“Y todo lo que se quiere debajo del cielo tiene su tiempo”, reza el Eclesiastés, de modo que se quedaron sin empleo el lloro y las nostalgias. Tuvo su tiempo la época en que pasar frente a las paredes de la ciudad significaba más o menos lo mismo que hojear las páginas de un libro. A saber:
“Encontré a un hombre en una actitud tan triste que parecía saberlo todo”. “La vida es lo que ocurre cuando estamos haciendo otra cosa”. “El que ambiciona una corona, ignora su peso”. “Cuando sea grande voy a terminar de vivir”: grafitis de 1986.
No resultaría ocioso husmear en las causas que incitaron a aquellos arrebatos de sabiduría e imaginación. Ellas nos pondrían al tanto de las otras que, diez años más tarde, plantaron el freno y enrumbaron hacia la mansedumbre de la declaración evidente, el chiste barato, el fácil juego de palabras, el ficticio ingenio. “Abajo Samper”, “Botero Zea varón”, “Mockus sapo”; grafitis de 1996. Los paseantes nocturnos, sin embargo, sobre sus hombros el bulto de las naturales metamorfosis, continúan siendo casi casi los mismos.
Tal vez corresponda a expertos en sociología determinar cuáles móviles intervinieron en esta visible degradación del grafiti como miembro de planta de la cultura popular. Bástenos, entre tanto, subrayar la notoriedad del suceso. A saber:
“Por vivir haciendo las cosas urgentes, dejamos de hacer las importantes”. “La verdad os digo que aquellos que no pudieron aprender se dedicaron a enseñar”. “La vida es un espectáculo maravilloso, sólo que no hay butacas”. “No soy suficientemente joven para saberlo todo”: grafitis de 1986.
¿Cuántas páginas de entonces, impecablemente editadas, no envidiarían hoy aunque fueran migajas de aquellas desvencijadas sutilezas? Incluso cuántas páginas de hoy no harían bien en reclinar la frente ante la simple remembranza de aquella Edad de Oro donde el grafiti era algo más que un manoseo fortuito entre el ocio del noctámbulo y la blancura del muro. Pero no tiene caso la congoja y la lamentación: todo lo que se quiere debajo del cielo tiene su tiempo y ya tuvo el suyo la época en que hojear las paredes de la ciudad significaba más o menos lo mismo que pasar frente a las páginas de un libro.
No soy ateo: creo en todos
“En el Principio la tierra estaba desordenada y vacía y las tinieblas estaban sobre la haz del abismo y el Espíritu de Dios se movía sobre la haz de las aguas”. No ha impedido la freviente religiosidad bogotana alguna que otra incursión del trashumante en los asuntos del Gran Arquitecto.
A finales de la década del ochenta, “Alejo” devino una firma recurrente entre los criptogramas de la ciudad. “Dios no existe”, alcanzaba a leerse sobre un muro de la calle 26, y al pie del texto, aderezado por los guiños de la inconfundible grafía: “Alejo”. Una semana más tarde, el bando del flamante anticristo tuvo que compartir su feudocon un inesperadoy beligerante vecino: “Alejo no existe”, y al pie: “Dios”.
Eran comunes estos diálogos donde los contendientes pulsaban su capacidad para superar o por lo menos encarar con altura los artificios del texto anterior. “Ahí viene Dios”, y al cabo, sobre la fachada: “¡Huyamos!”. O “Dios vive”, y en el espacio siguiente: “De puro milagro”.
Mientras este sindicato de almas en pena ponía todos sus sentidos al servicio de la misteriosa conversación, otras criaturas, igualmente nocturnas y anónimas pero conmovidas por la prédica de espíritus más bohemios, se dedicaban a tallar esquelas del tipo “Bienaventurados los borrachos, porque ellos verán a Dios dos veces”. (Aunque en este último caso, en vez de identificar la frase con una especie de admonición sacrílega, ¿no sería mejor aceptarla como una invitación a que veamos en las propiedades del alcohol la más efectiva catequesis para la inmediata multiplicación de la fe?).
