Al final pronuncia un discurso cuya moral es: Dondequiera que uno encuentre progreso social o buen trabajo o cualquier cosa buena, allí se encuentra la Iglesia”.

“Su discurso no tenía nada que ver con lo que realmente estaba diciendo. Era imposible no percibir la hostilidad neurótica de sus ojos, el miedo y el odio a la vida. Allí sentado, con su uniforme negro, se revelaba claramente como el abogado de la muerte. Un hombre de negocios sin la motivación de la codicia, una cancerosa actividad estéril y mortal. Fanatismo sin fuego, o una energía que exuda un mohoso olor a podredumbre espiritual. Parecía enfermo y sucio _aunque supongo que en realidad estaba limpio_ con un vago aspecto de dientes amarillos, ropa interior sucia y trastornos hepáticos psicosomáticos. Me pregunto cuál puede ser su vida sexual”.

“Otro corto mostraba una reunión del Partido Conservador. Todos parecían congelados, como una costra helada sobre el país. La audiencia guardaba un completo silencio. Ni un sólo murmullo de aprobación o disentimiento. Nada. Propaganda desnuda que moría en un silencio mortal” (5).

Lo que describe Burroughs expresa la contraofensiva conservadora contra las reformas liberales y también de que ellas solamente habían arañado la superficie de una percepción del mundo religiosa, estamental, desigual por orden divino y que justificaba el exterminio de herejes e infieles, más que todo comunistas pero, llevado al extremo laureanista, también a los liberales. 

Laureano Gómez fue derrocado por un golpe militar el mismo año de 1953, organizado por consenso de un amplio sector conservador y de todo el liberalismo, para después recuperar el poder con un frente de los dos que quitó toda posibilidad de conquistar el gobierno por otra alternativa, ya fuera populista, socialdemócrata o comunista.

Si la vieja violencia fue en torno a las reformas superficiales que impuso también el liberalismo en los 30 (como que todo es siempre a la brava, con firmeza de gobernante e iracundia del opositor), la que se fue desatando después fue ya mucho más clasista, fruto del conflicto interno nunca resuelto, sobre todo el de ciudadanía efectiva, que se expresó también en luchas campesinas, invasiones de tierras, conflictos estudiantiles, mucha violencia en los arreglos obrero-patronales, el resurgir del populismo y el de los movimientos político-militares. Estos últimos reflejaron también la polarización internacional de fuerzas Occidente-Oriente y URSS-China-Cuba.

Pero así mismo la derecha recibió el beneficio de la norteamericanización de las fuerzas armadas y la “modernización” de algunas de las estructuras políticas (la planeación, entre otras cosas) y educativas del país. Sobre el viejo cuerpo dogmático, cuyo paradigma, según Rafael Gutiérrez Girardot, es el catecismo del Padre Astete (6), se impuso ahora la técnica y la profesión en la universidad sin lenguaje, filosofía o cultura. 

Las humanidades pasaron a ser lo viejo y así mismo el cultivo de la lengua quedó por fuera de la universidad que al mismo tiempo se masificó. A pesar de ello, las ciencias sociales modernas alcanzaron a desarrollarse, siempre con el lastre del profesionalismo, y desplazaron por lo menos del mercado _no así de la gran prensa_ a los hirsutos académicos de la historia y de la economía. La literatura también se ha desarrollado sobre bases individuales, con muy poco apoyo institucional y muy divorciada de la Academia Colombiana de la Lengua.

El mismo Gutiérrez Girardot establece una ecuación bien interesante sobre los lastres que dejó el cuerpo ideológico católico sobre la ética colectiva del país (7). La ausencia de una ética individual y de responsabilidad personal, apoyada en la razón, condujo al desarrollo de una moral formal, de apariencia, exhibicionista, de “simulación”, debajo de la cual existe la “picaresca”, el cogerle a los demás y sobre todo al Estado cuanto pueda apropiar el individuo para sí. Mientras las clases superiores son “cogentes”, las inferiores deben someterse al fatalismo de obedecer ciegamente. Si la ética confesional está basada en el antagonismo apriorístico contra lo diferente y en especial contra el protestantismo, ya la razón no puede iluminar ninguna actividad política, personal, sexual o de negocios. La salvación del individuo se basa en su fe ciega y su sumisión absoluta a la autoridad, no en su comportamiento que siempre puede ser perdonado por esa misma autoridad.

En estas circunstancias no se pueden desarrollar mecanismos de control internalizados en las personas contra los excesos del individualismo que genera el mismo desarrollo del capitalismo. Cunde, por lo tanto, la irresponsabilidad civil y la del mismo Estado. Por lo demás, tampoco puede haber rigor alguno en las instancias de ley o concesión por las que subyace la arbitrariedad y el antagonismo y no la razón y la negociación. Aquí radica la causa del desarrollo de una oratoria retórica, pomposa y vacía, donde se confunden el fogoso político y el vehemente académico. El uno se defiende inmarcesible mientras el otro afirma perogrulladas circulares. Aquí se encuentra también el alevoso militar que con el ceño fruncido juzga enfurecido las concesiones políticas que puedan alcanzar unos sindicalistas o un partido que no comulgue con lo dominante. Y también como defiende el perpetuo honor del ejército que nunca puede ser investigado por algún juez imparcial.

