Recuerdo muy pocas cosas desechables de cuando yo tenía 15 años. Mi padre debe recordar menos que yo y dudo que mi abuelo conociera cosas desechables. Los 3 nacimos en Medellín con una diferencia de 25 años cada uno.
Por lo que a mí toca, puedo afirmar que apenas hace 15 años las "cosas", los objetos tenían disposición a durar, podría decirse, tenían responsabilidad.
Candados, encendedores, lapiceros, agujas, cuchillos, zapatos, taburetes, prendas de vestir, relojes, aparatos eléctricos y herramientas en general alcanzaban muchos años de duración y oficio antes de que ya no "sirvieran". Apenas hace 15 años sucedía que un objeto añoso, incapaz ya de su función específica: palanquear con tenacidad, halar con resistencia, cortar con precisión, era relegado de ella y colocado al frente de otra tarea en la que pudiera desempeñarse como "nuevo". Si no palanqueaba, soportaba; sino halaba, apretaba; si no cortaba, raspaba.
En la historia de las familias, los objetos alcanzaban un rango ancestral, tutelar. Las cosas llegaban a esta categoría después de mucho tiempo de servicio y no era raro que llegaran llenas de mutilaciones y de ingeniosas prótesis.
Esto era así trátese de una aguja o de una carreta. Había pocos objetos para usar pocas veces y casi ninguno para que fuera usado una sola vez. Si el destino de un objeto era ser usado continuamente, como un encendedor (se decía candela), entonces era cargado de durabilidad, valga decir de honestidad. Esto hacía a las cosas capaces de atraer sentimientos, "le tengo apego a tal cosa” se oía decir. Como resistían 4 o 5 generaciones recibían apellido igual que una heredad. Como estaban dotadas de perdurabilidad tenían en el tiempo la posibilidad de emparentarse tanto con un oficio que, no es mucho decir que se lo aprendían. Como pocas cosas tenían una única, intransferible función, su posesión y uso daba mayor operatividad a sus dueños.
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La aventura del enriquecimiento ha cambiado todo esto. Se ha descubierto una "necesidad”: hacer desechables las mercancías. Con base en ello se acelera la vejez de las cosas, se les programan debilidades que es como inocularles enfermedades. Se reinventan mediante el agregado de partes que sólo contribuyen al falseo de sus propiedades y sólo para inventarles precios.
La frase "cambiar de equipo" o "cambiar de maquinaria” suena como un desafío ineludible en la industria, pero se trata simplemente de "cambiar”. Las máquinas se reconocen viejas, obsoletas no por disfunción de piezas, no por vejez material de tornillos, palancas, discos, ejes, sino porque la idea misma de construir, manufacturar y consumir ha entrado en una dimensión y en un lenguaje diferente. Si la vejez es una condición para todo objeto, su notoriedad actual radica en la vertiginosidad con que se sucede el ciclo de vida útil y en que la lista de acreedores al adjetivo desechable es cada vez mayor.
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La pérdida de vida útil en los objetos no se puede explicar hablando de crisis o de escasez de los materiales y menos que nunca en esta "era científica". Como mínimo la ciencia tiene que servir para aumentar calidad en los productos. Es completamente absurdo pensar en que la ciencia pueda servir para empobrecerlos o deprimirlos.
Tampoco debiera explicarse simplemente como un asunto de mercadeo o comercialización. ¿Qué sucede entonces? ¿Qué ha tenido que suceder para que los objetos lleguen a la calidad deleznable que tienen hoy? ¿A ese empobrecimiento de significado?
Como en un enrevesamiento de la realidad, las cosas y los objetos y también las herramientas y las máquinas que sirven para hacerlas heredaron fragilidad, efemeridad y consumo. Pagaron un costo altísimo. Desprovistos de aquella dote de "honestidad", de "responsabilidad elemental" perdieron funciones y atracción, perdieron carácter. Ni el objeto, ni su uso, ni su valor guardaron importancia. Hay que recordar a Ezra Pound: "Es injusto que el dinero tenga privilegios que no tienen las mercancías".
