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Por LUIS ALBERTO ÁLVAREZ

La elocuencia del cine sin banda sonora

Un cinéfilo empedernido afirma que el cine no fue casi nunca mudo, ni silenciosos. Diferencias del mutismo cinematrográfico con la pantomima. Medellín, marzo, 1993.

Este artículo se publicó en el espectador entre el 1983 y 1999. Ahora lo retomamos en el marco de la exposición el Magazín que fue realizada en alianza entre Comfama y Confiar y Universo Centro.

La elocuencia del cine sin banda sonora
La elocuencia del cine sin banda sonora

En el séptimo sello de Ingmar Bergman el caballero Antonius Block y, su escudero, regresan de las cruzadas a una Europa plagada por la peste. El caballero le pide al escudero que le pregunte algo a un hombre que está sentado a la vera del camino. El escudero se acerca y descubre con horror un cadáver de cuencas vacías. Regresa entonces, al lado del caballero para informarle que no fue posible conseguir ninguna información de parte del hombre y cuando Antonius inquiere si este no dijo nada el escudero responde: oh si, al contrario, fue particularmente elocuente.

Elocuente y sobrecogedora es la imagen, como lo son todas las creadas por Bergman, un realizador cuya potencia esencial está en escudriñar los paisajes dictados por el alma sobre los rostros de los seres humanos. Su tradición es la Dreyer y Sjöström, esos escandinavos cuyas imágenes y composiciones abren abismos insondables, revelan situaciones inéditas sin necesidad de una palabra que las refuerce.

Dreyer y Sjöström hicieron sus obras más importantes dentro de lo que todavía hoy se llama cine mudo.

La expresión cine mudo sugiere una carencia, una privación. Hay una estética oportunista que se aprovecha de la falta de ciertos elementos técnicos para proclamar una esencialidad, una substancialidad que prescinde de lo accesorio. Fue una época de los teóricos que afirmaban que sólo el cine en blanco y negro tenía derecho a ser llamado arte. El cubano García Espinosa glorificaba la imperfección como elemento constitutivo del cine latinoamericano, obviamente una fácil coartada. Y, sin embargo, si bien hay un gran arte de lo mínimo, de la belleza por substracción, hay también un arte enorme de la adición de lo exuberante, de lo abundante. Dadme lo superfluo y sobré arreglármelas in lo esencia, o algo parecido, decía con sorna Oscar Wilde. 

Otros prefieren hablar de cine silente, una expresión un tanto rebuscada que busca describir más positivamente las imágenes en movimiento sin banda sonora. Viene entonces la glorificación del silencio como elemento conformativo y el convertir la experiencia cinematográfica en un equivalente de la experiencia mística de la meditación.

En realidad, el cine no fue casi nunca mudo, ni silenciosos. Hay quien dice que el público pudo haber optado mucho tiempo antes por una banda de diálogos sincronizada, ya que la base técnica para hacerlo es muy anterior a 1927, el año del gran cambio, y se habían presentado varios ensayos. El público prefirió, sin embargo, seguir unos cuantos años con un cine que se había desarrollado de una manera sorprendente y que de 1919 a 1927 produjo una serie asombrosa de impecables y exuberantes obras maestras, acompañadas siempre con música, grandes orquestas u órganos en los grandes teatros, piano y violín más o menos afinados en los pequeños, coloreadas con bellos virados y un par de veces con auténticos colores en el recién desarrollado technicolor, con imitación en vivo de los ruidos e, incluso, como en el Japón, con la misteriosa presencia de un banshí, un experto que iba narrando la película y haciéndolo todos los papeles, masculinos y femeninos e, inclusive, cambiando a su amaño los sucesos.

Nada pues de silencio ni mucho menos de mudez. Con la mudez tiene que ver la pantomima, la comunicación estrictamente gestual. Casi nunca los actores del cine de los años diez y veinte fueron mimos. Chaplin sólo de vez en cuando, casi de modo complaciente (como en las famosas escenas del zapato y los panecillos en la quimera del oro o en la narración de David y Goliat en el peregrino). Un director un poco exótico como Leopold Jessner puso en El espíritu de la tierra a su Lulú y demás personajes de Wedekind a expresarlo todo con gestos y movimientos, sin mover los labios. Pero esta es una experiencia altamente estilizada y fatigosa. La Lulú de Louise Brooks y Pabst (en La caja de Pandora), que, si habla con regusto, aunque no se oiga el tono de su voz, es mucho más moderna y fascinante que la lánguida Asta Nielsen de Jessner.

Los actores de las grandes y pequeñas películas desde Griffith hasta Pabst hablan todo el tiempo. Es posible incluso leer las frases en sus labios y la gente de la época sabía hacerlo a perfección. ¡It’s my father! Exclama adolorida Paulette Goddard en Tiempos modernos mientras abraza el cadáver del anciano que la policía acaba de abalear. Y no hay ningún intertítulo escrito que confirme esta exclamación, obvia para todo el mundo, incluso para los que no entienden inglés.

El arte cinematrográfico que murió en 1927 por la desaforada codicia de los mercachifles, no es definible fundamentalmente en términos de carencia de banda sonora. Es un arte desarrollado a partir de las geniales intuiciones y soluciones de David Wark Griffith y que llegó a presentar el flujo de las imágenes con un virtuosismo y una perfección todavía no superadas. Quien haya visto el Ben-Hur hecho por Fred Niblo en 1925 con sus potentísimas secuencias de la batalla naval y la carrera de cuadrigas, tendrá que admitir que la versión en pantalla panorámica y sonido esterofónico realizada por William Wyler a finales de los cincuenta y que seguimos viendo en las Semanas Santas es sólo una plana imitación, si acaso un homenaje.

Sólo quien o conozca El viento de Sjöström. Amanecer de Murnau, Intolerancia de Griffith, Sherlock Jr. De Keaton, Napoleón de Abel Gance o Una página de locura de Kinugasa, podrá afirmar la torpeza de que el llamado cine mudo fue algo así como una etapa imperfecta en el camino de Batman o Indiana Jones. En 1927 murió un arte y luego surgió otra cosa más o menos emparentada, que ha producido también unas cuantas cosas grandes y apreciables. Fue un arte que murió dejando muy pocos rastros, llevándose la fórmula a la tumba. Su grandeza no tenía que ver tanto con el silencio como con el poder visual. 

Medellín, marzo, 1993.