“Las vírgenes tienen muchas navidades, pero no tienen ninguna nochebuena”. Claro que hay una considerable distancia entre este tipo de alegato y las elevadas sutilezas con que se maneja el tema erótico, digamos, en un texto de incuestionable fervor religioso como es El Cantar de los Cantares, pero no hay que volver a exigirle peras al olmo ni curubas al maracuyá. En el mundo de las irrefrenables pasiones, cada apasionado hace lo que puede.
En cuanto a la pasión de los profetas que insisten en sus pruebas para demostrar la muerte de todas las utopías, ya se sabe que “Dios ha muerto” es, quizás, el canto de guerra que con más vehemencia se ha repetido en las pasarelas del mundo moderno. También para estos teóricos del apocalipsis hay lista una entusiasta impugnación en la quietud de las paredes: “No importa que Dios haya muerto, la Virgen está otra vez embarazada”.
La imaginación es la loca de la casa
El grafiti, ya instalado en el Olimpo de su mística, se dedicó a cincelar los cimientos de su poética: “Por favor, no me orinen más, mejor escríbanme. La Pared” ¿Qué reparos oponer a tan deliciosa invitación? A excepción de la mayoría de los países de África y el territorio árabe, quizás sea Colombia -léase Bogotá- la planicie terrena donde las estadísticas convendrían en certificar el más elevado por ciento de meadas a la intemperie. No importa si de día o de noche, si en público o en privado, si discreta o descaradamente: ¡los bogotanos mean! Arremeten, embisten, disparan dadivosas cuotas de alcohol transfigurado contra la indefensa Pared que no cesa de clamar “por favor no me orinen más, mejor escríbanme”.
Las mismas estadísticas no tendrían inconveniente en calcular el porcentaje de verdades reveladas, mandamientos, cosmogonías, hallazgos científicos, tratados filosóficos que, si el orín irrumpiera en el cuenco atmosférico a todo color, quedaría impreso para siempre en la orfandad de las paredes.
“Por favor, no me orinen más…”. El bogotano entonces, sensible y obediente, entre meada y meada, escribe: “Cuando encuentres una pared silenciosa, consígnale consignas para despertar a aquellos que como muros duermen”. Sí, el grafiti ya tiene su poética. Silbatos de alarma instalados en puntos estratégicos de la ciudad para infiltrar nuevas fuentes de vida en el sueño de los habitantes dormidos.
“Me concientiza con cien tizas. Te sirvo de tablero”, renovadas nupcias entre el habitante y la ciudad. “Las palabras son del aire y van a la pared”. La pared se congratula a sí misma por haber ennoblecido el holocausto de la orina con el beneficio del spray. “Con una mano escribo y con la otra me defiendo”. Podría pensarse en un período de ilustración de la meada. En plena luz del día los bogotanos mean, lo cual es reprobable, pero en la noche escriben, lo cual disculpa cualquier insulto infligido al buen nombre de las morales públicas.
Nada en vano. Todo en vino
En el Barbarie, cada noche, se descorre un telón para las danzas de la orina ilustrada. El baño es un lugar indicado, un espejo o una servilleta, esta lámpara o aquella pared. El dedo penetrando con maña en las entretelas del humo.
“Hubo la ola yeyé/ luego / la ola gogó / ye-gó / llegó la ola, / la ola locura, / ¡oh! la locura, / hola locura, / lo cura, / lo sana, / lo alivia, / alíviame…” Y otra vez el humo, la penumbra, las conversaciones, el aguardiente, la cerveza, el bar. Salvo que a esas alturas de las muchachas, las sombras y la música, el recién llegado no tiene deseos de escribir. Entonces no escribe: “Yo viene aquí a bailar y no a escribir -¿no escribe?- pero bueno ahí les dejo mi mensaje”.