Y también la palabra hablada, apenas dicha al vuelo en un compromiso de café estaba ligada a la duración, grabada con "seriedad y honestidad", también ella ha perdido valor. También los ídolos, los héroes fueran músicos o deportistas llegaban a ser verdaderos paradigmas generacionales. También ante ellos apareció "algo” que no da tiempo para quererlos demasiado. Siguen existiendo ídolos pero de consumo, abortados y sacados de escena rápidamente.
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La velocidad se mezcló al consumo, al uso y al abuso y a toda relación hombre-objeto. Nada escapa a esta ley cuyo resultado combina entre muchos fenómenos el consumo masivo y la discontinuidad y pérdida de vida útil de las cosas, trátese de una correa o de una palabra.
Quienes hoy tenemos entre treinta y cuarenta años, arribamos a la juventud por los años setenta y ochenta estando el medio ya demasiado mezclado de velocidad, consumo y desgaste rápido. Conquistada hacía ya mucho tiempo la honradez, todo esto se dirigía hacia el territorio de lo desechable y este crecía a grandes velocidades.
Pasó la juventud y llegamos a un mundo ya completamente ligados a lo desechable. Lo que no se llegó a sospechar fue que ese "nuevo" adjetivo llegara a copar tan rápidamente el reino de las cosas y los objetos y mucho menos que fuera a incursionar con tal propiedad, prontitud y prosperidad en el de los hombres, es decir, que sobrepasara la materialidad y la conciencia humanas.
La nueva realidad estableció nuevas realidades. Creció y se fortaleció una relación de palabras: objeto-desechable-basurero. No fue meramente una relación de palabras sino también todo un bautizo al nuevo modelo de vida. Los hombres pasaron a ser consumidores acelerados con repuesto para todo. Por su parte, las ciudades ya se habían convertido en consumidoras desmesuradas de material humano, material que con facilidad puede ser sustituido, no sólo como mano de obra, también como registro poblacional.
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Un ejemplo, la cuchilla de afeitar, de hoja suelta que siguió a la barbera, fue en muy poco tiempo remplazada por la cuchilla ya ensamblada, que además, sin ninguna consideración, ha asumido nombres más alusivos a su desaparición que a su permanencia, tales como "Prestobarba". La evolución del instrumento barbera ha dado en unos cuantos años varios cambios de forma y funcionalidad tan radicales, veamos: formada por dos piezas que hacen un solo cuerpo, ambas unidas y duraderas, se cambió por la llamada "máquina de afeitar", que sigue estando constituida por dos partes, pero ya separadas; una la máquina y otra la cuchilla. La primera hecha para durar, la segunda no. Luego, y su segunda evolución, llegó la cuchilla desechable que une otra vez las dos piezas, base del instrumento en una sola, pero ahora ambas desechables. En verdad, cuesta entender a la cuchilla desechable de hoy como descendiente directa de las barberas.
Las cuchillas de afeitar figuran en el grupo de vanguardia entre las cosas que introdujeron la noción y la palabra desechable. Tanto pertenecen a la "arqueología" de lo desechable que sumió para sí la generalización del fenómeno. Si en un granero nos acercamos a pedir una desechable, el dependiente sabe, sin más, a qué nos referimos, no nos entregará un rollo de papel higiénico que fue por mucho tiempo la "cosa" paradigma de lo desechable. Tampoco nos entregará un paquete de toallas higiénicas o de pañales desechables, aunque también hagan parte del orden pionero de lo desechable. El objeto desechable siempre ha marcado estrecha relación con lo desechable humano.
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Así las cosas en este fin de siglo, la palabra desechable ya está completamente humanizada, ascendida a hombre. El reconocimiento y el bautizo de este fenómeno tenía que suceder en una ciudad. Sólo en una ciudad pudo dar tantas vueltas el infatigable curso de un idioma y de las relaciones sociales para llegar a ese momento.