La misma Constitución establece el divorcio entre los representantes del pueblo y sus representados. Como el poder tiene un origen ambiguo _católico por un lado y popular por el otro_ no hay exigencia alguna de que los políticos respondan frente al constituyente primario que en verdad no lo es. Las figuras del plebiscito y el referendo existen pero el efectuado en 1957 prohibía todas las consultas populares del futuro y en efecto van tres décadas en las que el bipartidismo no se ha visto requerido para hacer consultas al constituyente.

Todo el andamiaje constitucional y jurídico que hoy rige (?) al país es una colcha de retazos con las más disímiles bases filosóficas: se trata de una serie de superfetaciones demoliberales e intervencionistas a un esqueleto escolástico.

El sistema de justicia ha sido deteriorado hasta extremos por la declaración continua de emergencias, la misma base confusa y formal sobre que reposa y los ataques frontales que ha recibido del narcotráfico y de la guerrilla. Así mismo el sistema político ha sido centralizado por el ejecutivo a golpes de arbitrariedad; el Congreso es un establo dominado por los compradores urbanos de votos, los dueños de clientelas y los terratenientes, al cual el presidencialismo le ha quitado hasta sus atribuciones presupuestarias (si en verdad no representan ni pueblo ni gremios económicos, ¿por qué se les va a permitir que decidan sobre como el ejecutivo de Dios gasta el presupuesto?).

Y por último, el sistema educativo superior ha obtenido un desarrollo mercantil apreciable con establecimientos nocturnos y de pésima calidad que concentran al 65% del estudiantado, algunas rémoras confesionales del pasado y un sistema público de buena calidad en sólo 4 ciudades, con un desarrollo laico en los últimos 15 años pero azotados por los problemas aludidos de la norteamericanización entendida como profesionalización con una debilidad ostensible en las áreas del lenguaje, filosofía y humanidades. Por lo demás, esta parte del sistema ha sido atacada por albergar los elementos de renovación y subversión del desorden establecido, sufriendo de largos cierres de presupuestos extremadamente débiles. Pero aun dentro de ellas, los lastres del formalismo escolástico, la atomización del conocimiento y la creencia de que se apropia mediante su memorización, la filosofía de que la letra con sangre entra y la incapacidad de absorber la modernidad son también elementos que frenan el surgimiento de generaciones cultas que entiendan y conduzcan con pragmatismo el país hacia parámetros de tolerancia y progreso material, cultural y científico.

La conjugación de la vieja y nuevas violencias

Obtenemos así una amalgama de problemas que no es fácil desentrañar: un vetusto aparato institucional al que se superponen desordenadamente elementos modernos y que falla para satisfacer las necesidades democráticas y económicas de la población; una tradición cultural y ética basadas en la arbitrariedad y la sinrazón que cuestionada en repetidas ocasiones se debilita sin que sea remplazada por un sistema racional de pensamiento y valorización; lo escolástico hace síntesis con el reaccionarismo funcionalista norteamericano para generar un nuevo esperpento cultural; un desarrollo capitalista relativamente exitoso que se frena y se acompaña de un capital gangsteril; este que se combina con falangistas, curas y militares. Estos que ejecutan por su cuenta a las muy pocas personas que precisamente buscan un nuevo sistema ético basado en la razón y en los derechos humanos.

Buena parte de la posición gestada a lo largo de la historia colombiana no escapa a los fantasmas culturales del pasado confesional. Podemos encontrar un marxismo escolástico que remeda al Padre Astete en su ansia de destrucción de los infieles. O las actitudes de simulación y machismo dentro de los movimientos político-militares. El más puro e intransigente de tales movimientos está dirigido precisamente por curas. O aun el pensamiento enumerativo y disgregado entre la intelectualidad progresista.

La única luz parece provenir de los anotado: de la poca modernidad, en la acepción de Rubén Jaramillo, que se ha gestado con el desarrollo capitalista, traída en parte por la inmigración que soltaron las conflagraciones europeas y la guerra civil española (el republicanismo español fu mucho más sólido que el reblandecido liberalismo nacional) que se imbricaron con las tradiciones locales que legaron los colonos del trabajo. El desarrollo del salariado y de sus organizaciones, y la larga tradición de luchas intestinas han forjado múltiples personalidades independientes. Existe también una pequeña clase media que no traga entero y exige responsabilidad a los políticos. Así mismo impresiona el fervor con que maestros, sindicalistas y jóvenes absorben las corrientes modernas de literatura y ciencias sociales y como prácticamente el público rechaza las figuras gestadas de la simulación que repiten viejas fórmulas que combinan positivismo francés y escolasticismo tropical.

