Jairo Buitrago y la voz de las infancias
Unos ojos inquietos se asoman por la ventana. En la casa vecina, justo al frente, empiezan a entrar hombres y mujeres que se saludan alegremente, con libros y libretas entre sus manos. Aquellos ojos ven por primera vez a muchas de esas personas. Desconcertados, no entienden qué pasa en esa casa que hace parte del paisaje de su municipio. Una casa que en sí misma cuenta docenas de historias. La casa pertenece a la familia Castaño Peláez, conformada por el padre, la madre y diez hijos e hijas, quienes la habitan desde 1962. Sin embargo, la construcción de alrededor 800 metros cuadrados, hecha pacientemente entre 1865 y 1872, con cominos y cedros de la zona, perteneció inicialmente a un señor de apellido Abad, quien según Carlos Mario Castaño, hijo de la familia, fue uno de los cofundadores de Jericó.
A esa casa de más de 150 años, llegan aquellos ojos impregnados por el asombro y presencian un suceso inolvidable. Las sillas forman un círculo en la sala, como si fuera una especie de ritual. Las miradas de los 27 participantes se dirigen atentamente hacia dos personas, quienes agradecen el espacio, a la familia anfitriona, a los asistentes y a los libros por posibilitar el encuentro. Se trata de Yamili Ocampo, bibliotecaria y gestora cultural en la Fundación Ratón de Biblioteca, y de Jairo Buitrago, escritor colombiano de literatura infantil. La dinámica del espacio, más que una conversación para escuchar a un autor, parece un encuentro íntimo entre amigos y amigas que decidieron reunirse para tomar un café, confesar anécdotas de sus vidas, contar chistes, leer en voz alta, hacerse preguntas y celebrar las ideas atravesadas en los libros.
Una mujer del círculo le plantea a Jairo una pregunta detonadora: “¿Hay algún libro que te haya marcado profundamente en tu infancia?”. El escritor, con la emoción de aquel niño que apareció en sus recuerdos, contesta: “Como yo me mareaba en los viajes por carretera, casi siempre mis hermanos se iban de paseo sin mí y yo me quedaba acompañado por los juguetes y los libros de la biblioteca de mis papás. De nueve hermanos, cinco leían y cuatro odiaban la lectura. Yo fui del grupo de la mala influencia, es decir, de los que leían. Muchos libros me marcaron en la infancia, pero recuerdo mucho El libro de la selva, que incluso perdí en el bus del colegio porque lo llevaba conmigo a todas partes. Pero también me pasó que uno de mis hermanos mayores, que estudiaba ingeniería mecánica, se metió a un club de literatura y como yo era un niño súper entrometido y chismoso, empecé a leer las fotocopias y los libros que mi hermano prestaba de la biblioteca y que dejaba en su mesita de noche. Uno de esos libros que leí fue Los ríos profundos de José María Arguedas, un libro que si bien no debí leer a esa edad, más tarde se convirtió en uno de mis favoritos. El libro narra la historia de Ernesto, un niño que su papá abandona en un internado de hombres, manejado por curas, y que a medida que crece se enfrenta a la violencia, hacia los niños y entre los niños, y al mundo adulto. Debí haber leído El Principito y no Los ríos profundos”, finaliza entre risas.
Jairo Buitrago es Profesional en Estudios Literarios de la Universidad Nacional de Colombia y, en este encuentro cercano en la casa de los Castaño Peláez, además de contar cómo se hizo lector, narró la forma en la que se convirtió en escritor. Su vida profesional inició escribiendo guiones para televisión, un trabajo que le sirvió de escuela pero con el que no estaba del todo conforme. “En medio de la oscuridad, de repente, unos amigos se ganaron un premio del Ministerio de Cultura para hacer un programa de televisión con títeres”, confiesa. Ese programa se llamó Historias de inventos y se transmitió por Señal Colombia. En ese proyecto, contrario a los guiones que venía haciendo, se le permitió escribir, por ejemplo, que los títeres protagonistas se subían a cohete y llegaban a la luna, es decir, no había límites para imaginar.
