Autor: Samuel Castro*
Ahora que “Todo en todas partes al mismo tiempo” (Everything everywhere all at once) se alza con el rótulo de gran favorita para los Óscar de este 2023, con el argumento de tomar el concepto del multiverso que desde hace décadas hace parte del mundo de los cómics y hace un poco menos de las sagas fílmicas de superhéroes que de ese mundo se han desprendido, para llevarlo a otros contextos narrativos y a nichos cinematográficos con menos presupuesto disponible, habría que decir que desde hace mucho más tiempo que los Daniels, Jafar Panahi ha construido un multiverso admirable, que no ha recibido el reconocimiento que se merece porque nadie quiere aceptar que una palabra que se aplica más de lo necesario en las tramas de personajes de fantasía, pueda hacer parte de un cine de autor tan conectado a la realidad como el del director iraní.
Pero basta con ver la película más reciente de Panahi, “Khers nist” (“No bears” por su título en inglés) para rendirse a la evidencia de que uno de los elementos más interesantes hoy de su obra es, justamente, la reflexión que se desprende de las interacciones entre los universos que ha creado, y las exigencias que la conciencia de ese multiverso genera en el público. Para que este texto no se siga leyendo como un trabalenguas, lo mejor es explicar con el ejemplo. En “No bears”, como en películas anteriores, el protagonista es un director de cine de apellido Panahi. Es el propio Panahi quien interpreta a este personaje, que al igual que Jafar tiene una prohibición de hacer cine en su país, prohibición que evade ayudado por la tecnología, dirigiendo a distancia las secuencias que le transmite su asistente de dirección. Pero eso lo sabemos solamente después de cruzar la puerta interdimensional que es la pantalla del computador de Panahi. Antes de eso, presenciamos la vida de barrio de una ciudad iraní y la historia de amor de una pareja que quiere huir de Irán y que se enfrenta a la encrucijada de contar solamente con un pasaporte falsificado disponible. Parece que “No bears” es sobre esa historia hasta que alguien dice corte y entendemos que estamos ante una filmación. ¿De un documental tal vez? Porque esos personajes tan “naturales” a nuestros ojos, deben ser reales. ¿O no? Panahi no intenta sacarnos de la duda. Intencionalmente quiere que pensemos que filma a unas personas reales que viven ese dilema. Hasta que buscamos en IMDb y comprobamos que los profundos hermosos ojos de Zara, la mujer que debe partir dejando a su pareja, son en realidad los de Mina Kavani, una actriz con más de 9 créditos previos.

Mientras tanto, en el universo detrás de la pantalla, donde un director de apellido Panahi dirige una película desde un pueblo cercano a aquel que su equipo usa como locación, nos topamos con otra trama igual de reveladora sobre la actualidad iraní, pero desde un ángulo distinto. Porque en este caso veremos paso a paso, en un ascenso dramático que crecerá hasta el final de la película, el choque de la modernidad con tradiciones que se conservan en las zonas rurales del país, como los matrimonios acordados por las familias sin contar con la voluntad de los jóvenes implicados, o los juramentos públicos sobre el Corán ante la comunidad reunida, que permiten dirimir algunas disputas. En ese momento entendemos el nombre de la película, cuando un vecino le advierte al Panahi que se parece tanto al director de la película que vemos pero que no es exactamente el mismo, mientras se dirige hacia la casa comunitaria donde deberá hacer el juramento, que tenga cuidado con los osos que podrían atacarlo, para momentos después desmentirse a sí mismo y afirmar que no hay osos, que sólo son historias que se crean para asustarnos y que los miedos están ahí para darle poder a otros, en una frase llena de subtexto político, que sin embargo es lo suficientemente metafórica como para que el Panahi real, el que está dirigiendo la cámara que toma desde lejos al Panahi personaje en un callejón obscuro, pudiera evadir la censura y las posibles acusaciones que el gobierno iraní dejaría caer sobre él si algún día decidieran castigar con mayor severidad de la ya impuesta, a su director vivo más importante.
Así como el Doctor Strange utiliza el multiverso para buscar la única forma de ganarle a Thanos, Panahi va de uno a otro de sus universos durante la cinta para añadir capas a las preguntas éticas que le interesa explorar y a su disección de las contradicciones que vive cualquier iraní, más si es un trabajador de la cultura como él. Cuando volvemos a la pareja que quiere escapar, nos topamos con que uno de ellos le habla a Panahi (mirándonos en realidad a nosotros, que ahora tomamos el lugar de él frente a la pantalla) y le comenta de una novedad en su proceso de huida que el director deberá sopesar para tomar alguna decisión con respecto a la grabación. Ahí ya empezamos a olvidar que no hay tal “novedad”, que es todo parte de un guion que el Panahi de afuera ha escrito para hablar de la responsabilidad del artista frente a la realidad que retrata, y de cómo el arte, a pesar de que sólo intenta registrar, termina modificando al retratado. A tal punto, parece añadir en la historia del Panahi personaje, que una foto podría convertirse en la condena de un par de jóvenes que se aman. Y mientras todo eso ocurre y los cuestionamientos se van volviendo más urgentes y más trascendentales, es inevitable para el espectador unir las coordenadas con el destino del Panahi real, sobre el que sigue pesando una prohibición de trabajo, arrestado hasta hace poco por reclamar por el destino de un colega. El resultado es que en su multiverso, el realizador consigue las mismas resonancias sentimentales que logran tres Spiderman juntos en el de Marvel, gracias a la inteligencia y a la astucia de un guion en el que todo está planeado para que nada lo parezca, para que entendamos que esos osos imaginarios son capaces de dar dentelladas mortales, para que en un punto, como el Panahi que vemos, pensemos que la única salida de las desgracias que recorren todos los universos, será jalar el freno de emergencia.
*Samuel Castro es un escritor y crítico de cine, autor de la novela empresarial “A la velocidad del byte”. Combina el trabajo en su empresa de eventos, Ideas Lúcidas, con la crítica de cine. Primer miembro colombiano de la Online Film Critics Society, ha publicado sus textos en Arcadia, Kinetoscopio y en la revista de Avianca. Crítico del diario El Colombiano, ganador en 2014 de la beca García Márquez de Periodismo cultural de la Fundación Gabo. Director de programas y podcast de cine y tuitero juicioso bajo el nombre de @samuelescritor. Trabaja en su segunda novela.