En esta primera carta sólo trataré de explicarles por qué escogí el estilo epistolario para charlar un rato con ustedes. Una carta pide respuesta aun si se dirige a unos desconocidos, y les escribo porque yo los quiero oír… Les escribo para que ustedes reaccionen y podamos iniciar un diálogo; les escribo porque estoy convencida de que tenemos demasiadas cosas que intercambiar, compartir, inventar, reinventar, para seguir eternamente callados; les escribo porque quiero que ustedes entiendan que nosotras también estamos dispuestas a escucharlos para enriquecernos, para transformarnos, para reconocer nuestros límites y fallas siempre y cuando ustedes, por una vez, estén dispuestos a escuchar… a escuchar otra voz. Una voz de mujer, una voz de otro color, otro sabor, otra tonalidad. Una voz que quiere molestar un poco esta sinfonía masculina que es el mundo. Una voz que juntándose a muchas otras será por fin oída por los que están empezando a aburrirse seriamente en este gran concierto por sólo masculino… Y no tengo ganas de hacerles conferencias, ni redactar artículos, ni citar teorías, ni recurrir a las estadísticas, porque no pretendo enseñar verdades. No busco convencerlos, sólo quiero abrir un camino para iniciar un diálogo. No busco enjuiciarlos, sólo quiero hacer más conscientes algunos elementos de nuestra cotidianidad. No busco teorizar, ni legislar, ni aún ser coherente; sólo quiero expresar nuestras vivencias estableciendo la menos discontinuidad posible entre este vivido y nuestra conciencia de él. Por eso, no siempre encontrarán lógica, coherencia, objetividad… lo vivido es lo menos coherente posible. Lo vivido nunca cabe exactamente en una teoría, en una ley, que expresan otros niveles de la realidad. Lo vivido no es científico es este sentido; sin embargo hoy estoy segura de mi piel, mi sexo, mi risa y mis lágrimas son científicos. De ellos aprendí todo. Por eso escribiré utilizando lo que soy, y no tanto lo que sé, con este orden del sentir antes del orden del saber, sin procesar demasiado, deteniendo por un momento la racionalización si todavía soy capaz de hacerlo, sin introducir demasiada discontinuidad entre yo y yo, con el dolor pasado y presente, con mis lágrimas, mis ganas, mi vientre, mi culpa, mi humor, mi risa, con la tinta de mi sexo… sin rabia, sin envidia, sin demasiado dolor de estómago. Con sorpresa; ¡sí! Ojalá me deje sorprender.
Será entonces mi voz que no es tampoco la de cualquier mujer, porque no pretendo engañarme a mí misma ni a las otras. Hablaré ante todo por mí y no a nombre de las mujeres colombianas porque sencillamente no existen las mujeres colombianas. De eso estoy segura. Creo que el hecho de compartir este ser mujer que me permite sentir a menudo una profunda complicidad y solidaridad con todas, no me otorga en absoluto el derecho de hablar por ellas todas. Efectivamente qué puedo decir, ¿y qué sé yo de estas infinitas mujeres?... Vendedoras de Ley, obreras de los cultivos de flores en la sabana, mujeres marlboro sentadas al lado de una vitrina en una esquina inhóspita y fría, mujeres que venden arepas hasta las cuatro de la mañana en la décima, muchachas de servicio, a nuestro servicio, meseras de café, de restaurantes, mujeres amas de rancho, mujeres de las plazas de mercado, mujeres nocturnas al servicio del deseo brutal y desolado de los hombres, perdidas en la misma soledad, mujeres madrugadoras de las eternas filas del cocinol, mujeres instaladas en la locura de ellas mismas o de este mundo que les toca vivir, mujeres del Putumayo, del Vaupés, campesinas de Ubaté, mujeres costeñas negras, indígenas… ni las puedo adivinar todas… las conozco tan mal. Esas multitudes de mujeres levantadas a las cuatro de la mañana para amasar las arepas del desayuno, preparar el caldo de los hombres, calentar el agua de panela de los niños, mujeres pulpo de decenas de manos, de decenas de senos; mujeres humilladas, frustradas en su cuerpo, sin deseo propio, sin pasado, sin historia, sin solidaridad, sin voz; mujeres que desconocen en pleno final del siglo XX el sentido vivido de palabras como vacaciones, proyectos, descanso, y algunas otras como sueños, deseo, placer… ¿quién dijo que de ellas que eran frágiles, delicadas, pasivas, femeninas…? mujeres verracas, vitales, generosas, incansables, fuertes, sólidas… De ellas no sabría expresar nada más que una admiración sin límite que me deja sin voz, sin palabra.