De su participación en ese proyecto y en otros programas culturales, no pasó mucho tiempo para que Jairo se decidiera a dibujar y escribir su primer libro: El Señor L. Fante, publicado por Babel Libros. Y también para trabajar en compañía de ilustradores como Rafael Yockteng, con quien ha publicado, desde 2009, cerca de 19 libros. La obra de Jairo ha consistido en volcar en la escritura recuerdos de su infancia, anécdotas imborrables y temas que investiga a profundidad, construir una historia que lo convenza a sí mismo, llevársela a un editor, realizar ajustes de acuerdo a la mirada editorial experta, invitar a un ilustrador amigo a participar en el proyecto y mostrar a la vista de miles de lectores y lectoras un nuevo libro. “Todos mis libros les llegan a todos los públicos, pues le pueden decir algo a un lector de 40 años y le puede decir algo distinto a un lector de 4, pero es el mismo libro, la misma historia”, enfatiza.

Jairo ha combinado su escritura con la visita a numerosas instituciones educativas por el mundo, en medio de talleres alrededor de sus libros, e incluso ha trabajado con ACNUR, el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados. Su misión en las zonas fronterizas ha sido compartir lecturas con los migrantes que van de paso de México a Estados Unidos. Eloísa y los bichos, uno de sus libros, fue la excusa en estos lugares para hablar de la diferencia, y Jairo cuenta que muchos niños y niñas migrantes, que viajaban solos, después de conocer la historia, guardaban el libro en sus mochilas para continuar el viaje, al lado del agua, la comida y otros elementos para sobrevivir.
En medio de todas las anécdotas evocadas en aquella sala, Jairo cuenta una final: “Los niños son el público más honesto, dicen, sin tapujo, que algo les gustó o que no les gustó. Una vez en un colegio, donde me recibieron con pancartas, un niño, después de agradecerme en nombre de todos los estudiantes de quinto, me entregó unas flores con una nota que decía: ‘Gracias Jairo Buitrago, que en paz descanse’. No guardo todos los papelitos que me dan, pero ese ‘en paz descanse’ sí lo tengo guardado hasta en mi corazón”, dice entre carcajadas cómplices.
Selva Almada y la voz transgresora
Horas más tarde, en la casa de la familia Vanegas Peláez, sucedió un encuentro similar. A unas tres cuadras del parque principal de Jericó, una puerta color morado rojizo, decorada con motivos plateados, anunciaba la entrada a la que muchos vecinos llaman “la casa más bonita de Antioquia”. La construcción, en algún momento de sus más de 160 años, le perteneció a Juan Esteban Puerta Restrepo, uno de los hombres más ricos del municipio en aquella época, dueño de una empresa de transportes. Cuando la familia actual la adquirió, decidió restaurarla conservando la mayoría de detalles originales y hoy se enorgullece de que haga parte de ese sesenta y cuatro por ciento del área urbana del municipio, declarada Bien de Interés Cultural en 2018.
La semilla en esta conversación, la sembró Pilar Gutiérrez, escritora, editora y directora de Tragaluz. Con el ánimo de conocer el origen y el proceso creativo que hay detrás de una autora como Selva Almada, una de las escritoras más destacadas de la Argentina contemporánea, propuso la siguiente pregunta: “Debo confesar que antes de este encuentro no te había leído. El libro que me mandaron fue No es un río y llevaba muy pocas páginas cuando pensé: ‘Esta mujer tiene que ser poeta’. Investigando un poco más me di cuenta de que tu primera publicación fue un libro de poemas. ¿Qué fue lo que pasó para que en algún momento dijeras que no eres buena poeta y dejaras de escribir poesía?”
Los 23 participantes, acomodados también de forma circular, con la vista a ratos perdida en las paredes, el mobiliario y las plantas que hacían de la estadía en la casa un instante casi mágico, esperaron admirados la respuesta de Selva. Ella contó que había empezado escribiendo narrativa en los 90, acompañada por un grupo espontáneo de amigos y amigas que se juntaban para leerse, corregirse y comentarse. Después, cuando se mudó a Buenos Aires asistió al taller de literatura que dirigía Alberto Laiseca, quien fue su maestro durante 15 años. “No es necesario ir a un taller de escritura para convertirse en escritor, pero, para mí, lo mejor que tiene un taller es la compañía. El acto de escribir en sí es un acto solitario, pero el espacio de taller es fundamental para compartir esa escritura, junto con los problemas, las dudas o los aciertos, para crear una comunidad”, comenta.
