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Por RENÉ REBETEZ

Para los libros: un adiós irreversible

Un hombre ilustrado que no aplica sus conocimientos, es como un burro cargado de libros. Rumi; Octubre 13, 1996.

Este artículo se publicó en el espectador entre el 1983 y 1999. Ahora lo retomamos en el marco de la exposición el Magazín que fue realizada en alianza entre Comfama y Confiar y Universo Centro.

Para los libros: un adiós irreversible
Para los libros: un adiós irreversible

Es obvio que estamos en el umbral de un mundo sin libros. De ellos a lo mejor sólo quedarán ediciones de arte, joyas raras para los coleccionistas. El tránsito de la imprenta al computador es un asunto irreversible que está relacionado con un aumento de la velocidad de percepción del ser humano: ya Marshall McLuhan había afirmado en la década de los sesenta que escribir en nuestro tiempo era como tratar de comunicarse con señales de humo en la era electrónica.

Lo cierto es que no podemos seguir utilizando las herramientas de ayer para resolver más de hoy: el tiempo parece deslizarse ahora mucho más velozmente que en la época de Gutenberg, cuando imperaba el estatismo y la imagen del universo y del hombre eran prácticamente invariables. Hoy en día la ciencia cambia a diario el paisaje que nos rodea y nuestra visión del universo se transforma con una frecuencia caleidoscópica. Viajamos en una gran explosión y el Conocimiento se fracciona cada vez más en las esquirlas de la especialización. Cada día que pasa nos enfrenta también a una visión diferente de nosotros. Y el proceso editorial, no podemos negarlo, es demasiado lento para atestiguar y evaluar esta vertiginosa mutación.

No es exagerado decir que cuando un escritor ha terminado su labor, morosa por naturaleza, su obra llega hasta los lectores con la anacrónica lentitud que caracteriza a la edición y distribución de libros. Como si esto fuera poco, un libro requiere traducciones a otros idiomas y el proceso se repite con igual lentitud en cada caso. Lo más probable es que para entonces el panorama que describe el escritor o la problemática que aborda hayan cambiado y que su obra requiera de nuevas ediciones actualizadas por enojosos apéndices. Esto atañe muy de cerca al ensayo social y a las obras sobre temas científicos, técnicos y especializados pero también, entre muchas disciplinas, a la historia y la filosofía. En otras palabras, el advenimiento de la cibernética y las técnicas de información múltiple que de ella se derivaron, tales como la Internet, han tornado súbitamente obsoletos a los vendedores de enciclopedias y a los eruditos: un par de razones para estar agradecidos de los cambios que se avecinan. Por su parte, el auténtico creador, el poeta, el narrador o el ensayista intemporal, resultarán favorecidos con la desaparición de los libros: ni el proceso creativo, ni su materia prima, el pensamiento, sufrirán detrimento alguno. Muy por el contrario, su obra será difundida universalmente y puesta al alcance de millones y millones de personas, en varios idiomas, en lo que se tarda el apretar de una tecla. Por extraño que parezca, la desaparición del libro beneficiará por partida doble tanto al escritor como a los lectores.

 ¿Y desde cuándo la poesía y la ficción son materia exclusiva de los libros? En tiempos no muy remotos tanto los trovadores como los cuenteros trashumantes decían sus cántigas y narraban sus historias de viva voz, algunas de ellas concebidas, como los cuentos de hadas, para ser escuchadas por los niños en esa zona crepuscular medianera entre el sueño y la vigilia, para ser grabadas de por vida por un “oído detrás del oído”, el de la conciencia. Ahora los cuentos infantiles se graban en casetes. Sonará menos romántico, pero la semántica de la transmisión no se altera con la transformación de los medios: “Así como los maestros de la Edad Media enviaban sus instrucciones por mensajeros o en camellos o caballos, yo uso el teléfono, el fax o un videocasete, porque es eficaz y útil”, dice Omar Ali Shah, un maestro sufi.

Tal vez este irreversible adiós a los libros implique un dejo de “saudade” para muchos. Más razón de quejarse tuvieron los egipcios y los mayas cuando tuvieron que trocar sus magníficos glifos e ideogramas de gran poder simbólico por un alfabeto lineal, que sólo se desplaza de presente a futuro, como una autopista de una sola vía. Pero la realidad de hoy es que muchos han trasladado ya su amor por los libros al disco duro de sus ordenadores. Especialmente los niños, que parecen nacer misteriosamente aprendidos en todo lo que concierne a las computadoras y que son una prueba fehaciente del aumento en la velocidad de percepción en los ejemplares de nuestra especie. Por otra parte, desde hace rato muchos libros han pasado a ser un mero elemento decorativo en las casas de los esnobs, que sólo leen las solapas de los libros y de los nuevos ricos que como es bien sabido, escogen los libros por su lomo. El tema de un mundo sin libros nos lleva a un problema más profundo, al verdadero meollo de la razón de ser de un libro o de un disco de computadora: el problema del conocimiento. “Un hombre ilustrado que no aplica sus Conocimientos es como un burro cargado de libros”, expresó el poeta persa Rumi en el siglo XII. También había aseverado lacónicamente: "El que no experimenta, no sabe". Lo cierto es que hemos creado un mundo de mentiras, cada vez más divergente de la realidad natural; y que confundimos cada vez más el conocimiento con la información, la sabiduría con la mera erudición. Hemos vivido literalmente, “al pie de la letra”, nos volvimos textuales y olvidamos que las palabras, escritas o habladas, no son más que símbolos imperfectos de las cosas.

Esta es una problemática universal, pero en referencia a nuestro microcosmos, la frase de Rumi obtiene una palpable actualidad. Quien observe la ruina moral de este país, no puede menos que aceptar que semejante devastación ha sido obra de los idiotas cultos que han “guiado” el destino de Colombia. Sin embargo, esos mismos individuos se precian de pertenecer a una élite cultural, se ufanan de haber leído muchos libros, hacen citas pomposas con frecuencia y despliegan una oratoria demagógica que contrasta con la silente, objetiva y parca memoria de los computadores. Sin embargo, tratando de ajustar su paso desmañado al de los tiempos que corren, estos mismos personajes, sus herederos y su sempiterna corte de los milagros recurren a la informática para respaldar su egocentrismo. Las citas de los clásicos de ayer o los esquemas y cifras que utilizan los tecnócratas de hoy pueden extraerse por igual de libros y computadores, sólo que estos últimos asimilan mucha más información y la transforman y reproducen con una velocidad más acorde con el acelerado ritmo con el que decae nuestra deshumanizada sociedad.

El estado de cosas creado por los “burros cargados de libros” en este país demuestra que libros o computadores, bibliotecas o redes electrónicas globales de información, todo da igual cuando los hombres han perdido la conciencia y se han convertido en meras máquinas biológicas, enfermas de poder.