Cuando esta palabra nombra a un ser humano le transfiere los valores de cosa u objeto, intenta de una sola mirada referirse al interior de ese ser. Legitima todo el desprecio que se le ha otorgado a lo desechable. Se comporta como una palabra borrador. Es verdad que ha sido construida con la dureza de la calle, tiene sequedad e intemperie, no es discreta, no comporta el eufemismo de mendicante, marginado, indigente, vagabundo, ni de menesteroso o desposeído o miserable. Desechable tiene poder definitorio, corrosivo.
Antes de poseer nosotros en Medellín (aquí nació esa acepción. Ver en El contrasueño el reportaje con el Hermano Manuel) la palabra desechable para nombrar a personas marginales, teníamos otra metáfora (así procede el lenguaje callejero), se nombraban "mecánicos". La palabra no se atrevía más allá de la piel. Sólo hacía alusión a sus vestidos y su piel sucia de grasa y mugre. La metáfora "mecánico” proviene de un oficio, la metáfora "desechable" del desprecio y la desaparición.
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Pero, ¿cómo es un desechable? No es muy difícil dar sus señas: un hombre generalmente entre 20 y 40 años, vestido de andrajos, desgreñado, rotoso, brutalmente empobrecido, con amputaciones a todos los niveles incluido deterioro del autorrespeto, vagabundo sin oficio alguno y además alcohólico o drogadicto, hambriento, sin hogar, sin afecto, con algún prontuario de por medio, con alguna absurda cicatriz de hospital de beneficencia, rebelde hasta la autodestrucción, a veces en busca de una verdadera acracia o precipitado allí por el vicio o por una desilusión sentimental o simplemente por la locura o hecho así por una sociedad que no le dio cupo de "bueno", de obediente o porque no pudo sostener estos títulos. Un hombre cuyo símbolo pudiera ser un costal de fibra plástica, o un trapo doblado en el hombro a manera de cobija permanente.
No hay duda que se trata de alguien muy especial, se descarta que tenga ambiciones, ganas de enamorarse, un recuerdo que lo haga feliz, un deseo, proyectos. La mayoría lo encuentran tan ajeno que pueden decir: el desechable es "ese así y asá" de la página anterior o de la otra calle.
Lo del costal de fibra plástica no es una mera casualidad. Vivimos en el reino de las paradojas y nada simboliza tanto a esta época como el plástico, que siendo entre los inventos del hombre el que permitió el paso definitivo a lo desechable, es también el menos desechable de todos en el sentido de su desmaterialización y desaparición. Dediquemos un párrafo al plástico.
En la vida cotidiana actual el plástico confirmó la realidad desechable. Es el material que más materia desechable proporciona. Ni los metales, ni la madera, ni el cuero, ni el papel juntos reúnen tantas cosas y objetos desechables. El plástico parece un verdadero intruso, malévolo en las relaciones de los hombres con las cosas. No propone una comunicación de elementos como pudo hacerlo el hierro con la piedra en su momento, sino un rompimiento, es decir, no propone una complementación sino un rechazo. Está bien que hoy no se requiera tanta fuerza y dureza como necesitaron los primeros habitantes de la tierra para ayudarse de la naturaleza y que, en consecuencia, se requiera de fuerzas más sutiles y silenciosas. Pero surgen interrogantes de ver que el plástico no propone permanencia sino un cambio constante, mecánico de los objetos. Un movimiento de rutina, un empobrecimiento del mismo concepto de cambio. Es como si el alma del plástico encerrara la claudicación.