Pese a sus inicios con la narrativa, su primera publicación fue un libro de poesía: Mal de muñecas (2003). Lo que sucedió fue que, después de ese libro, empezó a leer mucha poesía y se dijo a sí misma: “Yo no puedo escribir poesía, nunca llegaría a ser una poeta tan buena como estas poetas que admiro tanto” y siguió escribiendo narrativa. Sin embargo, en su obra hay una sobresaliente búsqueda poética: “En mi narrativa, la poesía se filtra todo el tiempo. Soy muy lectora de poesía, entonces mi narrativa es muy lírica”; además, hay una búsqueda por las “historias pequeñas”, es decir, por esos pequeños acontecimientos cotidianos que suceden en la vida de personajes que vienen del trabajo físico, de contextos marginales, y para quienes comprar un vestido de fiesta o que su nevera se dañe, representa un gran suceso.

Selva Almada no le teme a la hoja en blanco, en su caso a la pantalla en blanco, porque no se sienta a escribir hasta no tener algo que contar. Su proceso creativo consiste en dejarse llevar por una primera escena, por una imagen difusa que la seduce en su mente: “Tuve discusiones con mi maestro, Laiseca, porque él me decía que yo abandonaba los relatos porque empezaba a escribir sin pensar un poco hacía dónde iba la historia, sin hacer un esquema de obra primero; pero esa no es mi manera, yo me dejo llevar por alguna imagen que me cautiva y eso para mí es el misterio de la escritura: empezar a escribir como tanteando en la oscuridad, en un cuarto desconocido, e ir adivinando los objetos a través de sus formas pero nunca saber muy bien qué es hasta terminar de escribir”.
Ese misterio implica entonces no tener todo resuelto, confiar en el proceso de la escritura y someter ese proceso a la lectura de otros y otras, que con sus comentarios y preguntas iluminan partes de esa idea. Con respecto al origen de esas ideas o sobre los estímulos para escribir, Selva comenta: “Yo escribo porque algo me llamó la atención, me dio curiosidad e intento darle respuesta o solución con la escritura. Lo que está buenísimo también de escribir es que las preguntas nunca se contestan sino que aparecen más preguntas y esas preguntas van armando todo un universo con personajes y más escenas”.
Además de escribir, Selva fundó un sello editorial en 2003, con esos mismos amigos del taller de escritura con Laiseca, que se llamó Carne Argentina. La idea, en medio de un escenario donde las grandes editoriales argentinas se negaban a publicar a autores poco conocidos, era publicar sus primeros libros y dar a conocer nuevas voces. Publicaron 7 libros y el proyecto desapareció en 2007. Con esa misma idea, en 2020, decidió inaugurar una librería llamada Salvaje Federal, que ha participado en distintas ferias del país y que tiene un club del libro al que la gente se asocia para leer en conjunto una obra mensual.
En la actualidad es un espacio virtual y presencial que reúne a editoriales pequeñas y a autores poco conocidos, de las provincias, para darles visibilidad y que además, por la compra en línea, llega a muchos lugares de Argentina donde no hay ni una sola editorial o donde solo hacen presencia los grandes sellos. “Pasaron 12 años hasta que un libro mío tuvo éxito, que fue El viento que arrasa (2012), mi primera novela, entonces ahora que ocupo un lugar central en el campo literario argentino, me gusta aprovechar esa visibilidad para difundir a muchos otros, a esos autores que me gusta leer y que me gusta que existan”, dice con certeza.
Luego de leer algunos de sus poemas en voz alta, de hablar de referentes en su obra como Estella Figueroa y de compartir palabras de agradecimiento, Selva Almada y sus contertulios se aplaudieron y se miraron detenidamente por última vez, como queriendo guardar en sus corazones hasta los mínimos detalles de un encuentro único. Aprovecharon para caminar un poco, recorrer los pasillos, visitar los cuartos del lugar y conversar entre ellos sobre el momento. La casa de la familia Vanegas, al igual que la de los Castaño Peláez, había motivado lo que la razón considera casi imposible: viajar en el tiempo. Hombres y mujeres, escritores y lectores, fueron testigos del pasado de aquellos autores que siguen con admiración y de dos casas que albergan miles de huellas.