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Por CARLOS FUENTE

Carta a Salman Rushdie

Todo fundamentalismo, religioso o político, acude siempre a una cacería de brujas. En el caso de Rushdie, tal fundamentalismo corre de cuenta de los musulmanes. La bella e intensa carta de Fuentes, recuerdan que ideologías o razones de Estado, persiguen, asesinan u odian al suicidio a muchos escritores. Sus cazadores van desde Macarthy o Satalin hasta cualquier Ayatollah; junio 6, 1993.

Este artículo se publicó en el espectador entre el 1983 y 1999. Ahora lo retomamos en el marco de la exposición el Magazín que fue realizada en alianza entre Comfama y Confiar y Universo Centro.

Carta a Salman Rushdie
Carta a Salman Rushdie

Querido Salman,

La última vez que nos vimos, hace un año, cenamos juntos en casa de una admirable amiga y escritora inglesa en un suburbio de Londres. No podemos, sin embargo, mencionar su nombre. La expondríamos, quizás, a la furia criminal de tus perseguidores.

Este solo hecho basta para calar la hondura sin esperanzas a la que nuestra voluntad y nuestro amor pueden ser condenados por el fanatismo y la intolerancia crecientes de este fin de siglo; no podemos mencionar a la amiga que nos brindó exactamente lo contrario a estas plagas: la inteligencia y la hospitalidad.

Tu caso, sin embargo, es más nuestro que otros martirios impuestos más o menos directamente a escritores y artistas en nuestro siglo. En nombre de la ideología o de la razón de estado, otros escritores han sido perseguidos, encarcelados, asesinados, orillados al suicidio.

Todos ellos, escandalosa paradoja, fueron víctimas de las filosofías del progreso, de las perversiones de la ilustración y el romanticismo. Tú eres -lo previste, lo encarnaste- la primera víctima del vacío dejado por las filosofías del progreso y ocupado por los ritos resurrectos de las tribus y los ídolos.

La verdad de Nietzsche se ha cumplido: la felicidad y la historia rara vez coinciden. Tú no has dicho, para todos nosotros, otra cosa en tus alegres y melancólicos libros. Pero el fanatismo interesado que te ha negado el derecho a vivir y escribir en libertad ya no lo hace en nombre del progreso, sino del atavismo religioso, el fundamentalismo y la intolerancia que han pasado a llenar vigorosa, aunque confusamente, los espacios liberados por las ideologías en retirada de la guerra fría.

Esto es lo que te amenaza: el regreso de los sacerdotes, aprovechando perversamente la necesidad de un imaginario colectivo, de un sustento ético y una misión trascendente en un mundo que no puede contentarse con la pobreza de la riqueza: la filosofía, como acaba de decirlo en México Michelángelo Bover, del supermarco y el supermarket.

Te has convertido en la última víctima del siglo XX, pero también en la primera del siglo XXI. Heredas el dolor de Osip Mandelstam, de Walter Benjamín y de Richard Wright, pero anuncias el de todas las víctimas, inevitables víctimas si tú no dejas de serlo de los ayatolas del tiempo por venir.

¿Qué hacer sino acompañarte, buscarte, pensarte, querido Salman?

Algo más: leerte.

En la lectura de tu obra está la clave de tu posible defensa, de tu salación y de la nuestra. Pues hay una amenaza aún más insidiosa que la terrible sentencia de muerte que se suspende sobre tu vida. Es la sentencia del tedio y del olvido.

Kafka relata un mito de Prometeo en el que los dioses, las águilas y hasta el propio Prometeo, se olvidan de Prometeo. “Los dioses se aburrieron; las águilas se aburrieron, la herida se cerró, fatigada”.

Tus verdugos apuestan a los mismo. Que el mundo te olvide. Que el mundo se canse de ti: “Y que tú canses al mundo cayendo en el vicio de muchos seres perseguidos. La autocompasión, el lamento…”

Tu obra y tu vida se rebelan contra un final en el que, como el mundo en T.S. Elliot todo termina, “not with a bang, but a whisper”. El bang, el estallido de tu obra, es incansable, amotinado, permanente, porque anuncia la gran realidad, el gran drama, pero, acaso también, el gran júbilo del tiempo futuro: el encuentro con el extranjero, con el hombre o la mujer de otro credo, otra raza, otra cultura, que no son como tú y yo, pero que nos completan y nos revelan quiénes somos tú y yo.

Tus Versos Satánicos no son la caricatura propalada por los ayatolas. En la modulación intensa de tu escritura dialógica, todas las voces se dejan escuchar, pero ninguna de ellas monopoliza o privilegia el verbo, “Islam” no es el blanco de tu novela. Todo lo contrario. En tus páginas, una cultura islámica viva, es decir, crítica e imaginativa, se integra conflictivamente, con el humor y la duda propios de la literatura, a un mundo “planetario” que le ve con sospecha o desprecio.

El “anti-islamismo” no es el tuyo; es el de la llamada “aldea global” en la cual tú has situado tu gran obra. Esto es lo importante: eres el primer novelista de la aldea local en su odisea hacia la aldea global. Tus personajes, sin solución de continuidad, pasan del rito chamánico a la mesa redonda de la televisión, de la Virgen de las Mercedes al Mercedes Benz, de la masa de maíz al Corn Flakes y de los foros cinematrográficos de Bombay a la teatralidad forense de Londres. Caen sin transición desde un jet, disfrazados aun con sus máscaras de dioses-elefante. No caen en Londres, realmente.

Caen en el cementerio de los espejos rotos, los espejos del extraño, la víctima, el negro, el indio, el judío y el palestino, la mujer y el niño, el homosexual, el comunista víctima de Macarthy y el demócrata víctima de Stalin…

Como todo gran escritor, tú has venido a recordarnos que necesitamos al extraño para completarnos a nosotros mismos. Tú nos dices que nadie, por sí mismo, puede ver la totalidad de lo real. Y que somos los únicos porque existen otros, diferentes de nosotros, que con nosotros ocupan el lugar y la hora del mundo.

Espero que muy pronto nos volvamos a ver, para hablarte de toros y oírte hablar de crickett, compartir nuestra filias y fobias, y poder decir en voz alta dónde estamos, en qué hora y con quiénes.

Un abrazo de tu amigo.

Carlos Fuentes.