Imaginemos la forma más simple de la madera, el uso más elemental que el hombre puede hacer de ella, un palillo de dientes. Nada más que una astilla. Los árboles mismos los hacen, nos los entregan hechos y sin embargo, ahora son de plástico. El objeto palillo de dientes tiene que hacer un tortuoso recorrido por laboratorios, temperaturas, densidades, colorantes, precios, estafas, ambiciones y mercados para convertirse, finalmente, en palillo de dientes. Un objeto que siendo de madera es completo y perfecto es ahora sometido a múltiples manos e intereses antes de considerarlo hecho, el consumidor, por su parte, cada vez los disfruta menos. El objeto es cada vez más efímero.
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Volvamos al hombre y a la palabra desechable. En su desarrollo la sociedad reformula sus mitos y aquí la palabra sigue siendo como en la antigüedad la realidad que protege y pronunciarla equivale a estar salvado. Condenarse o salvarse depende del conocimiento de la palabra, de la clave. Pues bien, tal parece que hoy día se dice "desechable” como exorcizando un miedo. El "desechable" está allá, fuera de mí, lejos. No tiene nombre porque no tiene identificación. Desechable sirve para decir basura y en los basureros, se sabe, sólo se encuentran pedazos de todo, pedazos que no pueden recibir un nombre específico porque no son más que un trozo, un fragmento, una basura.
Estamos, pues, ante un hombre roto, fragmentado. Le falta tanto abrigo como cuerpo para vestirlo: vive demasiado del “infierno” y sin embargo, el “infierno” parece tan milagroso y además tiene demasiado sufrimiento, entonces puede aspirar legítimamente al cielo pero tiene demasiada poca constancia en la fe y lo que hace con todo el cuerpo lo borra con el minuto siguiente, tiene saberes, oficios, pero le falta uso social. Se llama, tiene nombre propio, pero no tiene identificación.
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... Pero no todo es tan claro.
Tal vez habria que hacer más de un reconocimiento, enumerar más de un rol social cumplido por los "desechables" y con pleno beneficio sobre la ciudad, sobre su conglomerado humano, sobre sus ideologías. Razones de beneficio, de aprovechamiento, de usos.
Qué decir cuando una madre para transmitir obediencia, para encarnar una moral, apela a la inveterada amenaza “... o se lo lleva ese loco en el costal” y señala al sujeto "desechable" de paso por la acera o hurgando recipientes de basura. La ignorancia y la autoridad abusando de la figura, de la imagen harapienta y sucia.
"Se lo lleva al diablo", "Se lo lleva el coco", "Se lo lleva el loco del costal", la evolución de la amenaza seguida por el juego del lenguaje no debe ser nada casual.
Qué decir de la cantidad en dinero que los “desechables” proporcionan a las economías industriales haciéndoles prácticamente gratis toda la labor primaria del proceso de reciclaje de infinidad de productos.
Visto, además, que el "desechable” de hoy heredó la mendicidad de siempre, podríamos ver los usos sociales de esta. Ya se sabe que la caridad muchas veces no es más que un efecto resplandeciente sobre el incierto futuro personal del caritativo, porque nadie sabe y entonces “hoy por ti y mañana por mí”.
El “desechable” hecho mendigo (una de sus actividades más esporádicas) ha contribuido, no poco, a dinamizar este comercio espiritual. Ha realizado papeles que refuerzan ideológicamente las tradiciones cristianas de salvación, perdón y sufrimiento.
Hay algo que no se puede pasar por alto, el grado de profesionalismo o simplemente la variedad introducida al mundo de la mendicidad por el "desechable".
Con ellos la mendicidad y la caridad pierden mucho de su carácter hipócrita y compasivo. El mendigo ya no es necesariamente un mutilado, un deforme, un enfermo, no se arrastra, no pide "desde más abajo que la pobreza”, no tiene llaga, ni vejez, ni ceguera para exhibir. Es joven, en edad de trabajar, probablemente saludable, casi nunca nació en ese mundo y sin embargo pide. Ha asumido la caridad y la mendicidad sin vergüenzas y hasta con cierta altivez, no pordiosea, se comporta erguido, igual, elimina los testigos divinos. “Hey parce... regálame diez pesitos", “Chino... colabóreme con cualquier cosita”, eso se parece a todo menos a solicitudes de caridad. En el ambiente queda una cierta igualdad, por lo menos formal, verbal entre quien da y quien pide. La jerarquía de la mendicidad pierde nitidez, se desenvuelve borrosamente desde el momento en que quien pide ignora las exigencias de respeto y humillación que la institución caridad demanda.