Pero lo dominante en el país es la informalidad. El capitalismo que hay sólo exige a la mitad de la población existente y, esta es cortejada por la derecha neoliberal en sus estratos más ricos (contrabandistas semi-legalizados, dueños de inquilinatos) y por el M-19 en sus sectores más pobres. La derecha los lleva a ser masa envidiosa de los derechos sindicales y ariete contra el intervencionismo de Estado, al que se le culpa por su existencia en una manifestación de la síntesis del funcionalismo norteamericano y del escolasticismo local. La izquierda pierde rigor y perspectiva al tener una militancia que no ha sido disciplinada por el capital. Quizás se pueda afirmar que algunas de sus locas acciones se desprenden de sus inestables bases sociales.

Pero como lo dijimos al principio, en Colombia no se desarrolla el capital productivo y su salariado sino el capital especulativo y el gangsteril. No surge entonces un ordenamiento social exigido por el capital y democratizado por las organizaciones obreras y de clase media sino que se acrecienta el “despelote” de la informalidad, se fortalece el poder oligárquico por el narcotráfico y, la polarización entre el primero y las masas conduce también al fortalecimiento de la guerrilla en el campo opuesto. El futuro es entonces sombrío, amenazante. Una protractada guerra sucia puede hacer retroceder todos los elementos de progreso que hemos enunciado. Y para lograr silenciar nuevamente a la población, exterminar a la guerrilla y a sus bases, y sustituir el desorden institucional por férreos controles ideológicos y culturales, será necesario establecer un régimen militar, como los que exhibió el cono sur durante la década pasada. La modernidad y la democracia están bien lejos de Colombia.

Notas de pie de página

(1). Salomón Kalmanovitz, Economía y nación: Una breve historia de Colombia, Bogotá, Siglo Veintiuno Editores, 1985, p. 178 y ss.

(2). Ligia Gálvis Ortiz, Filosofía de la Constitución de 1886, Bogotá, 1986, p. 239. “La constitución de 1886 contribuyó a la perduración del ser incorporado, dicotomizado en su conciencia, extrapolando la voluntad legisladora y la voluntad de obediencia, distanciando la libertad de la responsabilidad, absolutizando la moralidad cristiana para negar la posibilidad de la moralidad basada en la razón”.

(3). Ernesto Laclau, Política e ideología en la teoría marxista, México, Siglo Veintiuno Editores, 1970, p. 214. 

(4). Uno de los banqueros afectados por la desvalorización de sus acciones reclamaba que no era justo que el gobierno se tomara la administración de su empresa, aunque tampoco decía cómo iba a responder por sus ingentes pasivos; agregaba que “le estoy rezando al Dios de Buga (municipio de la ciudad de Cali, donde presuntamente se presentan milagros) para que pronto me devuelva el control del banco. El Tiempo, 4 de septiembre de 1987. 

(5). Citado por José H. Castilla, “Presentación de Gutiérrez Girardot”, El anillo de Giges, Vol. III. 4 y 5, Bogotá, 1987.

(6). Rafael Gutiérrez Girardot, “Universidad y sociedad”, Argumentos, No 10, Bogotá, 1986. Fernán González, historiador de la Iglesia colombiana, observa que el catecismo Astete fue poco utilizado en tiempos colombianos y que sólo después de la guerra de los supremos, en 1840, fue adaptado a las necesidades reaccionarias de la naciente república, más para combatir al liberalismo que al protestantismo. Sin embargo, fue archivado después de que los liberales efectuaron sus reformas a partir de 1850. Con los gobiernos conservadores que imponen una muy reaccionaria Constitución en 1886 que casa al Estado con la Iglesia, el catecismo impone la lógica primaria de pensamiento en todo el sistema educativo nacional. Hoy es estudiado (más bien memorizado) en los colegios de religiosos mas no en las escuelas públicas y no confesionales. 

(7). Rafael Gutiérrez Girardot, “Sobre el sentido del estudio Universitario”, El anillo de Giges, Vol. III. Nos 4 Y 5, Bogotá, 1987, p. 138 y 139. “El mismo poder de la iglesia que cerró las puertas de los países hispánicos a la marcha de la historia, que los encerró en una larga noche de dogmatismo y primitivización del pensamiento, debilitó las instituciones estatales y fomentó esa especie de irresponsabilidad civil que pintorescamente se la llama y se la celebra como la ‘picaresca’ hispánica… La ‘picaresca’, esto es, la simulación, el engaño, los trucos, las mentirillas, que según E. Gofmann forman parte de la ‘presentación del yo en la vida cotidiana’, no encuentran en los países hispánicos los controles y el equilibrio que tienen en sociedades secularizadas y se han convertido en un obstáculo casi sustancial de la formación de una ética colectiva de la responsabilidad”.