Si fuera tan fácil como recobrar una lectura, que los desplazados colombianos recobraran su tierra, sus trabajos, una paz propicia para el laboreo, sentiríamos que estos fragmentos traídos del libro Relatos e imágenes podrían servir como sanación de tantos males, como exorcismo de hechos ya cumplidos. Sigue creciendo el número de desplazados por los múltiples factores de violencia. Se trata de un mapa móvil de gentes humildes que ven toda su vida y su pasado restringidos a una caja de cartón, a unos cuantos enseres, y sobre todo, a un enorme fardo de miedos. Nos gustaría que libros como el señalado no tuvieran que publicarse en Colombia, que no hubiera necesidad de recordar una y otra vez los horrores de una guerra que para muchos ocurre sólo en las brillantes pantallas de televisión o en las crónicas impresas de los diarios. Pero libros así se tendrán que realizar mientras haya muertes violetas, desplazados, amenazas, mientras la paz no sea sólo un propósito. Relatos e imágenes recoge testimonios y fotografías de desplazados o amenazados de Urabá, tanto de la zona chocoana como de la antioqueña. El libro, editado por Cinep, es obra de Carlos Alberto Giraldo, Jesús Abad Colorado y Diego Pérez. Recobramos algunos tramos escritos y algunas de las fotografías de ese libro estremecedor. M.D.
El cielo se oscureció con el ruido de las bombas y del cielo llovían balas. Los helicópteros aterrizaban y descargaban tropa en diferentes sectores. Los soldados se bajaban fumigando (disparando). Luego llegaron más por abajo, eran al parecer los que habían avanzado por la tierra y por el río hasta donde había guerrilla. Entonces, dispararon contra lo que había. Ese ruido ensordecedor de los fusiles también enloqueció a las bestias (mulas y caballos), cinco de los cuales cayeron en medio de los disparos, si mal no recordamos.
No podemos subir a las parcelas porque corremos peligro de que nos maten. A los armados les da lo mismo quedarse en uno u otro lugar, porque ellos destruyen y se van. Pero para los campesinos es distinto, porque la tierra para uno es la vida.
Quienes se fueron lejos esperan volver porque el campesino por fuera de su tierra es un hombre con el espíritu muerto. En el monte se vive bien, sin los dolores de la ciudad.
Si a uno lo matan, el cadáver desaparece en medio del monte o de los ríos, porque los paramilitares y la guerrilla no dejan recoger a nadie el cuerpo de ninguna persona para darle digna sepultura. Al que lo haga también lo matan. Estos meses han bajado por los ríos Atrato, Salaquí y Truandó decenas de cadáveres, pasan por el puerto de Riosucio y por los pueblitos de las orillas y nade los recoge. Hay que verlos seguir de largo, para uno no morirse también. Esa gente piensa que así demuestra poder.
Corríamos como locos. Amanecíamos en las comunidades a las que llegábamos. Los niños lloraban del hambre, del susto, del dolor, de la desesperación de ver que no parábamos en ninguna parte.
Mataron a una anciana de 80 años que vivía en la comunidad de Playa Bonita. Una mujer que nunca tuvo hijos en su vida. Criaba los niños de las mujeres desamparadas. Se llamaba Francisca Mina. Pacha Mina, la llamaba la gente. La mataron porque para los milicianos de las Farc supuestamente era bruja. Era una sabia de la comunidad que conocía los secretos de las plantas medicinales, que guardaba la tradición de los antiguos. Eso ocurrió, más o menos, en octubre de 1996.
Pero la llegada de los paramilitares tampoco es buena. Son civiles armados que llegan a poner condiciones y a apretarnos igual que la guerrilla, cosa que también consideramos ilícita. Además, algunos que eran guerrilleros, sucios guerrilleros, asesinos de la guerrilla en esta zona, ahora se cambiaron de bando y también vienen a hacer la misma actuación de allá: asesinar a la población civil.
Las cosas se agravaron cuando los armados mandaron a decir que toda la gente saliera. Por una parte, la guerrilla recogió a muchos y se los llevó. Por la otra, los paramilitares sentenciaron que los campesinos colaboradores se iban a morir. Debido a tanto miedo, la gente se desplazó hacia Riosucio. Alcancé a entrar unos días a mi tierra para recoger las cosechas, pero cuando la comunidad de Salaquisito empezó a desplazarse hacia el pueblo, pensé que quedarme solo era como dictar mi sentencia de muerte y también salí.
La gente está tentada a meterse en algún bando porque la persiguen y la señalan. El miedo a la muerte la lleva a filarse de algún lado. Además, eso es lo que buscan los combatientes civiles. Porque a los armados les da susto encontrarse con otro armado y dejan al campesino como el blanco. El pueblo es el que paga las consecuencias de la guerra.
La gente pasó el amanecer encerrada, bajo las camas, abrazadas las madres con los hijos, muertos de miedo en esos 25 ranchos del caserío. Había casas en las que había encerrados hasta diez niños llorando.
En la unión pasábamos bueno: además de cultivos, había vacas, marranos y gallinas. Eso es muy fértil allá. Otra cosa es ir ahora y ver las casas vueltas miseria, envueltas en rastrojo, abandonadas. Subir al caserío es ir a encontrarse con la tristeza.
No sabemos si los hombres que llegaron eran soldados o paramilitares. Y uno no iba a preguntar. Llegaron de paso, echando a los campesinos de sus propiedades. Aparecieron haciendo disparos a los que había que pararle bolas. El que no atendía sabía lo que le pasaba. Quién se iba a resistir.
La quemazón de la escuela, que era muy bonita, fue porque ahí había unos uniformes y unos toldos de los milicianos de Cañoseco. Cuando los soldados encontraron esa ropa les dio mucha rabia. Dijeron que esa era la prueba de que esos hijueputas si vivían metidos en el pueblo. La escuela la quemaron con todo adentro: pupitres, libros y archivadores. Le rociaron gasolina a la escuela, que era de madera, y le arrojaron una mecha encendida y ahí mismo la escuela ardió.
En medio de la guerra, los campesinos estemos en capacidad de trabajar o de ayudar, nos tenemos que quedar quietos. Estamos en una cárcel a la que no se le ven rejas.