Si en el desechable mendigo, el tipo de laceración que busca la caridad tampoco está presente como parte del cuerpo físico en forma de mutilación sino integrado, llevada a él mediante el traje, el desaseo, la piel pálida y hospitalaria, no es porque los altruistas de acera y calle pública interpreten la falta de abrigo, de alimentación y de hábitos o posibilidades de higiene como verdaderas mutilaciones, sino porque se ha desarrollado, se han movido los sistemas de la mendicidad. Aunque la falta de un pie sigue siendo más eterna y más profunda que la desnudez.
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… Y sin embargo, la característica del fenómeno desechable-humano es el despojo, por lo tanto legalmente no hay nada que reconocerle, ni siquiera su labor como verdaderos gallinazos activos por toda la ciudad recuperando vidrio, plástico, papel, chatarra, podredumbre.
Ante sus miembros la sociedad se comporta como una sumatoria. ¿Qué me das? El desechable aporta desde el despojo y su paradoja mayor está en ser absorbido por su realidad.
Y si avanzamos para indagar el final de estas vidas, ¿con qué nos encontramos? Un "desechable" se muere como todo ser por el solo hecho de existir, pero antes de morir por existir, ya está sentenciado por ser. Su mayor enfermedad es ser lo que es: "desechable". Este mal termina muchas veces con un asesinato de limpieza. El "desechable" como es factor indiscutible, legal de despojo, no sólo es conculcado de su derecho a tener, también lo es de su derecho a ser.
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Pero, entonces, ¿qué se nombra cuan do se dice "Desechable? ¿Qué recovecos sociales y psicológicos intervienen en la gestación, la formulación y la popularidad de esta palabra? El lenguaje, las palabras hablan por uno, tienen en realidad función protectora, reveladora, entonces ¿qué ocultan, qué protegen en este caso?
El lenguaje de la calle es implacable nombrando. Es sensato, es insensato, es detective, es neutral, es panorámico, detallado y a veces de una precisión asombrosa, indiscutible como cuando en Medellín introdujo “mágico” para llamar al mafioso o cuando aceptó “parce” del portugués “parceiro” para el amigo, es decir para el par. En el caso de “desechable”, intentó esa impecabilidad, pero sólo logró nombrar la apariencia, lo engañó el significante, le quedó pequeño a la realidad.
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Definitivamente la palabra "desechable” no se agota tan fácilmente en el "otro” ser o en "ese" objeto al que con tanta facilidad se le estampa. Merece problemas, hay un notorio rasgo de desechable en la mayoría de las relaciones que un hombre establece hoy con su entorno. Para empezar, pregúntese: ¿cuánta materia desechable compone un día suyo?
Alguna vez, no hace mucho, Ernesto Lleras en Lecturas Dominicales de El Tiempo, contraponía lo "desechable" aplicado a ser humano con lo sagrado que implica la vida humana como fin en sí mismo “...aún si tuviera comportamientos 'antisociales', su valor como persona debe primar sobre cualquier otra consideración". Pero a renglón seguido, menos ilusoriamente se atenía a la realidad: “Somos desechables de muchas maneras. O bien porque un sicario ‘nos baje’ en cualquier calle como parte de sus prácticas de entrenamiento o bien porque algún grupo ‘subversivo’ nos secuestre, porque tuvimos mala suerte de caer en una redada policial o del ejército, o porque nos quieren robar algo, o porque, en fin, somos vagabundos o travestis o subversivos o cualquier cosa. De malas, dirán algunos y todo seguirá igual”. Creo que su trabajo se llamaba: “Todos somos desechables”.