Pero también, mujeres de Santa Bárbara del Norte, del Alto Chicó, de Unicentro… que se despiertan con el olor del café fresco, de las tostadas tibias, del jugo de naranja y los huevos tibios a punto, para compartir el desayuno con sus dos hijitos bañaditos, rosaditos, listos para el pito del bus del colegio… mujeres sin verdaderos afanes, mujeres de la publicidad de televisión, de los salones de belleza, mujeres de Vanidades y Cosmopolitan, objetos de contemplación, almacenes de señales trampas, maniquíes, títeres, cómplices de este juego que perdieron con anticipación, mujeres celosas, caprichosas, seductoras y revanchistas, burguesas mezquinas, dragones de la familia, castradoras de marido, posesivas y asesinas, odiosas… de ellas tampoco sabría decir nada… ¿Mujeres colombianas? No. Son vivencias, contextos, aprendizajes, contactos, posibilidades, frustraciones, humillaciones, alegrías, voces tan diferentes; universos simbólicos, lenguajes, sueños, inconscientes, deseos tan alejados que hasta a veces pienso que nuestro común ser mujer pierde todo sentido. Es verdad que todas hemos interiorizado de una manera u otra una cierta manera de relacionarnos con este mundo; todas hemos aprendido la sumisión, la feminidad, el silencio, la mediatización de nuestras vidas por las de nuestros hijos, la carencia de ser como sujeto; todas hemos aceptado que el mundo es de ustedes sin comprender bien por qué, pero el contexto y las posibilidades incluidas en él viene a transformar todo e imposibilitar por completo expresiones tales como las mujeres colombianas. Por eso no hablaré de ellas; conozco mis límites y todas mis realizaciones pasan por ellas.
Será entonces mi voz, una voz de mujer que, a veces, no encuentra las palabras para decir las cosas que quisiera, tal vez por ser cosas que hasta ahora se han considerado como poco importantes para la buena marcha del mundo, cosas no previstas en los planes quinquenales de los hombres y por consiguiente cosas sin relieve, sin nombre.
En fin, les escribo porque estoy segura, y ustedes también, de que hay que reinventar el mundo, la vida, dejando de crear sin parar nuevas técnicas de muerte y que ese reinventar pasa por las mujeres. Les escribo con la seguridad de que si ustedes se deciden a escucharnos con los oídos limpios, quiero decir no totalmente obstruidos por prejuicios, verdades todas hechas, prevenciones y recetas, mirándonos con otros ojos, quitándose para siempre sus lentes seculares de seducción y poder, entonces encontraremos por fin esa playa en la cual nos podremos encontrar de verdad porque estaremos empezando a compartir el mismo lenguaje y la misma risa.
Y por favor no me lean como sociólogos, economistas, psicólogos, médicos, ingenieros, artesanos, artistas, etcétera… porque no me van a encontrar. No digo nada al sociólogo ni al artista. En este sentido no digo nada serio.
Léeme tú Jaime, Mauricio, Luis Carlos, Salomón; léeme tú Toño, Jorge, Alberto, Javier, Tú Gabriel, Manuel, Juan Carlos, Augusto… Tú Nicolás, tú Patrick…
Y Tú también.